La situación era complicada y ahora se arrepentían de haber lanzado semejante reto. Pero Asencio Ajonjeo era así, su arrogancia lo había llevado a aceptar desafíos con tal de no quedarse atrás. Sabía que, para no quedarse en el último lugar de la cola, siempre requirió hacer el doble de esfuerzo. La discusión de aquella noche y su necesidad de ganar todos los debates lo metieron en este aprieto: él, escritor de novela erótica, tenía que escribir un cuento infantil.

La discusión de aquella velada giró en torno a si las palabras eran herramientas o dones, si la inspiración era un requisito indispensable o si las historias se construían, como las casas, a partir de planos y andamiajes. Desde luego, Asencio Ajonjeo opinó con airado énfasis que la inspiración era una dama inexistente y que cualquiera con talento podría escribir lo que fuera. Incluso llego a ofender a los otros escritores que dijeron que escribir no se circunscribía únicamente a cuestiones de técnica y sintaxis, que el elemento indispensable de la escritura era el corazón. Entonces vino el reto, si eso era así, si con gramática y estructura era suficiente, y el tema era pretexto y la anécdota era una excusa, entonces todos los presentes escribirían un cuento infantil que se titulara «El globo de Gis».

Asencio Ajonjeo, mareado por tanto vino tinto, neceó. Dijo que era preciso tener más datos y dado que era muy bueno para presionar, logró que acordaran que el personaje principal sería una gatita de color gris y ojos azules como el Mar Caribe que viajaría en un globo aerostático. Pero fue todo, si el viaje era alrededor del mundo, por los túneles del tiempo o por los rincones de las consciencias, eso quedaría al albedrío autoral de cada escritor. También consiguió ponerle plazo al reto, un mes para escribir la historia. Esa fue su sentencia.

El plazo se cumpliría la siguiente semana y por más escaletas y planeaciones que hacía, sencillamente no se le ocurría como atacar el reto. Empezaba, a su pesar, a creer que la inspiración sí era necesaria para escribir y en secreto envidiaba a los que poseían semejante tesoro. Claro que jamás daría su brazo a torcer. Sería tanto como aceptar que sus amigos tenían una capacidad superior a la suya y eso sí que no. Jamás aceptaría que él siempre iniciaba los ascensos desde un peldaño inferior. Lo cierto es que no lograba encontrarle una punta aceptable a esta madeja que él mismo había enredado.

Recordó que tiempo atrás, Artemisia Póntica, una estupenda escritora de novelas policiacas, le regaló una botella con una etiqueta en griego que decía αψινθιον (apsinthion), es decir, «no bebible». Úsala en caso de emergencia, es el hada verde de la inspiración transformada en líquido. En aquella oportunidad, Asencio Ajonjeo se rio y la confinó con desprecio a una de las gavetas del último rincón de la cava. Desestimó la advertencia de la escritora y no le importó que se tratara de un licor prohibido. Tiene casi noventa grados de concentración alcohólica, es mágica, por eso, manéjala con cuidado.

Esa tarde, las palabras de Artemisia Póntica le retumbaban en la bóveda del cráneo, tanto, que decidió bajar a buscar la botella. No fue la prohibición lo que lo sedujo esta vez, fue un brote diminuto de esperanza. No tardó mucho en encontrarla. El rincón resplandecía con la luz verdosa que emanaba del botellón. Subió y la colocó en el escritorio, al lado del teclado. Buscó una copa y derramó el elixir prohibido. El aroma a flores de hinojo y anís se le enredó en la nariz. El líquido incoloro hijo del alambique daba tintes ahora verdes, ahora azules, ahora dorados e incluso antes de que llegara a los labios de Asencio Ajonjeo, ya lo habían fascinado.

Con los efectos del primer trago, Gis la gatita gris, ya surcaba los aires en su globo aerostático, se dejaba llevar por las corrientes de los vientos alisios sin importar que estuviera en el cielo de Praga, sobre los techos de París por encima de Londres o pasando por arriba de la Ciudad de México-Tenochtitlan.

El segundo trago resbaló lentamente por la garganta y los vapores llegaron en un suspiro al cerebro. En esos momentos, Gis no solo era gris, tenía una personalidad, era voluble y malmodosa, pero con firme determinación de conquistar los secretos de la fantasía sobre un globo rojo con canasta de mimbre desde la que podía ver a Kafka escribiendo a media luz, a Degas pintando bailarinas, a Baudelaire trazando palabras perfectas, a Picasso descomponiendo escenas en cuadrados y a Óscar Wilde pronunciando en un balcón de la Île de Saint Louis: «¿Cuál es la diferencia entre un vaso de absenta y el ocaso?»

Perdió la cuenta de los tragos. En los labios había risas, el suelo era un balancín y en los entresijos del cerebro se topó con el hada verde en la que no creía. La inspiración brotó y el torrente era tan poderoso que no podía parar. Gis viajaba del Dublín de Bloom al Brooklyn de Auster, de la Yásnaya Poliana de Tolsoi a los burdeles de Toulouse Lautrec. Las aventuras de Gis llenaron más de doscientas cuartillas que se escribieron a la velocidad de una racha inspiradora que vio su fin en el fondo de una botella.

Asencio Ajonjeo no llegó a la cita con los escritores. Artemisia Póntica tuvo un presentimiento e insistió a sus amigos en irlo a buscar a su casa. Tocaron y tocaron sin obtener respuesta. A instancias de la escritora, Regaliz Aspand, el más fuerte de los del grupo, echó la puerta abajo.

Repartidas en la mesa, copas volteadas sobre el mantel, otras pletóricas de un líquido turbio, lechoso junto a una cuchara con perforaciones en la cazoleta y rastros de azúcar. En la cabecera, el escritor rendido sobre el teclado en rigor mortis sostenía un fajo de hojas que les costó trabajo desprender.

Todos saben que Regaliz Aspand siempre ha sido un crítico generoso, por eso se dudó al principio, pero al oír la opinión de Artemisa Póntica que siempre ha sido dura, no tuvieron más que consentir. Era verdad. Los cuentos infantiles contenidos en el manuscrito titulado El globo de Gis fue lo mejor que Asencio Ajonjeo le extrajo a su pluma. Sus amigos están seguros de que ahora sí cree en la inspiración. Nunca es tarde.