El capitán bebió lentamente el último sorbo de café que le quedaba en la taza, parsimonioso, acostumbrado a aquella fea atmósfera de luz plomiza del mes de agosto. A través de los ventanales que daban al corredor, más que la oscuridad de la mañana o el tono amarillento de las cosas bajo la luz eléctrica, el paisaje fácilmente daba la impresión de ser imaginario, o más que eso, inmutable, como si allí hubieran estado siempre las palomas y los niños en el parque, las viejas banquetas de los comadreos de los domingos por la tarde y el reloj de la torre de la iglesia marcando las cinco y media; nada se movía, todo parecía lo mismo hasta donde alcanzaba la vista, hacia el valle, en donde otrora se hallaba La Casa del Paraíso. Pero hoy supo que nada sería lo mismo, cuando alzó la vista y vio la sombra de algún recuerdo desvanecerse, en el justo momento en que Robert Mainz se dirigía a su secretaria con un cartapacio bajo el brazo. Había llegado sin que él se enterara, y de la misma manera, casi en un parpadeo, aquel viejo alemán estaba allí frente a él, mirándolo como a través de una jaula en el zoológico. «Wolfgang»1 recordó, y por primera vez en su vida, aquel nombre le pareció obsceno, corrupto, maligno, pero que aun así lo atraía de modo inexplicable.

—¡Ah, sí, señor Mainz, ya lo recuerdo —dijo fingiendo el olvido y aún no muy seguro de cómo proseguir—. Le confieso que casi había olvidado el asunto. Me decía algo de la traducción, ¿no es verdad?

—Sí precisamente, ya la he terminado, hasta la última palabra, aunque me temo que algunos pasajes he debido interpretarlos a mi manera, pues no eran muy claros. Dígame una cosa, capitán, ¿son esos todos los documentos? Lo pregunto porque las notas están incompletas, y pensé que a lo mejor...

—No, no hay más documentos; no que yo sepa.

—Pues es extraño, de verdad.

—¿Extraño?

—Quizá sólo sea mi impresión sobre este señor Ungeheuer2

—Comprendo. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? Tenemos café, o té, si lo prefiere.

—No, gracias, simplemente agua.

—Como usted guste. Por desgracia la refrigeradora se descompuso, así que se la ofrezco al natural. No, un momento y mandamos a comprar algo como Dios manda. Aún no estamos en quiebra...

—No se moleste. El agua estará bien.

—Y ahora me disculpará usted que le robe un poco de su tiempo —dijo, al par que llenaba un vaso con el agua de una tinaja de barro— pero necesito hacerle unas simples preguntas.

El capitán fue hacia la ventana, la abrió y observó rápidamente cuanto se podía desde allí en un simple vistazo, como si ya se lo supiera de memoria y no esperara nada nuevo. «Verano» pensó, sin de momento otra cosa en la cabeza. A continuación volvió a cerrarla y caminó hacia su escritorio visiblemente hastiado de cuanto lo rodeaba. Luego fingió buscar algo en la maraña de papeles de su escritorio y volvió a caminar con gravedad. Robert Mainz no se había movido de su sitio, como niño obediente a la espera de las preguntas del capitán. Llevaba una camisa amarilla y chillona que el capitán no dejaba de mirar con el rabillo del ojo.

—Señor Mainz, debo preguntarle si conoció usted en persona o por referencia al autor de estos diarios.

—Me temo que no, no poseo ningún dato al respecto, aún más, le diré que llevo viviendo en su país más de seis años, y nunca supe de la existencia de Wolfgang Ungeheuer. Nunca visitó el club alemán o tuvo relación con la colonia alemana, si bien era austriaco. Sin embargo, a Alberto de Prusia sí lo conocí, si eso le sirve de algo.

—¿Alberto de Prusia?

—Lo verá en las notas.

—Sí, sí, debo verlas cuanto antes, estoy seguro de que su trabajo debe ser encomiable, según mis referencias. Ahora es cuestión de arreglar sus honorarios. ¡Marielos, venga acá, por favor! Es mi secretaria, ella lleva mejor que yo los asuntos de la oficina.

El capitán no dejó de contrariarse por el súbito gesto de repugnancia en el rostro del traductor, por muy diplomática que fuera aquella leve mueca de quien prueba una salchicha rancia.

—Oh, no podría, capitán. He hecho este trabajo por cumplimiento, usted me entiende, mi pensión me basta, y no quisiera llevar en mi conciencia el haber recibido pago por él. No es nada que quiera recordar. Dejémoslo así. Es una contribución de mi parte a la policía.

—Bueno, no sé qué decir... Me deja usted en una posición que francamente...

—No tiene usted nada que decir. Como le mencioné, es una contribución de mi parte.

—Comprendo, comprendo... Es usted muy amable, y esto es en verdad inusual, no me lo esperaba. Pero aquí entre nos, y perdone que insista, dígame, ¿Qué es lo que particularmente piensa de los diarios? Es importante para mí, no sé si me entiende...

Rorbert Mainz endureció de nuevo su expresión, pero esta vez tomando distancia, como si midiera cada palabra que pensaba. Luego fue parco, categórico, indicándole con ello al capitán que su insistencia era en verdad molesta.

—¡Abominable, sí señor, absolutamente enfermizo!

Notas

1 Wolfgang: en alemán, «el que lucha con los lobos».
2 Ungeheuer: en alemán, monstruo.
Manuel Marín Oconitrillo. De bestiis. Editorial Sapere Aude.