I

Mira cómo se deshace el cielo en tonos violáceos: un golpe, una llaga viva que se funde en el mar y entre las estrellas. Una herida que arrastra consigo una oscuridad inconstante. Que nos trae silencio. Que se hunde también en la superficie estática de la alberca. Que nos vacía. Que nos lleva consigo.

II

Es el constante ir y venir que te abruma. Estuviste todo el día sumergida en ese verdor absoluto, y saliste con la piel salada. Sentiste la orilla tan lejos y las piernas tan cansadas, pero estabas bien. Ahí, flotando a tu propia deriva: con la mente tan suave, tan tranquila y frágil que dejaste de pensar. Te perdiste en esos tonos de azul que no tocan fondo, aunque vieras aún la línea de costa.

Era la gama verdosa, y nada más.

III

Oíste cómo te llamaban. Que ya era hora, que ya tenían hambre, que ya querían irse. Y para ti, solo era el ir y venir: el flujo constante de la marea que te mecía sobre ti misma. Las voces a lo lejos se confundían con el estrellar de las olas. Ecos inestables, unívocos, irresolutos.

IV

Tus pulmones minerales, tu cara árida, tus hombros ardidos, tu espalda escamosa. Las horas se escurren, los demás se espantan. Tu respiración se acompasa al mismo ritmo de las ondas saladas.

V

Ya ni siquiera sientes la tabla con la que te sostenías. Parecía más bien parte de ti, como un miembro inmemorial, perpetuo. Desde el momento en que te metiste, el agua te aceptó como un todo: adentro no hay distinciones, las barreras no existen. Ahí no se sabe de cielo y mar, no hay colores, no hay sal. Todo funciona con un mismo nombre, todo se reduce al ir y venir, ir y venir, ir y venir, ir y venir.

VI

Y en ese compás asíncrono es que te adentras. El mar tiene huecos, el mar tiene espacios negativos, esquinas, rincones. El mar tiene perspectivas, formas rígidas, ángulos. El mar es cubista. Te das cuenta mientras la sal te golpea la cara: tratas de nadar más adentro, pero te das cuenta de que haces esfuerzos en vano. Son las olas las que te meten, te jalan, te avientan.

El cielo pierde profundidad y las olas te consumen.

VII

Es la gama verdosa, y nada más. Los gritos se suspenden, y la luz se filtra diferente. Ya no te quema la piel, sino que te acompaña, ligera. Ya no necesitas ver ni entender nada. El agua te rodea por completo, y no podrías estar más feliz.

Nunca lo has estado, nunca te habías sentido así.

Ya no hay sonidos, ya no hay fuerzas: te sostiene el absoluto y te sientes infinita. Pareciera que pierdes contacto con una parte superficial, de aire, sin esencia: ahora entiendes la superficie, pues la puedes ver desde abajo.

Eres verde, te sientes verde, inhalas verde, transpiras verde, ves verde, verde todo, verde tú, verde los demás, verde limón, verde tierra, verde mar, verde agua, verde verde, verde.

Y entonces, un suspiro blanco.

VIII

Chapotear.

Sientes que respiras de nuevo un agua diferente: menos pesada, menos líquida, sin esencia. Los brazos no te obedecen, las piernas patalean, tienes los ojos desorbitados y tu cuerpo no hace sentido. No concuerda con el sentimiento estable que te embarga: no hay congoja, no hay pesar, y pareciera que no te puedes conjugar con la mirada de los demás. Sus ojos están tiesos, a la expectativa: como si esperaran que algo extraordinario sucediese.

Suspiras, y parece que el mundo empieza una vez más.

IX

El sol ya no existe para ti. Ves únicamente lo que tienes enfrente: decidiste que es mejor así. Pero aquí estás, bien metida: mirando cómo el cielo se hace cada vez más negro y las aguas del mar no pierden tono. La alberca infinita te lleva lejos, a otros colores, a otros estratos, y parece que no pasó el tiempo.

Te llevas un dedo a la boca y sonríes: sí, todavía sabe a sal.