Sansón tiene los hombros marcados. Después de años de correr por el parque, las clavículas se le esconden debajo de la cadena de músculos voluminosos que va desde el pecho hasta buena parte del cuello. Generalmente tiene cara de pocos amigos y, cuando los vecinos se le acercan, les gruñe sin empacho. No le gusta la gente. Solo cuando ve a Alejandro, la pesadez en la mirada pesada se le difumina y mueve la cola con gusto. Es un buen perro.

Alejandro no tiene nada que ver con Sansón. Cuando le mostré una foto suya a una amiga mía, me dijo que se parecía a Diego Luna en los 90. Y sí, es cierto: es flaco, se viste como bohemio, tiene los ojos castaños y la mirada perdida en el universo. Nos encontramos a Sansón alguna vez en la Condesa, después de ir a desayunar a un cafecito sobre la calle de Ámsterdam. Bajo el cobijo discreto de las pisadas de los demás, el perro se acercó a nuestra mesa antes de que nos trajeran la cuenta. Flaquísimo y claramente deshidratado, empujó con la cabeza una de las patas de mi silla. Sentí pena por él, y le serví agua en un pocillito que nos habían dejado a manera de cenicero. Estaba limpio. En su mirada, centelló algo parecido al agradecimiento.

Alejandro vive hasta Coapa. Sin tráfico, a lo menos, se hacen 40 minutos desde la Condesa. Nos lo llevamos en su coche hasta allá, y le compramos croquetas en la tienda de la esquina. El perro gruñía desde el asiento de atrás, como si estuviera incómodo. Al voltearlo a ver en los altos, más bien se le veía cansado, como si hubiera caminado mucho, o como si ya no quisiera pasar un día más bajo el sol del verano capitalino. Sí: el calor de la Ciudad de México en julio puede ser devastador incluso para nosotros, que llevamos toda la vida buscando refugio entre los edificios.

Como si ya conociera la casa, Sansón se fue directo al cuarto de Alejandro. Era un bungalito en el patio trasero, con una puerta de metal que podía abrirse fácilmente con un empujón. Tal cual, así lo hizo: con un azotón de frente, se abrió camino hasta la cama y se quedó dormido. Ni siquiera le interesó el tazoncito de croquetas que Alejandro le sirvió en la cocina. Él solo quería dormir, y ya había escogido en dónde. A su familia no le importó recibir un perro nuevo esa misma tarde.

De eso ya van más de dos años. El perro sigue durmiéndose en su cama. En ocasiones, cuando me quedo a dormir yo también —en el silencio de la casa vacía, con el rumor de sus ronquidos pesados—, siento que mi presencia no le hace gracia. Alejandro dice lo mismo, pero no piensa quitarle al perro el territorio que conquistó ese verano.

Gente en ruinas

El cuarto de Alejandro parece un chorizo. Alargado y sin focos, solo se ilumina con la luz natural que entra por la ventana. Siempre la tiene cerrada. Tal vez por eso las máscaras que resoplan sobre sus estanterías parecen devolverte la mirada. Un jaguar, un alebrije, una imitación del Santo: dice que las tiene ahí porque es actor, y necesita tener varios rostros con los cuales sentirse cómodo. A veces me gustaría que se los quitara todos. Luego recapacito, y me convenzo de que tal vez así perdería parte de su encanto.

A diferencia de él, Sansón no tiene máscaras. No finge simpatías. No le importa clavarte los ojos —tan negros, tan minúsculos— con la misma furia con la que defiende su pedazo de cama. Hasta donde sé, nunca ha mordido a nadie. Pero con esas fauces, más valdría ni preguntarle. Cuando el perro llegó a su casa, Alejandro le compró una correa y empezó a sacarlo a pasear todos los días. Unos meses más tarde, incluso él se veía más fuerte. Tal vez por el arrastre del animal. Tal vez porque Sansón lo obligaba a dar varias vueltas al mismo parque, escondido entre los rincones de Santa Úrsula, al sur de la ciudad.

Cada que nos vemos, el perro lo acompaña. No me molesta. Ahora siento que es una extensión suya. Incluso entra al metro, aunque en principio no te dejan pasar con animales. Viendo alrededor, quizá hay bestias más nocivas que Sansón en los vagones, siempre atestados de gente en ruinas, de lluvias de sudor, de angustias por no llegar a tiempo. De alguna manera, Sansón logra mantener la compostura incluso en las horas pico. Quizá sea por la confianza que el animal le transmite que Alejandro insiste en llevarlo a todos lados.

Un día, también en la Condesa, le dije que quería ir al Barrio Chino. Ahí, en el Centro Histórico. Le extrañó que nunca hubiera ido, y solo me dijo:

—Órale, vamos.

Roces ocasionales

Fue pésima idea ir en viernes de quincena. Llegó por mí a eso de las once de la mañana, y nos fuimos en metro porque ninguno de los dos quería ponerle al taxi. A diferencia de otras latitudes del mundo, los veranos de la Ciudad de México son nublados y oscuros. En las mañanas hace un calor seco que al mediodía parece ceder. Luego el cielo se congestiona y llueve fuerte toda la tarde. Incluso así, insistí en llevarme una cámara análoga con la mitad del rollo usado.

Cuando llegó por mí, me di cuenta de que no traía al perro consigo. Le pregunté por qué, y solo me dijo:

—Estaba cansado.

Y se encogió de hombros. No supe si él estaba cansado o el perro, pero así me pasaba seguido con ellos dos.

