Hay pueblos en los que poder comprar una barra de pan recién horneado se ha convertido casi en un milagro o en un auténtico lujo.

Es la una de la tarde y la furgoneta del panadero no ha llegado todavía. La comida está a medio hacer y hoy es un guiso de «toma pan y moja». En ese momento recuerdo que es jueves y que no le toca venir a Julián (nuestro panadero habitual) con sus barras y sus bollos. La solución es coger el coche y bajar a Cuenca, pero hoy, por la hora que es, me apañaré con pan de molde. Mañana cogeré dos barras para el fin de semana.

Esta es una realidad que viven en muchos pueblos pequeños en España en los que, en algún tiempo no muy lejano, había panaderías incluso con horno propio. Menos mal que a 20 o 25 kilómetros hay localidades un poco más grandes en las que los panaderos dan servicio a cinco o diez pequeñas poblaciones de los alrededores. El negocio no es muy grande, pero la satisfacción de llevar el pan a pequeñas aldeas sí que lo es.

Cuando llega el panadero en su furgoneta pita y los vecinos salen corriendo de sus casas con su típica bolsa de tela debajo del brazo. Hay algunos lugareños que ya llevan tiempo esperando en la puerta de su casa o en la plaza del pueblo. No vaya a ser que no oigan el pito y se queden sin poder mojar el pan en la salsita del pollo o una buena galleta en el café. Todos estos placeres cotidianos son irrenunciables.

En algunos pueblos como Tragacete, el panadero les ha venido de Argentina. Claudia y Marcelo, dos nuevos vecinos de la localidad, han abierto una panadería en las instalaciones del bar de la piscina municipal. Para completar el negocio tienen una terraza en la que también se puede tomar un refresco o una cerveza. Traen las recetas de bollería de su tierra, pero entre alfajor y alfajor también están aprendiendo a elaborar productos tradicionales de la zona.

Después de unos días de descanso en la serranía de Cuenca, llego a Madrid y resulta que puedo comprar una barra de picos, una candeal, una integral, un mollete o una hogaza de masa madre, a menos de cinco minutos de mi casa. Cuando lo tienes todo tan fácil piensas en lo afortunada que eres por tener tan cerca el pan nuestro de cada día. Aun así, echo de menos el encanto de esa furgoneta llena de pan en cajas de cartón y la conversación con los vecinos, siempre breve pero cálida. Aquí tenemos pan a diario, pero la alegría no es la misma.

Algunos se han comprado la panificadora que venden a buen precio en una cadena de supermercados, ¿pero es que no les hace falta la excusa de comprar el pan para salir de casa? A mí sí, pero eso ya es harina de otro costal, que diría mi padre.