La canoa siguió su marcha dejando una estela de luz mientras Abraham miraba siempre al frente, al lugar donde lo esperaba Saray, su esposa. Formaba amplias parábolas con los remos que se hundían y emergían con ritmo y a buena velocidad. La tarde se perfumó con el aroma a hierba nueva y a «hueledenoche». Atrás quedaron los cuestionamientos del hombre escéptico que accedió a los ruegos de su mujer. Sin dejar de remar daba la espalda al miedo y pensaba en el mañana.

Al llegar a tierra saltó ágilmente sobre la arena y comenzó una marcha cadenciosa y elegante. Inició el ritual conforme a las instrucciones del principal de la tribu, en quien tenía puesta su confianza. El pecho erguido y fuerte, la cara brillante como el oro puro, los cabellos, como hojas de palma, eran negros como el cuervo y sus ojos dos palomas junto a una fuente de agua.

Llegó a la hora fijada, antes de la puesta del sol, tal como se lo indicaron. El sacerdote sacudió una sonaja para avisar a los dioses que la ceremonia de fertilidad iba a empezar. Al ritmo del instrumento saludó a los cuatro puntos cardinales y comenzó su danza. Poco a poco fueron uniéndose hombres y niños. Con pasos cortos hacia delante y hacia atrás se alineaban a ambos lados del varón, tocándose con los hombros y fijos los ojos en el suelo. Abraham miraba siempre al frente.

Las mujeres danzaban por separado frente a los hombres. De este modo, todos avanzaban y retrocedían, formando una curva alrededor de la hoguera. El fuego iluminaba de manera extraña a todos los danzantes que parecían flotar en el aire, mientras repetían los coros en una atmósfera de singular encanto. Un baile a la vida, a la alegría y a la felicidad. Una forma de llamar al Gran Espíritu.

Los oficiantes presentaron a la esposa, la despojaron de su antiguo nombre, Saray, y la llamaron Kanira, semilla buena. Era una mujer de piel color madera, alta, fuerte, con magníficos pechos como cántaros llenos de miel que se dibujaban debajo de la túnica ceremonial. Sonriente, con la mirada un tanto temerosa, tendió la mano pequeña y efusiva que se unió a la de él.

Besó los labios de la que pacientemente lo había esperado. Sus mejillas se encendieron como higueras echando brotes. Abraham miraba siempre al frente, dejando en el pasado ciencia y tratamientos de fertilidad, fecundación in vitro y tantos otros intentos por lograr la ansiada paternidad. Pasó por encima de sus inviernos y dejó que las tormentas de sus lluvias se evaporaran. Ofreció a la brisa de la tarde todos sus temores. Sonrió a su mujer. La alentó.

El sacerdote sacudió la sonaja con energía y golpeó la tierra con el pie izquierdo para indicar la entrada de los tambores. Abraham pidió el consentimiento de los oficiantes para entrar a la tienda ceremonial. Ellos asintieron. A un grito del sacerdote los indios comenzaron los cantos propiciatorios. Los esposos entraron acompañados de los vapores de mirra e incienso.

Abraham la despojó de la túnica. Tomó el cuenco de agua sagrada y siguiendo el rito de purificación le humedeció los muslos, las nalgas, los pechos, los labios y el sexo a Kanira. Su mirada, con los ojos luminosos, penetró en todos los rincones secretos. Tomó a su mujer entre los brazos y sobre el camastro fresco de henequén no hubo necesidad de palabras. De la unión con sus bocas salió una niebla que cubrió toda la tierra. Con lengua amable, se multiplicaron las respuestas afectuosas.

Valiente, mirando siempre al frente, emprendió la ascensión a las deseadas montañas, se introdujo en sus huecos y bendijo su humedad. Una nueva humedad desconocida. Kanira reprimió un quejido.

Para su sorpresa, la esposa era un huerto cerrado, un manantial impenetrado. Nuevo. El miembro duro se anidó entre sus piernas como nunca lo había hecho. La colmó con sus frutos. Tomó posesión y en ella encontró el nuevo lugar de descanso.

Afuera la danza continuaba sin interrupción con aquel movimiento rítmico y regular dirigido por la melodía del sacerdote de la tribu que sacudía su sonaja y gobernaba los tambores como para poner énfasis en la cadencia del ritual dentro de la tienda ceremonial.

Las manos de Abraham subían por aquellas caderas que ahora le parecían hechas por artistas. Se deleitó en el ombligo que era un cuenco donde no faltó el vino con especias. Esos pechos fueron racimos de uvas y el aliento, perfume de manzanas.

La noche tendió su manto, las mandrágoras exhalaban sus fragancias mientras el sacerdote, con su fervor, se empeñaba en sacar a los dioses de su indiferencia y llamar a la reina de la fertilidad con el clamor de su sonaja. Los piteros responsables de tocar el tambor mayor y el carrizo marcaron pisadas más rápidas para los danzantes. Los punteros que saben seguir los ritmos con solo escuchar apresuraron el baile.

Abraham se esforzaba en medio de las aguas embravecidas de Kanira, tenaz como guerrero y fuerte como tormenta; las flechas salieron como dardos de fuego, portadoras de la llama de la vida. Rompieron el sello de la esterilidad, rasgaron el manto que la ciencia no alcanzó. La muralla se vino abajo. Lágrimas de libertad se dibujaron en el rostro de ambos esposos. Los dos se tendieron en el camastro de henequén.

El sacerdote agitó una última vez la sonaja. Los tambores disminuyeron el ritmo y el volumen hasta convertirse en un arrullo, luego en silencio. Los danzantes ralentizaron sus pasos poco a poco y se quedaron quietos. Los grillos iniciaron su sinfonía.

La aridez fue desterrada, su fortaleza destruida. Los esposos salieron de la tienda ceremonial sin su yugo.

Alégrense. Kanira será madre.