La televisión es muy instructiva, porque cada vez que la encienden me voy al cuarto contiguo a leer un libro.

(Groucho Marx)

La televisión es parte fundamental de la manipulación a la que se ve sometida la humanidad. Si en algún momento de la historia las religiones jugaron ese papel («Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes», dijo el teólogo italiano Giordano Bruno en el siglo XVI), hoy día el desarrollo tecnológico ha permitido entrar mucho más profundamente en la subjetividad de las poblaciones. La televisión ha sido el instrumento idóneo para ello. La televisión es, por lejos, uno de los elementos más importantes —quizá el que más— en la guerra psicológico-mediática para controlar poblaciones enteras.

Ella constituye uno de los inventos que más ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es tan grande —desproporcionadamente grande, podríamos decir— dado que influye en los cimientos mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios de comunicación masiva, por tanto, es parte medular de la cultura. Lo es, de hecho, en forma cada vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos podemos decir que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura que ya se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como se ven las cosas, parece afianzarse cada vez con más fuerza sin posibilidad de retroceso. El «¡no piense, mire la pantalla!» parece haber llegado para quedarse.

«Cuando se escribe un guion televisivo hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de seis años de edad». Así decía un profesor de semiótica para demostrar cómo se hace televisión. «En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón», dijo Zbigniew Brzezinsky, asesor del presidente James Carter e ideólogo neoconservador. El funcionario no decía nada distinto a lo que enseñaba el catedrático: «manipular a la gente tratándola de niñitos tontos», así de simple (o monstruoso).

La humanidad no es más tonta por ver televisión, pero sí más manejable. No es raro escuchar decir de algún productor audiovisual que «la gente quiere basura, por eso le damos basura». Verdad a medias. Sin dudas la amplia población mundial consume mensajes audiovisuales de bajo contenido, «basura». Pero sería demasiado simple quedarse con la idea que el público es tonto por naturaleza, que busca la basura por placer. En todo caso la gente es obligada a consumir basura, y no teniendo otra oferta, termina por generarse una cultura del consumo de porquería mediática que se cierra en sí mismo. Consumimos lo que nos dan.

Del gusto de las poblaciones podría sacarse una primera conclusión —equivocada, por cierto— que nos presenta a la gran masa consumidora como «tonta», «frívola». Si «el mal gusto está de moda», como dijo Pablo Milanés, hay que ver el problema en su conjunto: la televisión, símbolo de la sociedad masificada y consumista, expresa de modo descarnado la lógica que domina al mundo. Las poblaciones son manipuladas eficientemente según sofisticadas técnicas, como lo decía la brutal declaración de Brzezinsky, con lo que los factores de poder logran su proyecto: mantener a la gran masa pasiva y consumiendo.

Si las religiones fueron eso históricamente —tal como lo decía el teólogo citado—, la modernidad capitalista ha llevado la manipulación masiva a niveles estratosféricos. Con la televisión se logra una presencia casi omnímoda en la vida de la gente, y los mensajes que aporta prácticamente no permiten discernimiento.

Sin dudas la inmediatez de los mensajes audiovisuales generó una cultura de la imagen que hoy se ve difícil, si no imposible, revertir. ¿La televisión solo es una máquina de fabricar estupidez (y por tanto un público estúpido que la consume) o puede servir para otra cosa? ¿Podrá superarse esa cultura superficial, ese «mal gusto» que está tan de moda en todas partes del mundo?

En pocos años la televisión tomó una forma que pareciera definitiva: la forma de la estupidez banal. Si bien cuando apareció generó expectativas por las posibilidades que parecía abrir como medio de información y educación universal, las mismas se vieron frustradas, volcándose la casi totalidad de su esfuerzo al entretenimiento pasajero.

