Una de las reflexiones más lúcidas que ha producido Olivier Py —director saliente de este festival internacional, mundialmente reconocido como uno de los más importantes en su ámbito— ha sido la de reivindicar la potencia de cada generación para reinventar la vida, el mundo, la cultura y… cómo no… el teatro. Consciente de que su tiempo ya ha pasado, Olivier Py nos deja un listón muy alto que Tiago Rodrigues, su sucesor, tratará de mantener y desarrollar durante los próximos cuatro años. Rodrigues —como su apellido indica— es un portugués nacido bajo el signo de la Revolución de los Claveles, hijo de un periodista comprometido en la lucha contra la dictadura de Salazar y de una doctora no menos implicada con su función terapéutica. El nuevo director es un hombre activo, dinámico, que trae nuevas propuestas y que sabe ponerlas en escena adecuadamente. Director artístico del Teatro Nacional Dona Maria II, de Lisboa, Rodrigues, asimismo, es autor de obras tan celebradas como By Heart, António e Cleópatra, Bovary o Ifigenia, y cofundador, con Magda Bizarro, de la compañía Mundo Perfeito, cuyas representaciones tienen lugar en cualquier parte del mundo. Teatro móvil y colegial, donde tanto la escritura como el estilo de representación es decidido de forma conjunta por todos los participantes.

Bajo la cauda, pues, de este dramaturgo, el Festival Internacional de Teatro de Aviñón nos promete, de acuerdo con las exigencias del tiempo que se nos echa encima, una escena más decidida y enérgica, menos «tibia», siguiendo en este aspecto la crítica elaborada por el diario Libération al mandato sostenido por el antiguo director.

Así, y en sintonía con esa otra «forma de hacer» que supone la irrupción de Tiago Rodrigues, una primera propuesta, la encarnada por la puesta en escena de la obra de Chéjov, El monje negro, a cargo del disidente ruso Kirill Serebrennikov, ha cosechado tanta aceptación como crítica acerada.

Cierto es que la adaptación del texto ha sido, desde el punto de vista estético, un gran acierto que la compañía dirigida por Serebrennikov ha sabido desplegar con éxito. Sin embargo, se da una coincidencia casi general en afirmar que la pieza en cuestión precisa un ajuste; un ajuste que la reduzca notablemente. Repeticiones innecesarias, así como un ritmo desigual, desorientan al espectador al tratar de seguir esta obra que, por otra parte, resulta de una fuerza arrolladora, y, por momentos, de creciente inquietud en el ánimo del público. El Thalia Theater de Hamburgo, además, la anima en tres lenguas —inglés, alemán y ruso— que, traducidas, nos dan un fresco alucinante propio de un delirio sin fin: el que sufre el protagonista, Andrei Vasilievich Kovrin, quien, aquejado de una depresión, de un cansancio que lo lleva al límite de sus propias fuerzas, es visitado por la figura misteriosa y siniestra de un monje negro que lo empuja hacia el abismo de su propia locura.

Obra extraordinaria, de lecturas múltiples y de matices bien contrastados, El monje negro ha constituido uno de los platos fuertes que este festival ha puesto en escena como futuro marco de referencia.

Mas no todo, ni mucho menos, han sido círculos trascendentales alrededor de un enigma sin solución posible. El Festival de Aviñón, compuesto de dos espacios bien diferenciados (el In y el Off), ha celebrado, tras el largo período sufrido por la pandemia COVID-19, el retorno de una cierta normalidad para convocar a miles de seguidores; seguidores que han hecho de la antigua ciudad de los papas una fiesta. La cual, sin duda, despertará el deseo de artistas, escritores, actores y demás agentes propios de esta cita, de visitar la ciudad o de residir en ella, pues la misma ofrece un tejido cultural tan rico y profundo como extenso y variado en sus múltiples propuestas.

Así, el espacio Off, el más popular y concurrido, nos ha brindado 1570 obras distribuidas en 138 salas que, desde temprana hora y hasta la medianoche, ofrecen espectáculos continuamente. Una maratón que, desde el 7 hasta el 30 de julio, convoca a gentes de los cinco continentes: productores y promotores de espectáculos, curiosos, periodistas y visitantes ocasionales que, con renovada pasión, siguen muy de cerca las evoluciones de este festival, quizá uno de los más completos en todo el mundo. Asimismo, lecturas, encuentros, talleres de interpretación, mesas redondas y debates se dan cita a lo largo de un mes que, prácticamente, no da respiro. Solo la pausa para encontrarse y degustar las delicias gastronómicas de la región, o las excursiones a lugares cercanos y bien concurridos por el turismo internacional, nos dan la posibilidad de alejarnos para solaz nuestro y disfrute durante unas horas de asueto.

El pueblo de Villeneuve-lès-Avignon, por ejemplo, es uno de los lugares más emblemáticos de La Provenza. No en vano fue la localidad elegida por Barack Obama para pasar las vacaciones de verano en compañía de su familia y amigos. En Villeneuve también se celebra este festival, y en uno de los sitios más destacados, como es el de los jardines de la abadía de St. André, tuvo lugar un evento apropiado a las características del lugar: el interpretado por el Trío Habanera en el marco de los Jardines Secretos Poéticos y Musicales 2022.

