Hoy ya pasaron a ser cosa común los escándalos sexuales de sacerdotes de la Iglesia católica, en general ligados a casos de paidofilia. La jerarquía eclesiástica se ha manejado bastante hipócritamente al respecto: descubiertos que fueran esos ilícitos, en la mayoría de los casos o guarda un silencio cómplice, o se limita a transferir de diócesis al cura «pecador». Los intentos de limpiar la curia de estos hechos delictivos, en general, no prosperan. Pero en los casos en que las denuncias se hacen públicas y se tornan demasiado comprometedoras —tal como pasó básicamente en Estados Unidos— la Iglesia se vio obligada a pagar millonadas en concepto de indemnizaciones.

Se supone que los curas son célibes, que están alejados del mundo erótico. Pero… ¿acaso eso es posible? Si algo define a los seres humanos es que somos sujetos sexuados; es decir: marcados por una construcción social-simbólica que sella por siempre nuestras vidas. Aquí no hay instinto que regule los comportamientos: hay deseo, que no es lo mismo. El instinto tiene un objeto y un fin precisos, los cuales se repiten siempre igual; para el caso: la reproducción. El deseo, por el contrario, es errático: se desea siempre algo que nunca termina de colmarnos, y no hay objeto predeterminado fijado por la naturaleza. La sexualidad humana no está solo al servicio de procrear. Cualquier cosa puede constituirse como objeto sexual: un sujeto del otro sexo o del mismo sexo, un niño, un animal, un juguete sexual, el autoerotismo. Si lo sexual en lo humano está transido por esa búsqueda infinita de un objeto evanescente, la pretendida promesa de castidad estará siempre fallada, traicionada. ¿Cómo prometer un imposible?

El canonista seglar Jaime Torrubiano Ripoll publicó en 1930 su obra Beatería y religión: meditaciones de un canonista, donde afirma sin tapujos que «el 90% de los clérigos son fornicarios». Sin dudas su apreciación no miente, pues es más que sabido que los pastores de almas, más allá de su voto al ordenarse —junto al de pobreza y el de obediencia— no pueden desprenderse de algo que los constituye, así como constituye a todo ser humano, independientemente de su identidad sexual (LGTBIQ y todo el etcétera que quiera ponerse): somos sujetos sexuados.

¿Por qué los curas, al ordenarse tales, hacen votos de castidad y juran ante dios y ante la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana la abstinencia sexual? Esto lleva a dos preguntas. 1) ¿Es posible el celibato? 2) ¿No es un despropósito que alguien que vedó voluntariamente su vida sexual pueda erigirse en guía y consejero en temas ligados a ese campo? ¿Cómo alguien que borró de su vida lo sexual —al menos oficialmente— puede imponer conductas a otros en ese ámbito? ¿Cómo unos cuantos varones supuestamente de vida asexuada pueden dictarles las reglas de su vida sexual a las mujeres, prohibir las relaciones sexo-genitales antes del matrimonio, el aborto, la planificación familiar, el divorcio?

El celibato es algo relativamente reciente en la Iglesia católica. Antes del siglo XVI los religiosos de esta tradición mantenían relaciones sexuales, producto de las cuales nacían numerosos hijos. Eso fue así por siglos. Pero llegó un momento en que comenzó a ocasionar problemas administrativo-legales: esa prole pedía en general la herencia de sus padres, los curas, con lo que la Iglesia comenzó a ver allí una complicación. Las riquezas eclesiales no daban para tanto. Conclusión: no tener más descendencia.

Fue así como, entre 1545 y 1563, el Concilio de Trento, realizado en esa ciudad italiana y presidido por tres papas a lo largo de su desarrollo, Paulo III, Julio III y Pio IV —encuentro profundamente fundamentalista y conservador—, impulsó una enérgica avanzada contra la Reforma protestante que venía teniendo lugar en algunos países europeos. Ese cónclave definió con vehemencia nuevas normas para el dogma, para la liturgia y para la ética de los miembros de la Iglesia, reafirmando lo que la Reforma negaba. Posteriormente, en el siglo XVII, la llamada escuela francesa de espiritualidad sacerdotal, inspirada en el fundamentalismo de Trento, acabó de crear el concepto de casta del clero actual, que se mantiene hasta nuestros días y sin miras de ser modificado: sujetos sacros en exclusividad y forzados a vivir segregados del mundo laico. Este movimiento doctrinal, pretendiendo luchar contra las prácticas de cópula sexual de la casta clerical de su época, desarrolló un tipo de vida sacerdotal similar a la monacal (hábitos, horas canónicas, normas de vida estrictas, tonsura, segregación, etc.), e hizo que el celibato (la abstinencia sexual voluntaria) pasase a ser considerado como de derecho divino y, por tanto, obligatorio, dando la definitiva confirmación al edicto del Concilio III de Letrán, que lo había considerado una simple medida disciplinar (instancia ya muy importante de por sí porque rompía con la tradición dominante en la Iglesia del primer milenio, que tenía al celibato como una opción puramente personal).

