Estos días, mientras veo el horror de la guerra en la televisión, no puedo evitar sentirme cerca de los que sufren. Las ciudades de Ucrania se parecen mucho a las nuestras y sus gentes también. Todos sufrimos con los ucranianos, porque su dolor es el de cada uno de nosotros.

El monstruo de la guerra nos acecha, recordándonos que somos vulnerables y que, en realidad, morimos un poco cada día. Esta reflexión me lleva de manera inevitable a recordar el poema que inicia Por quién doblan las campanas de Hemingway y que reproduzco a continuación:

Nadie es una isla por completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de un continente, una parte de la Tierra. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la mansión de uno de tus amigos, o la tuya propia; por eso la muerte de cualquier hombre arranca algo de mí, porque estoy ligado a la humanidad; y, por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas, porque están doblando por ti… John Donne.

Lo que ocurre no solo afecta a una parte del mundo, sino a todos. Aunque vivamos en distintas regiones o continentes, todos formamos parte del mismo planeta.

Estamos tan acomodados que el sufrimiento ajeno nos parece lejano y, en ocasiones, asunto de otros. En el mundo se están produciendo conflictos de los que apenas se habla y cuyas víctimas son invisibles, pero tan reales como tú y yo, aunque no salgan en los telediarios y casi nadie se acuerde ya de ellos.

Debe ser tremendo pasar por una experiencia así, tan traumática. Aunque no deja de sorprenderme cómo las personas que sufren son capaces de sobreponerse a pesar de la adversidad y valoran lo que de verdad importa.

Muchos de los que vivimos en los países desarrollados nos hemos acostumbrado a nuestra zona de confort y no vemos que junto a nosotros perviven personas con realidades distintas. Tampoco hay que irse demasiado lejos. Tal vez, no queremos saber lo que sucede, porque es más fácil tapar el sol con un dedo que asumir el horror de lo que está pasando.

Seguimos marcando fronteras y líneas imaginarias entre nosotros, por cuestiones, de raza, sexo, religión, opinión… Existe una realidad que subyace en el mundo y es que todos somos seres humanos. Todos vivimos en el mismo planeta. No podemos ni debemos abstraernos de esa realidad, única e inmutable.

Siempre he pensado que lo único que conseguirá unirnos de verdad será algún acontecimiento que venga de fuera: que nos visiten los extraterrestres, por ejemplo. Seguro que, si un evento así tuviera lugar, con bastante probabilidad olvidaríamos nuestras diferencias y nos uniríamos frente al otro.

En esa alteridad en la que nos hemos instalado, seguimos pensando en los demás como un «ellos» y no, como un «nosotros». Debemos asumir que todos sufrimos y que no va a haber vencedores ni vencidos. Bueno, en realidad, sí. Todos hemos perdido ya. Me remito de nuevo al poema de John Donne: las campanas hoy doblan por todos. También, por nuestro mundo fraccionado, por el dolor que nos causamos los unos a los otros, por nuestra indolencia…

Como reza el título de este artículo «Morimos cada día», (quotidie morimur). Este tópico hace alusión a la idea de que estamos cada vez más cerca de la muerte. Todos, tarde o temprano, debemos recorrer ese camino que nos conduce a cada paso y de manera inexorable hacia el destino de todos los seres vivos: morir. ¡Ojalá no fuera algo impuesto ni se nos arrebatara la posibilidad de recorrerlo en libertad!