Ante una nutrida representación consular, este trío musical, compuesto por Christophe Delporte (acordeón), Marc Grauwels (flauta) y Bernard Delire (violoncelo), deleitó al selecto público con partituras de Gluck, Bach, Popp y Borne, así como con una selección de las obras más conocidas del argentino Astor Piazzola. Fue un instante mágico, que la belleza del lugar potenció hasta el extremo de transportarnos a otra dimensión no menos seductora: la de una música tan sensual como entrañable, que nos permitió imaginar los perfiles de la ciudad de Buenos Aires en su particular recorrido por la historia del tango.

Sin embargo, donde uno siente que la dimensión del tiempo se contrae para expandirse hasta los límites de la propia capacidad imaginaria es en esos pequeños teatros, tan íntimos como espléndidos en sus variadas propuestas, que hacen de la ciudad de Aviñón una cita de obligada frecuencia. Lugares que, como Le Théâtre du Balcon, dirigido por el conocido actor Serge Barbuscia, nos halaga la vista y el oído con una obra de singular dinamismo: Dans la solitude des champs de coton, escrita por Bernard-Marie Koltès e interpretada con maestría por dos magníficos actores sencillamente soberbios: Julien Derouault y Pierre-Claver Belleka, alias Dexter. Con una puesta en escena que resulta memorable y cuya autoría no es otra que la desempeñada, con tanta inteligencia como sensibilidad, por parte de Marie-Claude Pietragalla. El juego de luces, que aquí toma un rol casi decisivo, es creación de Alexis David.

Otra obra que ha destacado ha sido la creada por la compañía española El perro azul, que, parafraseando al poeta Argensola, diríamos que ni es perro ni es azul. Sin embargo, sí estamos seguros de que la pieza interpretada por Fernando Moreno, Super-Héros, encierra una tierna belleza capaz de conmover a cualquier público, pues emplea adecuadamente un juego de máscaras que nos transmite tanto la respiración de cada una de ellas como el movimiento interno de sus diversos personajes. Teatro con estilo que cultiva con habilidad el placer del encanto.

Otras piezas de gran valor han desfilado a lo largo de todo este mes, las cuales han tenido una gran capacidad de convocatoria entre el público. Sobresalen, de entre todas ellas, dos obras que resultan muy distintas pero que han sido interpretadas en escena por un solo actor; ambos de gran talento. Me refiero a la desopilante comedia cómico-musical Petto o Coscia, escrita por los italianos Tom Corradini y Golden Din Din, e interpretada por esta última, una actriz de gran prestancia y portadora, en sí misma, de una rara disposición para provocar el entusiasmo entre los espectadores. Petto o Coscia se desarrolla exclusivamente en italiano, y que en el caso que nos ocupa adopta los acentos más musicales y cantarines de la lengua para regalarnos un momento estimulante, divertido y agradable. Muy necesario este género para el momento que estamos atravesando.

De este momento precisamente, de sus mentiras e imposturas, nos habla un monólogo de carácter dramático cuyo texto pertenece a Véronique Kanor. La puesta en escena y escenografía —que priman la palabra, tempestuosa y auténtica— son obra de Alain Timár; con dramaturgia de Alfred Alexandre. Nos referimos a la obra Moi, Khadafi, cuya progresión, en efecto, no nos da ni un minuto de resuello. Interpretada por el conocido actor Serge Abatucci —cuyo parecido con el líder antiimperialista Muamar el Gadafi resulta sorprendente en alguna que otra pirueta del personaje— esta obra contesta y pone en cuestión las certidumbres que parecen acosarnos por parte de élites mundiales que no ansían sino retrotraernos a 1914. Es decir, a ese escenario en que las distintas contradicciones entre potencias capitalistas no divisaban otro horizonte que la guerra. La guerra, pues, como arma política para satisfacer sus objetivos de dominio absoluto sobre la Tierra.

Cuando el fantasma de la guerra se cierne de nuevo sobre Europa, la primera víctima de esta amenaza es la verdad, que nadie está dispuesto a contar. Solo el pensamiento único, uniforme y generosamente servido por los grandes medios de comunicación determinan qué es correcto y qué no lo es en modo alguno. Y esta pieza de teatro, sublime y bien articulada en cada una de sus variantes, nos confirma la sospecha de vivir bajo la atenta mirada de un Gran Hermano que, si bien nos sirve en bandeja sus cartas de democracia, nos confirma que estas no son sino cartas marcadas.

Sin embargo, y antes de que el destino nos alcance, Aviñón ha sido, una vez más, ese festival que no defrauda al poner en escena las esperanzas que nos inspiran o los conflictos que nos desgarran. En definitiva: un espectáculo para mentes inquietas y espíritus con ganas de diversión. Una fiesta.