Aquí están los sonidos
olvidadizos, las crepitaciones
que amarillean.
Una vez más,
todo será escuchar
u olvidar.

(David Huerta)

Una flor rara, excéntrica, del aquí y del allá, del ayer y del mañana; una flor noctámbula y solar, que abre sus pétalos y aroma solo en la hora cenital de la noche o del día. Imágenes simples o barrocas, familiares o extrañas; y enunciados sentenciosos, inequívocos, contundentes, epigramáticos. Algunas paradojas y aporías que nos hacen pensar en textos proféticos y metafísicos, antiguos y modernos. Es esa la materia poética con la que elabora sus metáforas cerradas y oscuras o bien transparentes, translúcidas, un poeta nato, como todo verdadero poeta: Félix Suárez.

Uno se pregunta si al leer y releer poemas Suárez dejó, como Borges decía, de encontrar siempre al menos una línea donde habitara la poesía. Algunos tenemos la costumbre de rayar y subrayar las líneas más ortodoxas de un autor, de sus alegorías, mitos, versos sueltos y poemas bien armados, construidos como altas torres y bastiones inaccesibles, para durar y perdurar. ¿Por qué no habría uno de señalar y levantar aquellos versos que, de entrada, buenos o mejores, malos o peores, de todos modos, habrán de ser exaltados u olvidados, o bien integrados al lenguaje lento y persistente, casi inconsciente, de la poesía? Recordamos con Paz que cada poema es obra única, ajena. Cada lector se apropia, recrea, reinventa lo que le place. Inteligencia común es lengua, identidad y diferencia.

En lecturas y relecturas silenciosas e insomnes, o compartidas y estentóreas, al calor de alcoholes u otra hierbas finas, tanto vamos y venimos de los antiguos y cercanos, entrañables poetas nuestros, vivos y muertos, Góngora y Sor Juana, Lugones, Borges, Velarde, Neruda, Paz, Leopardi, siempre Vallejo, Hölderlin, Rilke, Yeats, Pound, Cavalcanti y el mismísimo Dante, que pasamos con frecuencia de largo, sin conocer y reconocer, sin escuchar las altas voces de nuestros pares, maestros o discípulos, entre los cuales a veces podemos encontrarnos con una catarata de versos irresponsables y odiosos, a los que echamos de plano a la Gehena; pero también por fortuna, ¡oh dioses!, con las voces de espíritus claros, ángeles y guardianes de la palabra poética, hablada y escrita, a quienes ya ubicamos entre los elegidos, sean o no íconos, símbolos y mitificaciones más o menos perdurables.

Entre todos ellos, poetas de estirpe, hemos venido a dar con uno, Suarez, Félix Suarez, cuya producción completa debiera ya, sin demora, ser justipreciada. Félix es fino, sutil, como pocos: Lowell, Hopkins, Cernuda; y entre nosotros un muy discreto, sabio poeta, casi ausente, Alí Chumacero, o el erudito David Huerta, bien podrían ser sus pares.

Uno de los temas de mayor resonancia e interés que nos deja la lectura de Félix Suárez es el de la conciencia o si se quiere de la autoconciencia poética. No se trata de forzar el lenguaje, sino de dilucidar hasta qué punto el poeta que conoce su ars poetica y sabe de su materia, sabe que sabe; y cómo eso, además, se transluce y se vierte en su obra. Otra de las claves para valorar y entender los asuntos de los que se ocupa Suárez, además de sus clásicos, es su atención y rescate de la más obvia cotidianidad, real e imaginaria, en la que habitan sus personas y personajes poéticos. ¿En qué lugares, espacios y sucesos de su mundo, más inmediato o recóndito, pone su mirada el poeta? Donde quiera que lo haga, si algo lo caracteriza es la espontaneidad, la contención y la precisión.

En este caso, estamos ante un hombre de letras en sentido estricto. Félix Suárez estudia, lee, escribe, corrige, edita y publica textos de poesía. Por vocación y por ética o estética laboral ha pasado casi toda su vida entre palabras y libros.

Algo de lo más singular en Suarez está en sus epigramas y en sus elegías. Logros más y menos afortunados, pero siempre de algún modo enclaustrados en formas que vieron su esplendor en los clásicos grecolatinos, y que nos hacen evocar textos contemporáneos de una factura equivalente a la suya en Cardenal y en Pacheco. En otros registros, en cambio, la sutileza, la finura de sus trazos van por el lado de lo que podríamos llamar lirismo metafísico, por caminos que han transitado gentes como Rilke, Cernuda, Bonifaz, Ungaretti, Duncan, Lowell o Hopkins.

Un ejemplo de las virtudes más logradas en su extenso registro lo encontramos en la última y en la primera sección de su antología También la Noche es Claridad, Antología personal (1984 y 2015), FOEM; Colección Letras; Summa de Días; 2016; 233 pp.

En «El Descenso», destaca La Caída (1984):

Piedras arrojadas al abismo,
Cristales rotos que tiré en la noche.

Por qué si nada ha de quedar,
Si nada dura,
Aun así caemos.

Y en «Poemas recientes», El Pirul o Poemas para un cuerpo (2015) son notables por su concreción y su fino lirismo. En El Pozo, el poeta concentra su visión en los elementos mínimos indispensables para dar vida a una escena de la que dice:

Ardía el olor a tierra húmeda
y un cuchillo de luz temblaba
allá en el fondo,
como sobre la piel acuosa de un animal.