El esparcimiento es necesario en la dinámica humana. No hay civilización humana que no lo tenga. Pero la cultura de la imagen a que dio lugar el surgimiento de la televisión trajo una entronización de la superficialidad ramplona y terminó convirtiéndose en una máquina de hacer estúpidos. Estúpidos a la medida que los factores de poder desean, claro. Las posibilidades de generar un ámbito educativo e informativo de nivel quedaron muy rezagadas en relación con el pasatiempo barato. Hoy, con varias décadas de historia acumuladas, la televisión está inclinada básicamente a ser ese distractor simplista. O, junto a ello, un formador de opinión pública, siempre en los marcos del sistema dominante. Es ahí donde aplica aquello de «el esclavo piensa con la cabeza del amo», porque el grado de manejo de las conciencias es realmente fenomenal.

Si informa, lo hace de modo tendencioso, con el agregado que su misma esencia audiovisual le confiere una autoridad que no alcanzan otros medios. La realidad virtual de la televisión es «la» realidad misma.

Los programas culturales, mucho más escasos que la estupidez trivial del entretenimiento vacío, en general presentan una visión elitista y acartonada que equipara cultura con museo y saco y corbata, tornándose muchas veces productos soporíferos.

En la dinámica humana la conducta reiteradamente repetida termina creando hábito. La cultura de la imagen ya creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones, y hoy pareciera imposible desarmarla. Esa cultura de la imagen no va a desaparecer con facilidad, por varios motivos.

En el marco de la empresa privada, porque es un fácil expediente para generar enormes ganancias y es herramienta idónea para seguir incentivando el hiper consumo que el sistema económico necesita. Por otro lado, la televisión se ha revelado como un arma de dominación terriblemente eficaz, y los factores de poder no dejarán de usarla. Es un instrumento de sujeción más efectivo que la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales.

Además, se suma otro factor: la cultura de la imagen fascina. Más allá de las mejores intenciones por generar una televisión de gran calidad estética, educativa, es muy difícil producir propuestas alternativas con real impacto. Dicho de otro modo: el rating sigue inclinándose por el lado de la estupidez.

Pero ¿somos tontos o la situación es más compleja? El público no es tonto, sino que lo han vuelto tonto. De todos modos, la cultura de la imagen, la civilización montada sobre esta realidad virtual que ofrecen estos aparatos hipnotizadores, tiene límites; concretamente: el mismo medio torna difícil generar 24 horas diarias de programación excelente. Es más fácil apelar al entretenimiento barato que a la reflexión para llenar la programación.

Todo lo anterior abre la pregunta: entonces ¿es posible una televisión distinta? Claro que existen programas de gran nivel, educativos, que fomentan el pensamiento crítico y el buen gusto. Son islas, pero existen. Ello evidencia algo: una programación masiva durante todo el día hace muy complicado contar solo con programas de calidad, no porque el público sea tonto, sino porque es materialmente difícil disponer de todo ese tiempo para dedicarse a la reflexión, al goce estético. El pasatiempo también es necesario. La cuestión es buscar un equilibrio entre reflexión y diversión.

Muchas de las propuestas alternativas para una nueva televisión en buena medida han pecado de otro defecto: panfletarismo, pesado adoctrinamiento ideológico. Eso es la contracara de la estulticia superficial de la televisión comercial. ¿No es también un ejemplo de la fascinante e hipnótica cultura de la imagen una cámara fija que muestra un discurso político sin ningún corte durante media hora? ¿Es eso bello en términos estéticos? ¿Sirve eso para fomentar el pensamiento crítico?

La pregunta en torno a la televisión está abierta. ¿Se puede hacer una nueva y mejor televisión? Quizá —esto es una hipótesis— la mejor manera de fomentar una nueva cultura es no apostar por más televisión. ¿No nos estamos condenando a una civilización de la imagen, del inmediatismo, del «mirar embobados la pantalla y no pensar»? Pero si algo la está reemplazando es el Internet. ¿Más cultura de la imagen? ¿Hacia allí vamos inexorablemente?