Mi libro de cuentos Fábula de los oráculos cumple 25 años de haber sido publicado por primera vez en Costa Rica, y lo hace con una edición española en la editorial Sapere Aude. Está compuesto por siete oráculos, de los cuales les obsequio a continuación el tercero.

Oráculo tercero

Perfumes de media tarde

Cuando ella entró a la cafetería, él ya estaba allí, ocupando una de las mesas al fondo. Se le notaba algo translúcido, como si habiendo surgido de la ventana se amoldara aún a la silla y todo su cuerpo abandonase aquella liquidez primitiva. Era él. Lo supo por su perfume, por su mirar noctívago y la manera en que el sol, ahora tenue, le iluminaba el rostro. Era él, tomando el té, leyendo, sin mirarla. Quizás de más edad le había parecido en la fiesta de los Gallardo, entre la maraña de aromas y las risas, los juegos, las tertulias, las copas. Y así las once. Él ya no estaba. Al amanecer, con el diluirse del barullo y el neón de la noche y otros aires y el aroma del café, ninguna ventana parecía recordarlo.

Entonces, desde el otro lado él la descubre: «¿Usted?» parece decirle, y ella aparta la vista y mira hacia la vitrina llena de bocadillos. Quiere decirle que no la mire, que siga leyendo. Él lo detecta y vuelve a darle sorbos a su taza de té. A su derecha el sol ha ido quebrándose sobre la ventana en pequeños dedos de luz. Ella lo mira de nuevo. Está leyendo. «¡Cambiarme por unos mugrosos papeles! Mejor sería decirle otra cosa». Pero nuevamente la mira, impertérrito. Ella le recorre el rostro y siente que roza sus mejillas, como si él le acabara de colgar un collar y le dijera cosas al oído. Oye su voz escurriéndose por su cuerpo y transformándose en manos que la tocan: su cuello, su espalda, su torso, mientras continúa susurrándole. «Jorge» le dice a él, que sigue del otro lado, tomando su té, quizá tan suavemente dulce como el estremecimiento que ha quedado en su cuerpo.

«¿Qué quiere?»

«¿Yo? ¿Por qué me lo pregunta? Usted lo sabe...»

«¿Cómo se atreve?»

Pero solo hay silencio y sus perfumes que se acarician, un solo impulso transitando el aire. Ella lo observa, deseándolo, queriendo tocarlo. Dirige su mano hacia el bolso, sin ver siquiera, hasta golpear el espaldar de la silla. Ahora más aromas rezuman en su cuerpo: el del té, que tímidamente le habla, el de los panecillos, una esencia de flores, todos mezclándose y haciéndola sentir esa nostalgia de las mañanas en que lo busca en cada ventana, o en las calles tantas veces húmedas o heridas de luz. Todo le parece inocente, aunque se sienta desprotegida, sola, apenas con su cigarrillo y el hilo de humo que no llega al otro lado. Él le sonríe. Ella le responde, una sonrisa que vuela con su perfume hasta el otro lado de la estancia. Él baja el rostro. Ella lo interroga, con su cuello erguido y esperando la caricia de sus manos. Él acaba su té.

Otro hombre se siente cerca de ella y la mira como diciéndole: «¡Aquí estoy!» y pudre la atmósfera con su perfume. La dama lo esquiva, siempre mirando el otro lado de la cafetería, mirando al otro, implorando que la lleve con él.

«Sus panecillos están listos», oye a la camarera decirle.

Él se levanta dejando ver su traje gris. El recién llegado lo mira, lo amenaza. Puede notarse la forma de un revólver bajo su saco.

-Vamos, ya es hora -le dice a ella entre el ruido de las llaves del automóvil y el doble bip que le anuncia la reunión de las cuatro y media.

«¡Qué vulgar!» (ella pensando) y del otro lado se escucha una taza haciéndose añicos, (es él que se ha levantado de nuevo) y el otro hombre burlándose y ella extendiendo sus manos hasta creer tocarlo en la mesa última junto a la ventana. Entonces nada: la ventana sola y el sol muriendo en sus cristales, el ocaso que arrastra las fragancias; la mesa sola, ninguna taza hecha añicos en el piso. Solo su perfume, el silencio y la sensación del orangután que le aprisiona la mano. Pero siente un súbito peso en sus muslos, ese perfume y el roce de aquellas mismas manos bajo su blusa explorando los tímidos cristales de su sexo, casi obligándola a aceptar el aroma a falsedad de aquella trilogía de apariencias: el orangután, su cuello de Diana y sus aires de gentilhombre. Luego mira al recién llegado, tosco, insensible, ajeno. Lo mira todavía fijando su vista en la vitrina de los panecillos -siete años viendo crecer sus arrugas y la impertinencia de su aroma, lo mismo que los manoseos de cada noche-, mira harta a su marido, pero saboreando las palabras que han madurado en su boca; se ha librado de todos y los ve marcharse con los cada vez más extintos brillos de la ventana, y se siente loca, «¡Qué importa!», sabe que al final, sólo serán insignificantes manchas en su memoria.