Ese día, Alejandro traía pantalones y chamarra de mezclilla. Aunque estaba nublado, se puso lentes oscuros. Me dijo que solo había desayunado un cigarro y la manzana que traía en la mano. Le di un café y nos fuimos. Para mi sorpresa, la línea 9 estaba desierta. Aunque no traíamos prisa, ver la estación tan vacía me llenó de amargura la lengua. Luego pensé que la sensación tal vez venía de que no me había lavado los dientes. Decidí ignorarla.

Nos subimos a un vagón inundado de una luz amarilla, casi inhóspita, y esperamos en silencio hasta la estación que nos correspondía. Teníamos que transbordar para realmente salir a pocos pasos del Barrio Chino. No hablamos en todo el camino. Entre nosotros solo había roces ocasionales. Sin pensarlo demasiado, en alguno de esos pensé genuinamente que era Sansón buscando que le acariciara la cabeza. Al volver la mirada, sentí una sombra de decepción al darme cuenta de que solo era Alejandro, intentando darme la mano.

Postales corridas

Cuando salimos del metro, se me ocurrió que todas las postales que podría tomar ese día saldrían corridas. En parte, porque seguramente iba a llover mientras estábamos ahí, y el color podría venirse abajo; en parte, porque tendríamos que salir corriendo si eso pasaba. Las imágenes se difuminan si las tomas con prisa. Luego pensé que el torrente de personas anónimas que estaban a nuestro alrededor podría ser aún más poderoso que la lluvia capitalina.

Caminamos por toda la calle que contiene al Barrio Chino de la Ciudad de México. Empieza con un portal mongol típico: redondo y bien rojo, que se resiste a venirse abajo a pesar de la falta de mantenimiento. El barrio termina sin anuncios, y se funde con la cuadratura del Centro Histórico como si todo fuera parte de un mismo continuo, de una lógica común. La gente grita y se empuja entre sí para entrar a los locales de recuerditos de plástico: dragones que suplican volver a su tierra natal y calendarios impúdicos de hentai, que se esconden detrás de más cosas chinas.

A lo largo de dos cuadras, sobre la calle hay puestos de baos, una especie de empanada suave que bien puede ser dulce o salada. El Barrio Chino huele a canela solo por esos puestos, incluso a pesar el aroma insistente de la cañería pública que surca toda la colonia.

Alejandro se detuvo:

—Tengo hambre.

Y se paró frente a un puesto de tacos de canasta. Solo me lo quedé viendo. Sintió mi mirada:

—¿Me vas a ver comiendo?

Le dije que sí, y me volteé a otro lado para que no se atragantara. Saqué la cámara. Sin que se diera cuenta, le tomé una foto sopeando sus tacos de huevo duro. Esos son los gustos adquiridos de saber navegar el Centro Histórico.

Café lechero

Bastaron 20 minutos para que recorriéramos todo el Barrio Chino. Tristemente, no hay mucho que ver. O tal vez solo tuvimos mala suerte. Nos seguimos hasta Madero. Solo ahí, reconocí que el Barrio Chino me había decepcionado. Alejandro resopló, y riéndose me dijo:

—Tiene lo suyo. Muy kitsch.

Y sí: estampas de dragones, gatos dorados que saludan, bocinas que vomitan K-pop, lecturas de horóscopo chino, mujeres que hablan en cantonés o en coreano, cuyos gritos se mezclan con el vaivén de comerciantes que se mientan la madre entre sí, mientras corren al siguiente local porque ya es tarde, siempre es tarde, y empujan a los turistas perdidos que llegaron ahí por accidente, o por una mala percepción de la Ciudad de México, o que dicen conocer el Centro Histórico pero, en verdad, no saben de qué están hablando. Un poco como nosotros.

Llegamos al Zócalo y me propuso ir por un café lechero a una cafetería que conocía ahí cerca, sobre República de Brasil. A la sombra de la catedral, se me antojó que pocas personas se ven tan bien a contraluz, con las nubes de fondo. En ese momento, entendí por qué la Ciudad de México se hace cada vez más grande. La gente se expande.

En la Ciudad de México nunca hay silencios

Ese día, Alejandro no me dejó pagar el café lechero. Al terminar, salimos a la calle y el cielo ya estaba pesado con nubes oscuras. Pedí un taxi de regreso a mi casa, y me acompañó en silencio. Puso música y me compartió uno de sus audífonos. No hablamos. A los diez minutos, empezó a lloviznar. El gris del cielo tiñó el resto de la ciudad con su sombra melancólica. Como era viernes de quincena, se hizo un atascadero sobre Tlalpan, una de las arterias que conecta el Centro Histórico con el sur de la ciudad.

Ni siquiera el tráfico de un viernes de quincena hizo que platicáramos. Tampoco hizo falta. El rumor del motor, el fluir pausado de los coches, la lluvia corriendo por las ventanas del coche: en la Ciudad de México nunca hay silencios, realmente. Llegamos a mi casa 45 minutos después.

Alejandro me dejó en la puerta. Ya no llovía. Antes de irse, solo me dijo:

—Sansón me va a matar.

Le pregunté por qué.

—Porque voy a llegar oliendo a ti.

Al llegar a su casa, me mandó un video del perro gruñéndole desde la esquina del cuarto. En la oscuridad, solo se veían sus colmillos desalineados. Me lo imaginé subiéndose a la cama, reclamando el territorio que sabía que era suyo. Ni el aroma a angustia del metro, ni la cuadratura del Centro Histórico, ni las máscaras polvorientas de Alejandro, ni nuestra relación taciturna podrían arrebatárselo nunca. Tal vez, por debajo de la musculatura prominente de sus hombros, el perro también lo sabía.