Era de verse aquello, mi Dios:
el alma que tú me has dado,
temblando como una hoja indócil frente al destino.

Me he preguntado cómo es que Suárez fue a dar con los rudos y crudos romanos más que con los ingeniosos y simpáticos griegos. Y cómo eso conecta con la vena bíblica, hebraica, tan presente en sus temas, a tal punto que ha publicado ensayos e interpretaciones de pasajes y textos religiosos. Esa veta mística está presente en los poemas hondos y sobrios de A la sombra del Eclesiastés (pp. 119-125). Aquí una muestra, de entre los varios que aparecen bajo este epígrafe:

Qué gana el que se afana con fatigas. Eclesiastés 3, 9.

Todas las cosas dan fastidio,
y lo que ayer nos levantara apenas
como un cadáver tierno
en su tercer día,
hoy nos hace morir de agobio,
nos deja como cepos rebalsados.

Como a costal de pobre,
nos repleta y nos desborda.

O lo que es peor:
Ya no nos llena más.

O bien este otro, que alude a la vez a la fugacidad y a la creación:

Vive tus pocos días
con la mujer que amas,
y no te des a componer libros,
que es tarea sin fin
y apacentar de vientos.

En el espacio poético de Suárez nos encontramos un universo insospechadamente amplio y diverso, en el que variadas dimensiones recorren sus versos: la amorosa, sensual y pícara, la que sucumbe desolada ante la ausencia y la pérdida del amor carnal y finito; la que conecta, por contraste, con la vida espiritual y la experiencia radicalmente subjetiva de la emoción mística. Va y vuelve sobre sus pasos, de lo apolíneo a lo dionisíaco.

Un mérito de muchos de los epigramas, sentencias e ironías al modo de Catulo sobre las historias de cortesanos y hetairas romanas es que no se trata de una imitación o una moda que, con excepciones como Cardenal, Pacheco o el propio Suárez, ha perdido frescura y tiende más bien a un cierto arcaísmo decadente. He aquí uno que reúne las facetas de amante y poeta en Leoncio, el escribano:

Escribo diariamente con el dolor a cuestas, a ratos, entre un informe y otro, comido por oscuros remordimientos e impronunciables celos que me degradan. Sé que no alcanzaré las glorias de mi vecino el poeta, ni mi nombre quedará escrito sobre las placas y plazas de mi ciudad.

Y lo que es peor: también por eso, Celia, la de cansinos ojos, ha de negarme el lujo de sus rotundas piernas y pechos.

Más que un perfeccionismo artificial o artificioso, hay una clara intención de cuidado, de contención y aún de reserva en la búsqueda de giros y metáforas. Hay en Félix Suárez una apropiación de lenguaje en el que el tanteo y el acaso parecieran quedar eliminados deliberadamente, sin dejar de lado ni perder de vista el golpe de dados del azar en un juego a la vez inescrutable y asombroso. Con mayor o menor fortuna, cuida siempre de poner cada palabra en su lugar, en su momento, en su pausa y a su ritmo. Una buena parte de las consideraciones que Cernuda dedica a Gerard Hopkins (1844-1889) podrían coincidir con las que nosotros observamos en Suárez, cuando escribe que al inglés:

No parece haberle preocupado tanto la teoría como la técnica poética... Su «Journal», en efecto, no contiene sino anotaciones de sucedidos, datos sobre el estado del tiempo, gentes que ha visto; la atención principal se dedica a observaciones delicadas y exactas de la luz y color, efectos de la puesta del sol, formas de nubes; datos útiles todos para el poeta y el lingüista... puede observarse cómo la expresión espontánea capta la visión particular, uniendo en ellas al artista y al metafísico (Luis Cernuda; «Pensamiento poético en la lírica inglesa»; México; 1958; pp. 260-261).

Cercanía y reserva frente a los temas que aborda definen a Suárez. Modos, pausas, giros, más familiares que ajenos. Voz refinada, suave y segura, un tanto solemne. Contrastes. Voces de intimidad o meras descripciones, así como arengas o elegías públicas, en batalla constante con lo consciente para que el otro, lo otro inconsciente, personal y colectivo, hable. Dar cuenta, darse cuenta.

Un visionario, un adivino, un profeta, un inventor es el poeta; el extraviado que dice lo que la tribu grita o calla, o no sabe cómo nombrar. Un loco poseído por la palabra, el que levanta la voz desde la tierra, la raíz, el polvo.

Félix Suárez nació en 1961. Poeta, ensayista y editor. Estudió Letras Españolas en la UAEM. Fue, durante más de una década, coordinador de publicaciones del IMC y director fundador de Castálida; fundador y editor de la revista literaria La Grapa. Colaborador de Arena, Blanco Móvil, Castálida, El Cocodrilo Poeta, El Financiero, La Colmena, La Jornada Semanal, Revista de la Universidad de México, Siempre! y Tierra Adentro. Becario del INBA, 1982, y del CTE, 1983. Presea Sor Juana Inés de la Cruz 1984. Premio de Poesía Joven Elías Nandino 1988 por su libro Peleas. Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 1997 por el libro En señal del cuerpo.