Este escrito no va a ser una relación de las atrocidades cometidas por las distintas naciones durante las guerras del siglo XX, el más cruel de la historia, cuya cifra de muertos, solo en la Segunda Guerra Mundial, ronda los 60 millones En estas contiendas, tal vez algunos ejércitos sobresalieron por su brutalidad contra el enemigo, como ocurrió con los japoneses, pero ninguna nación se libra de haber actuado en una forma terrible sobre la población civil.

De hecho, este relato, transcurre en Japón, donde la población inocente sufrió como pocas los horrores de la guerra y donde de manera consciente fue exterminada.

Sin embargo, no siempre fue así, en un tiempo no muy lejano, la mayoría de las bajas ocurrían, generalmente, entre los soldados de los ejércitos. Será a principios del siglo XX cuando, con el desarrollo de la aviación, se empiezan a bombardear masivamente las ciudades con el propósito de desmoralizar al enemigo. El bombardeo es especialmente efectivo si provoca una gran destrucción sobre la población.

En nuestra guerra civil, ya encontramos ejemplos de esta táctica que fue empleada en los dos bandos. Luego vendría la Segunda Guerra Mundial y el horror se perfeccionaría.

Al situar mi relato en Japón, quiero advertir que no pretendo victimizar a este país, protagonista de crímenes abominables realizados por su ejército en los territorios ocupados. Solo me mueve reflejar hasta dónde puede llegar la indignidad humana cuando se trata de exterminar a seres inocentes, que sin querer se han encontrado inmersos en una guerra.

Hay un hecho poco conocido, tal vez porque tres meses más tarde, EE. UU. lanzó las primeras bombas atómicas de la historia y ese acto eclipsó el horror que voy a describir. La noche del 9 al 10 de mayo de 1945, 279 bombarderos de EE. UU. (Operation Meetinghouse) arrojaron sobre la capital de Japón 1,700 toneladas de bombas incendiarias de napalm M69, un material especialmente efectivo para abrasar a las personas, a sabiendas de que la mayoría de las casas eran de madera, desatando un incendio de tal magnitud que en su epicentro se llegaron a alcanzar los 980 oC. Murieron calcinados más de 100,000 seres humanos en una sola noche. El artífice de tal atrocidad fue el general Curtis Emerson LeMay, quien fue condecorado por ocasionar tal mortandad entre tan peligrosos enemigos.

El 6 de agosto de 1945, EE. UU. lanzó la primera bomba atómica de la historia sobre Hiroshima. No viene al caso que hable aquí de la devastación, ni que dé las cifras de los muertos, ya que es suficientemente conocido, solo reflejaré una anécdota curiosa.

Cuando ese día cayó la primera bomba, el ingeniero Tsutomu Yamaguchi se encontraba en Hiroshima en un viaje de trabajo. Sufrió graves quemaduras y pasó esa noche en el hospital, aunque al día siguiente pudo regresar a su casa en Nagasaki. Aquí volvió a caer una segunda bomba atómica tres días después, el 9 de agosto y Tsutomu tuvo otra vez nuevas quemaduras, pero sobrevivió y vivió hasta el 4 de julio de 2010, muriendo con 93 años de un cáncer de estómago. Tal vez, Tsutomu tuvo la mala suerte de soportar dos explosiones nucleares y, asimismo, tuvo doble suerte al poder contarlo.

En los últimos años de su vida, Yamaguchi decidió mostrar su historia al mundo y se convirtió en un activista contra la creación de armas nucleares, pues veía su terrible experiencia como un destino y un mandato de Dios para transmitir lo que ocurrió.

Las bombas de Hiroshima y Nagasaki terminaron con la vida de miles de personas en un instante, pero para los sobrevivientes, fue solo el comienzo de años de dolorosas heridas, enfermedades, miedo y sentimientos de culpabilidad, además de soportar la discriminación de sus conciudadanos.

La gente temía que los efectos de la radiación fueran contagiosos, por lo tanto, se decía que había que aislar a los sobrevivientes, no se debía tener amistad con ellos y no podían casarse. Esta última cuestión era especialmente dolorosa para las mujeres de esa época, ya que era casi lo único que podían esperar en la vida. En algunos casos, al aproximarse la fecha del matrimonio, los familiares contrataban detectives para investigar si la pareja había estado en las poblaciones bombardeadas.

Esta circunstancia y sus terribles consecuencias, fue magistralmente descrita en la película de 1989 Lluvia negra (Kuroi ame) del director Shôhei Imamura, basada en la novela homónima de Masuji Ibuse.

El título Lluvia negra viene de la expresión usada por quienes sobrevivieron a las bombas, para referirse a las precipitaciones posteriores, que eran un compuesto pegajoso que caía sobre las víctimas, mientras huían de los incendios ocasionados en la zona. Miles de ciudadanos japoneses sufrieron graves problemas de salud a corto y largo plazo, porque ignoraban el riesgo de estar expuestos a esa sustancia.

El filme se centra en la historia de Yasuko, una joven afectada por esa lluvia, y conmueve como pocas veces se ha visto en la historia del cine, porque transmite el desconcierto de las víctimas ante los prejuicios. Después de haber sufrido ya con la explosión, constatan que ya nada volvería a ser igual, porque una vida destrozada no se puede reconstruir, aunque sí se puede reconstruir una ciudad devastada.

Hay una secuencia estremecedora cuando un damnificado pregunta: ¿Dónde está Hiroshima? «No la veo», le responden.

Hiroshima ya no existía.

Esta película antibelicista, amarga y necesaria, rodada en blanco y negro acentúa el dramatismo del holocausto. El director no levanta la voz durante la narración, pero sacude al espectador de principio a fin y hace llegar su mensaje de manera nítida, convirtiendo a la película en un documento certero y descarnado de los horrores de la guerra y del dolor ocasionado a víctimas inocentes.

La protagonista no tendrá ya futuro al ser rechazada por sus posibles pretendientes, sobrecogiéndonos al comprobar cómo soporta estoicamente su dolor.

Shôhei Imamura nos muestra vidas truncadas por la degradación de los cuerpos y por la incapacidad de las mentes de asimilar tanto horror.

Entonces he recordado a Pablo, tan nuestro. Inmortal Neruda:

Y una mañana todo estaba ardiendo
y una mañana las hogueras
salían de la tierra
devorando seres,
y desde entonces fuego,
pólvora desde entonces,
y desde entonces sangre.