Creemos que la pandemia ha terminado, confiados caminamos, nos agrupamos, nos abrazamos en grupo, pero cada día tengo más conocidos infectados, unos primerizos y otros que repiten dos e incluso tres veces.

De vez en cuando miro hacia atrás, rebusco entre mis cuadernos pasados aquellos escritos pandémicos, motivantes en su mayoría, en los que me desahogaba con frases y citas como queriéndome hacer ver que esto nos haría más fuertes, que nos ayudaría a parar y reflexionar sobre la vida y el mundo que hemos construido; que nos haría mejores, menos individualistas, más solidarios y compasivos. Que nos transformaría. Y una mierda. Somos igual que antes. Volvemos a ser aquellos que fuimos. Diría, no sin cierto dolor, que somos y estamos peor que antes.

Vivimos una crisis brutal, con una inflación en la que hasta unos tristes macarrones del supermercado han subido una barbaridad, amén de los carburantes o la luz.

La bolsa por los suelos, las criptomonedas un caos, las hipotecas y préstamos suben y los sueldos, de aquellos que tenemos el privilegio de cobrar mes a mes, están estancados.

Los que nos dan de comer, los agricultores, no pueden con los costes de producción.

Putin invade, porque sí, Ucrania y lleva más de 100 días en guerra mientras millones de personas huyen del que era su país, ahora hecho trizas, sin nada, dejando atrás sus vidas y su futuro.

Países como España, que acogió y acoge a cientos de miles de «refugiados», ahora no les puede ofrecer nada más que un permiso de trabajo para que se busquen la vida, los que tengan edad, cuando aprendan el idioma, y busquen un trabajo que no hay.

Pero, eso sí, las terrazas de los bares, los hoteles, las calles, las playitas, los chiringuitos, están a reventar.

Y yo me alegro de todo esto, me refiero a lo bueno.

Lo que hemos pasado, sumado a lo que estamos pasando ¿nos hace reflexionar?

Mis padres, gracias a Dios, en estos años se han hecho más mayores y han perdido esa preciada vida del tiempo que ya resta.

Mi hijo ha crecido y, prácticamente sin salir de casa, está terminando la universidad.

Muchos han perdido a familiares por el camino, sin ni siquiera haber podido despedirse.

Otros hemos engordado a la vez que las canas nos han poblado la melena (aquellos que podemos decir que algún pelo tenemos, aunque sea de tonto).

Aquel 15 de marzo de 2020 se rompió un hilo, el hilo de la vida continua. Parece que no hubiera pasado nada, pero ha pasado mucho.

Me preocupa no haber aprendido absolutamente nada.

Todos esos jóvenes que nacieron después de los años noventa, viviendo la crisis del 2008 y la pandemia, viven en la incertidumbre más absoluta en lo que respecta a su futuro. Los que trabajan tienen sueldos que no les dan para independizarse de sus padres; los que estudian, como mi hijo, cada día se preguntan para qué o por qué lo hacen. No ven futuro.

Estos días se habla, por ejemplo, de que después del verano los combustibles pueden superar el precio de los 3 €, 500 de las antiguas pesetas, y lo damos por asumido, por hecho, y parece que nadie dice nada.

Estos días el calor ha superado las temperaturas normales para la época, los que lo tienen han tirado de aires acondicionados, en locales y en viviendas, mientras que el precio de la luz continúa batiendo récord cada día y nadie decimos nada.

¿Quién sale a la calle a protestar?

Solo pensamos en las vacaciones, en el nuevo bañador que nos vamos a comprar y en si este año continuará abierto el chiringuito de la playa donde tomarnos las cervezas a pierna suelta.

Hay una cosa en la que se lleva razón: vivir el hoy como si no hubiera mañana. Pero tal vez por los años que tengo, comienzo a discrepar. Hay que vivir hoy, aprovechar cada uno de los momentos que la vida nos ofrece, pero con el ojo puesto en mañana.

Mañana será septiembre, octubre, y habrá que vivir y llevamos el paso cambiado.

Hemos tenido una oportunidad.

Creí, pensé, estúpido de mí, que todo aquello que vivimos nos serviría de lección para transformarnos en personas, simplemente, mejores.

Lactancio (245-325) decía que no hay alimento más dulce para el alma que el conocimiento de la verdad. Y ¿qué es la verdad? nos preguntamos. La verdad es el sentido de la vida correcto.

Hoy somos mucho menos libres que antes. Existe un mayor control, incluso, sobre lo que decimos.

Hemos dejado, también, que nos controlen hasta nuestros pensamientos y así utilicen de un modo u otro, o comercien libremente con nuestras emociones.

Nos quejamos de puertas adentro.

Ni siquiera pensamos.

Y, como siempre, sé que no digo nada… o lo digo todo.