Vengo del pueblo, tras perder mi mirada en un anochecer de fuego infinito y despertar con unos cielos que aproximaban a lo eterno. Vengo del pueblo con el cuerpo impregnado de ese olor a leña, que el frío de las calles del invierno ennoblece el sentido de lo rural.

Llevo toda la vida con casa en un pueblo y, por lo tanto, yendo y viniendo al pueblo. Primero la de mis abuelos maternos y paternos, luego la de mis padres y, en los últimos años, la mía propia.

Con esto quiero decir que, pasando largas temporadas como paso, conociendo a sus gentes como conozco, sé en buena parte lo que es la vida en un pueblo. Sé de lo bueno y conozco lo malo, aunque esto último, por no vivir tanto en el día a día del año, no puedo decir que lo sufra directamente.

Problemas en los pueblos los hay, cómo no, como en todos los lugares. ¿Dónde no hay problemas? Pero sí diré, desde la humilde sinceridad, que los problemas en un pueblo se amortiguan más que en la ciudad.

El tiempo en los pueblos habita lento, más despacio. Es algo de lo que me doy cuenta cuando paso largas temporadas allí. Se camina más lento, incluso se piensa todo con calma. Y es que en el pueblo la gente deambula con una especie de tranquilidad ajena a las prisas.

Te puede parar una vecina y estarse media hora «cascando», en medio de la calle, sobre los recuerdos que le trae tu abuela, que en paz descanse.

En el pueblo vas a comprar las magdalenas recién hechas porque te da el «viento» desde casa. En el mío se va al Horno de la Valentina.

En el pueblo hay gentes que viven con lo puesto, pero tienen el techo que les dejó el abuelo o el padre y pueden, sin grandes alegrías de consumo, ir subsistiendo.

En el pueblo, como venga el aire de abajo, en feria, se te mete la música de la verbena en el salón de casa. También en verano, si viene el aire de arriba, de los corrales de ganado, el aire te llega con un olor poco perfumado.

En el pueblo los vecinos se conocen, se saludan, se ayudan.

El campo es calma.

La nostalgia de la vida rural.

El universo agrícola.

Los olores que provocan las vides, los almendros, el trigo o las higueras.

El recuerdo de aquellos que nos criaron y mimaron: los abuelos.

Los sonidos del amanecer o del silencio de la noche.

Los caminos de los pueblos, como los del mío (Minaya), llanos y polvorientos, pero repletos de historias de unos y de otros, se convierten en circuitos de vida natural de una belleza sin igual. De este año guardo, por ejemplo, la herradura que encontró Damián, el padre de mi amigo Chelines, de seguro de alguna mula o burro, como los que tenían los abuelos Santiago y José María, que recorrían cada día caminos, los mismos, en el carro o el remolque, cargado de cereales, paja o vete a saber lo que tocaba en el día.

En el pueblo, al menos en el mío, todos saben todo de todos. Si la noche anterior tropezaste en una esquina, al levantarte y salir a la calle, todos lo están comentando, cada uno con su «historia» paralela.

Y no vamos a olvidar esa dureza de la vida en los pueblos, sobre todo en los inviernos largos en los que el día se acorta.

Todos los que hemos llenado esa España vaciada, en los veranos o las navidades, salpimentando de vida sus calles, regresamos a nuestros lugares de trabajo dejando en el vacío, y algunos en el olvido, esos rincones de felicidad.

La digitalización, el mantenimiento de dotaciones básicas, es imprescindible para que vivir en un pueblo no solo sea atractivo, sino que goce de todas las garantías.

Los gobiernos, sean del color que sean, seguirán gobernando contra esos territorios que, por vacíos, poco o nada cuentan porque sus quejas no llegan más allá de las eras.

Hemos descompuesto la sostenibilidad de las ciudades tanto que ahora el objetivo es hacer ciudades sostenibles.

Pero el mundo rural, los pueblos, son sostenibles.

La mayoría de los pueblos de España no gozan de impresionantes vistas o están enclavados en paisajes idílicos, ya sea de mar o montaña; están enclavados en parajes fríos o secos en los que la belleza se encuentra a base de caminar en silencio.

El interés de los urbanitas por lo rural, el nuevo ruralismo, nace por el vacío que ofrece una ciudad, aunque esté llena de ruidos.

Muchas veces esto choca con el interés, o poco interés, que muestran los «foráneos» porque sus municipios incrementen la población con forasteros, llegados de otros lugares con ansia de exprimir lo natural y alterar las rutinas del día a día.

El ruralismo es una conexión vital con la tierra, con la vida.

Las distancias de la huerta, de la tienda, del bar, son caminables. Si quieres conexión social la encuentras; si deseas la soledad del silencio lo tienes.

El coronavirus invadió todos los recovecos de las grandes urbes y sumió las calles en el silencio, metidos la gran mayoría de los ciudadanos en pisos sin ni siquiera terraza. Parece que entonces, y solo entonces, muchos descubrieron los pueblos. Unos cercanos a las capitales, otros algo más alejados, pero que ofrecen la misma garantía de vida y salud.