En otros términos: el actual celibato de los sacerdotes —al igual que el de las monjas— no se debe a razones propiamente espirituales sino económicas. «No es la conciencia la que determina el ser sino el ser el que determina la conciencia», dijeron alguna vez Marx y Engels. La historia del celibato lo reafirma.

Fuera del catolicismo, otros guías espirituales no se ven constreñidos a pasar por ese acto de renuncia, lo cual es mucho más sano. ¿Por qué el Vaticano aún persiste en esa práctica? Lo criticable en todo esto no es que los religiosos puedan tener una vida sexual plena; lo censurable es la hipocresía con que se maneja todo el tema en el ámbito de la institucionalidad católica: se dice una cosa y se hace lo contrario.

Definitivamente la sexualidad humana no es algo fácil; es el talón de Aquiles de la humanidad, el lugar donde todo el mundo hacemos agua. Es, por antonomasia, el lugar de las contradicciones y malentendidos, de los equívocos y lo que nos avergüenza. De hecho, siempre la tapamos (escondemos los órganos «pudendos»), aunque pasamos la vida hablando de ella. Siendo algo tan problemático y complejo, es dudoso que pueda sostenerse un voto voluntario de olvido de ella o, en todo caso, de la genitalidad (la sexualidad es muchísimo más que lo genital). La sexualidad, no como instinto animal, sino como algo forjado culturalmente, es constitutiva de lo humano. Por tanto, es imposible renunciar a ella, aunque se lo declare. ¿Por qué los curas lo habrían logrado? La prueba de tal imposibilidad se revela en la cantidad tan alta de hechos sexuales de que están plagadas sus vidas: relaciones genitales ocultas, hijos ilegales, paidofilia, masturbación. Y también —ratificando lo que es la vida sexual normal en todo ámbito— relaciones homosexuales. Lo que no quita que, a veces, también sea posible la castidad. De todos modos: ¿para qué el martirio del celibato?

Decía un excura jesuita en comunicación personal: «En las iglesias siempre hay una puertita secreta en el lado de atrás. Por ahí salen los sacerdotes a hacer su vida secular». Si eso es así, secreto a voces reconocido por todo el mundo, ¿por qué seguir manteniendo esta irracionalidad del celibato? Esto lleva a la crítica de fondo, la más importante: ¿cómo es posible que una institución que establece oficialmente la abstinencia sexual de sus miembros como regla de oro se arrogue el derecho de erigirse en llave moral de la sociedad, orientando, guiando, estableciendo prohibiciones respecto a las normas de vida que tocan directamente al ámbito sexual? Siglo XXI, cuando la misma Organización Mundial de la Salud quitó de su listado de enfermedades la homosexualidad como una psicopatología, ¿es pertinente seguir hablando de ella como un pecado que condena al castigo eterno en el infierno? Y más aún: si muchos de los sacerdotes la practican —secreto a voces— ¿por qué esa enfermiza obstinación en continuar condenándola? Dígase de paso que el libro In Laudem Sodomiae (Elogio de la Sodomía) fue escrito por Giovanni Della Casa, arzobispo de Benevento, dedicado a su compañero homosexual, el papa Julio III, quien participara como sumo pontífice en el Concilio de Trento entre 1550 y 1555.

El pensamiento mágico-animista, pese a todo el desarrollo científico-técnico que ha alcanzado la humanidad, aún sigue presente. Si nuestra amiga, nuestra hermana o nuestra hija manifiesta que salió embarazada por «obra y gracia del espíritu santo», nos reiríamos. O la tomaríamos por una psicótica en pleno brote delirante. Pero ¿por qué creemos a pie y juntilla y no abrimos crítica contra un dogma que nos dice que hace dos mil años, en una comarca de Galilea, una humilde campesina dio a luz un vástago sin haber tenido relaciones sexo-genitales?