El gobierno del presidente López ha sido un conjunto de desastres, un fracaso tras otro. Es un presidente que ha defraudado a sus seguidores, confirmado los temores de sus críticos. Sin embargo, sí ha entregado un logro; poco útil para los problemas coyunturales que ahogan a las personas día a día, pero relevante para la reflexión. Pues en su intento por destruir el país que se ha construido desde los años 80 ha traído distintos temas fundamentales en la constitución de un Estado a la palestra de la discusión pública. El último, el significado de la «soberanía mexicana».

Hace unas semanas en la Cámara de Diputados se discutió una propuesta para reformar la Constitución y, en pocas palabras, regresar al Estado y sus empresas el control de la industria energética revirtiendo la apertura económica en el sector lograda en 2013. Dos temas centrales marcaron la discusión: la transición a energías limpias (opuesto por el gobierno de López en favor de la quema de combustóleo) y la identificación del control estatal sobre la industria energética con la soberanía nacional (idea central del Nacionalismo Revolucionario del partido MORENA y el presidente López).

El tema no es exclusivo de México. En muchos países se presenta el cuestionamiento: ¿qué significa la soberanía en un mundo globalizado?

El nacionalismo de López

¿Qué entiende López por «soberanía nacional»? Cuando defiende, desde sus sermones diarios, que su reforma era una defensa a la patria por lo que votar contra ella es un acto de traición, ¿cuál es su concepción de la «soberanía mexicana»?

Siguiendo sus discursos, sus propuestas y sus tercos libros podemos rescatar algunas ideas para resolver estas preguntas. En primer lugar, el Estado como ser supremo omnipresente y todo poderoso, encarnación del pueblo y panacea del monopolio de la defensa frente a las injusticias de la realidad. El Estado lo es todo, el poder y la fuerza del control total al mismo tiempo el cuidado de los más débiles. El símbolo del Instituto Mexicano del Seguro Social lo explica mejor: un águila enorme y amenazante que lo cubre todo y una madre tierna que da pecho a su hijo, el pueblo.

El Estado, el pueblo y el líder son lo mismo. El Estado es la nación y la patria. Este Estado no debe tener límites. Debe poder hacerlo todo en el territorio. Cualquier límite a su poder es una traición.

Es por esto por lo que debe tener a su alcance todos los medios materiales para cumplir su función. Y, en un anacronismo trauma del siglo XIX, supone que el único modo que tiene un Estado para sacar provecho a sus recursos naturales es la nacionalización. Cualquier acceso a la iniciativa privada, a empresas, es caer en manos de intereses perversos. Pues el Estado, en este sentido, encarna el «bien común», los «intereses compartidos» por toda la población.

Pues o la población es de intereses homogéneos y solo hay almas perversas o son ajenas a dicha homogeneidad. O en un Estado hay dos tipos de poblaciones; el pueblo y los individuos, donde los primeros son moralmente superiores y los verdaderos sujetos y miembros del Estado.

Lo común y comunitario se deben imponer a los intereses particulares o individuales que siempre son egoístas e inmorales. La soberanía de un país se encuentra en el control del Estado ante sus recursos y población.

López y su partido olvidan tres detalles que hacen de este tipo de soberanía peligrosa. En primer lugar, en la extracción y comercialización de los recursos naturales el Estado ha demostrado ser altamente ineficiente al compararse frente a la iniciativa privada. En segundo lugar, como lo demuestran los profesores Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, cuando un Estado se hace de recursos de la extracción de materias primas y no de los impuestos de sus ciudadanos no tiene los incentivos para trabajar por la educación, salud y libertad de estos. Un Estado así suele ser una dictadura. Por último, la supuesta homogeneidad del pueblo no existe.