La tranquilidad para esos mayores y el teletrabajo para otros es lo que está provocando un éxodo imparable a los pueblos.

Buscar lo bucólico.

El ruralismo es levantarse con el sol, trabajar y crear con la luz para luego descansar con la luna, como se hacía antes.

Decía Thoureau: «me fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente».

Me voy al pueblo porque simplemente quiero vivir.

Es momento de hacer deseables las tierras, lugares que de otro modo carecen de ningún atractivo turístico. Generar deseo en la gente de encontrar maneras novedosas de vivir.

El vaciamiento de muchos lugares es imparable porque, entre otras cosas, las acciones reales para paralizarlo solo quedan escritas en los libros, artículos o programas de los diferentes partidos políticos. El vaciamiento continúa y es cada vez más visible en pueblos, en comarcas o provincias.

¿Y los que quedan? ¿Tienen derechos? Claro que sí, como cualquier otro ciudadano de esos que se apiñan en lugares aparentemente más prósperos.

Apostemos por un reequilibrio territorial como atención al bienestar de todos. A nuestro futuro.

Tienes que vivir en un pueblo, o al menos pasar largas temporadas, para sentir que se va deshaciendo sin que nadie haga nada. No hay gente en las calles, los negocios cierran, ni bares donde conversar con un café o vino en la barra. Olvido institucional. ¿A quién le importa?

Hay quien está redescubriendo ahora la vida rural. Nunca es tarde.

Hace más de un siglo comenzó a popularizarse la palabra «rural». Se hizo, fundamentalmente, para distinguir esa otra realidad que comenzaba a nacer: la urbana.

Ahora, un siglo después en el que muchos nos echamos las manos a la cabeza al comprobar cómo desaparecen nuestros pueblos, aparecen al menos, no solo gritos, sino planes o programas en los que ir ubicando posibles acciones: Agenda 2030, Objetivos de desarrollo Sostenible, Presupuestos del Estado y, ahora, Fondos Europeos.

Todo está escrito, como digo, en documentos aprobados por organismos e instituciones.

El reto está en actuar.

Implementar Planes de Inversión Productiva.

Planes de reindustrialización sostenible que busquen el equilibrio de los recursos generando asentamiento de empresas: empleo.

Poner en valor nuestro patrimonio cultural, natural.

Un mínimo de 100 megabytes simétricos de Internet.

Ofrecer suelo gratuito para la implantación de empresas e industrias.

Que ningún pueblo esté, al menos, a 30 minutos a los servicios públicos como hospitales, centros educativos, etc.

Que la distancia a una vía de alta capacidad (autovía o tren), no supere los 30 kilómetros.

El reto demográfico viene a reequilibrar esas grandes ciudades, convertidas en una concentración de población hacinada mientras los pueblos pierden habitantes.

Todos los habitantes de este país debemos tener las mismas oportunidades.

En los pueblos hay talento.

Debemos quitarnos esa idea arcaica de que solo prospera el que se va del pueblo; o eso de que no queriendo marchar, la necesidad y falta de oportunidades obliga.

Está claro que, si no hay servicios, infraestructuras o empleo, no hay población.

Esa España rural, vaciada, también es España.

La España rural, la que nos alimenta, también quiere que se la quiera desde las administraciones.

Si el campo no produce, la ciudad no come.

No valen discursos ni florituras. No valen buenas intenciones que no vayan acompañadas de hechos.

Leo que más de 70 colectivos representados por sus portavoces, provenientes de 28 provincias españolas, han apostado por que en todos los territorios de España la aplicación de la Constitución sea efectiva y real: encontrar una vía para conseguir una España más cohesionada social y territorialmente. Y han decidido crear una herramienta política para presentarse a los próximos procesos electorales que se convoquen.

Según declaraciones de sus portavoces «ha llegado el momento de expresar nuestra firme determinación, tras décadas de abandono, para cambiar las cosas, y lo haremos presentándonos a las próximas elecciones, para trabajar por un bien común, un país más vertebrado y cohesionado, con igualdad para todos». «Somos conscientes que necesitamos enfrentar con rotundidad los desequilibrios territoriales que son un problema de este país», añaden.

Si no se politiza ideológicamente, algo difícil en un país como el nuestro, me parece una iniciativa con mucha razón de ser y que, el tiempo lo dirá, puede obtener un buen resultado. Todo es caminar por un objetivo común ante el abandono sufrido en décadas por parte de todos.

Terminó el año y se llevó todo, también el silencio.

En los pueblos se vive bien, todo el año.

Y desde los pueblos hay que mostrar al resto lo bueno de cada tierra, que es mucho.

Yo ya no quiero otro sitio que no sea mi pueblo.

Creo que vivir en un pueblo te cambia la vida.

No hace falta ser ecologista para ser ruralista y defender la esencia de la raíz, la tierra.

La urbanidad, con sus muchas cosas buenas, nos llena de obligaciones y comportamientos inútiles que terminan por vaciar nuestras vidas.

Buscar lo sencillo, la humildad del placer de la tierra frente a la frustración que generan las ciudades. La riqueza de la vida simple.

Ruralizar nuestras vidas.