Cuando niño viví en las proximidades de un cementerio y el primero de noviembre era un día de fiesta. El lugar se llenaba de flores y aromas. Florecían los árboles del parque y los cipreses parecían más aún verdes. Acudía al cementerio atraído por el misterio, por la gente, los vendedores y las escenas con una mezcla de curiosidad, temeridad y también alegría.

Las familias se reunían alrededor de las tumbas de sus seres queridos. Algunos lloraban, las mujeres iban vestidas de negro y los preparativos iniciaban con una semana de anticipación. En realidad, en ese entonces, no tenía conciencia de la muerte, no conocía su significado ni implicaciones. Era solo un espectador en un teatro al aire libre, que se llamaba vida y tampoco tenía una tumba que visitar, porque mi familia no era de esa ciudad, que fue el marco y contexto de mi infancia.

La llamaban, en esos años, la ciudad más austral del mundo y estaba llena de historias y relatos. En la playa cerca del muelle, había un pontón abandonado, que tenía el aspecto de un barco fantasma. Los veranos eran breves, los inviernos eternos, las noches oscuras y la presencia inexorable del viento, la convertía en un lugar irreal, donde todo parecía un sueño. Llegaban marineros de lejanas tierras. Exploradores de otros mundos, aventureros sin destino cierto y una vez al mes, se poblaba de ovejeros, que bajaban a la ciudad a gastar de un golpe todo el salario mensual. Era mundo separado del mundo, una península rodeada por el estrecho de Magallanes, que tenía a sus espaldas una montaña vestida de blanco y las pampas desoladas por donde no pasaba el tiempo. Un lugar lleno de narraciones, donde todo era posible, incluso amanecer desnudo y borracho sobre alguna de las miles de tumbas del cementerio.

Paseaba por las avenidas internas del campo santo y trataba de memorizar los nombres de los muertos, su fecha de nacimiento, el día de su muerte; miraba las fotos, las flores e intentaba adivinar como había sido su vida y su tiempo. Muchos eran emigrantes o hijos de emigrantes, que habían abandonado la nave sin saber que se escondía detrás del puerto. Algunos llegaron por el oro que nunca encontraron, otros por la tierra, que los amarró a sus raíces hasta enterrarlos y otros escapaban del hambre y de las guerras, queriendo olvidar su pasado y empezar a vivir nuevamente en una ciudad tan lejos de todo, donde el único monumento era el cementerio, que contaba mausoleos enormes. Algunos de mármol negro, otros de piedras blancas. Uno en forma de pirámide con un nombre escoces, que sabía a whiskey y a duelos con armas cortas, después de una noche sin sueño. Esa era Punta Arena a fines de la década de los 60. Tierra de nadie o de todos y hace tanto tiempo que no regreso, que si lo hiciera no podría evitar el cementerio y esta vez llevaría flores a cada uno de mis incontables muertos.