El largo y sinuoso camino que lleva a tu puerta, nunca desaparecerá. He visto ese camino antes, siempre me lleva aquí, me lleva a tu puerta...

(Paul McCartney)

¿Cuál es, dónde está, cómo se distingue la identidad entre nuestra vida humana y la vida como fenómeno planetario? ¿Dónde podemos, aunque más no sea, intuir el nexo entre la vida que vivimos y la vida que nos vive? Desde un punto de vista lógico no podemos. De hecho, «darnos cuenta» de lo que nos determina nos eliminaría lógicamente del nivel de lo determinado. Como humanos no podemos ver la vida que nos contiene y por eso, la vida se nos vuelve algo ambiguo, entre compuesto y descompuesto. La muerte habla de lo vivo... lo vivo, de lo muerto. El dolor para el placer. El placer para el dolor. Todo se encuentra a sí mismo en su opuesto y complementario. Lo masculino lo es gracias a lo femenino. Lo femenino gracias a lo masculino. Ambos engendran la vida y ambos condenan a muerte. Nadie sobrevive a la vida.

Por esta complejidad extrema, cualquier exégesis de lo vital será siempre una traición a la vastedad esencial y proyectiva del fenómeno: no podemos traducir lo vivo a nuestro universo conceptual, por abstracto que fuera, sin traicionarlo. La vida es poesía. La poesía es vida, y traducirla es traicionarla. Carecemos de su tiempo y de su espacio: en la vida están siempre activos el pasado y el futuro de su evolución desde lo puramente mineral hasta la red de redes de un cerebro; donde decir «yo» es condenarnos a un bucle infinito: el yo que se piensa, se piensa pensando en sí mismo como algo que piensa en el yo que se piensa. Así en un retorno sin final: el viejo paradigma indicial, sin ley ni generalización, que la ciencia detesta.

De esta manera, el problema del yo no reside en que sea algo extremadamente complejo sino en que es algo extremadamente simple: es una entidad lógica de dimensión cero. El paradigma indicial permite ver el pecado original del yo, querer extenderse sobre todo: es un punto sin dimensión que quiere ser red, en una red que ha generado esta situación biológica especial de ser una nada con pretensión de todo.

Nietzsche ya había llamado a esta idea el construir «el mundo de las cosas iguales» por la memoria y la fantasía, hablando de la interrupción del «fluir total» del mundo en términos de cosas. En este anticipo nietzscheano a la Teoría de la Gestalt, lo que el yo percibe es siempre una falsificación. Incluso el propio yo: una igualación de condiciones de existencia a partir de la misma ilusión respecto del entorno.

En una cultura altamente represiva como la Occidental, vemos que el hemisferio cerebral izquierdo tiende a controlar al derecho, donde lo formal del izquierdo inhibe, a través del cuerpo calloso y sus doscientos millones de fibras nerviosas, lo espontáneo del derecho. Si bien la evolución nos dio nuestro tiempo y espacio asignado, del cual no podemos escapar -nuestra ecología-, es en esta «trampa» de coerciones neurales y culturales desde la que tratamos de distinguir esas «vibraciones» o «energías» que intuimos extendiéndose entre galaxias y a través de nuestra piel, y que hacen de la Tierra un planeta vivo y no un planeta «conteniendo» vida.

Tales «sensaciones» de un todo vital y sus fuerzas constructivas, son rechazadas por el ala izquierda del cerebro, pero son muy buscadas por poetas y místicos que abrevan en el ala derecha. En efecto: el arte es un gran recurso en tal sentido, pero es un recurso que solo vale en tanto que arte: no esperemos de él una explicación positiva que aclare algo: «Es imposible hablar de la creación artística con el lenguaje ordinario y racional», explicaba el director de cine Andrei Tarkovski. Y con Escoto Erígena: «solo podemos conocer a través del misterio». En este mismo sentido, la civilización tiende a ceder terreno a la expresión creativa artística solo para no cederlo en lo concerniente a su condición de «civilizado», donde termina teniendo más importancia el curador que el artista y así, la banana de Maurizio Cattelan, pegada con cinta adhesiva, se puede vender a 120 mil dólares. El hemisferio izquierdo cede libertad al derecho, mientras el derecho -con su banana- no jaquee el poder del izquierdo. Ante la búsqueda de verdad y liberación, el hemisferio izquierdo intentará precaver de lo destructivo que toda libertad implica, pero por más que se quisiera mantener virgen a la Virgen bíblica, el nacimiento del Mesías habrá acabado con esa virginidad: de los labios de una Virgen muda, nace el verbo. Verbo que rompe con el silencio de la mudez lógica de no poder decir el todo por ser parte. El Verbo helénico adoptado por los judíos cristianizados era una voz del más allá de nuestra existencia. Aunque paradójicamente, esta mudez es la puerta de escape de la jaula humana del lenguaje y la razón, y en donde nos descubrimos temerosamente refugiados. Reconociendo esta mudez lógica, no tiene sentido buscarle significado a la vida por encima de lo que la vida nos ha dado como herramientas para sobrevivir... Pero por eso es que se apela al arte. El artista pone en marcha el paradigma indicial, poniéndose en el sitial del alguien que «es el que es» -un pequeño Jehová creador- y activa sus componentes religiosos y esotéricos, poniendo al arte en su esfera mágica donde es imposible el «lenguaje ordinario y racional».

Estas fórmulas esotéricas e iniciáticas son la butaca del cine; una galería de arte; un teatro lírico o simplemente un sillón donde apoltronarnos para leer. Es en esas ambientaciones donde reaparece lo mágico y lo ritual arcaico que convoca a la unidad para que se acerque al disociado entre el yo y el entorno. En el rito del arte la vida se reencuentra, pero por detrás: le damos ojos a nuestra nuca, completando el bucle de la vida y regresando, tras un largo y sinuoso camino, más allá del punto de partida. El arte (el mágico, el verdadero) es nuestra llave para escapar a las limitaciones de lo humano y reflejar, aunque sea por un momento, un instante de epifanía biológica a través de una metáfora, una nota o una pincelada. Las artes son formas económicas de perfilar una realidad inaccesible a la consciencia pero que, en el fondo, anhelamos: «Un poema es un alma inaugurando una forma», supo decir el escritor Pierre Jouve. Y es en esa forma donde está presente el nexo imperceptible entre la vida humana y la vida. Esa forma es también el argumento central de lo humano como mito. En otras palabras: en la forma inaugurada por el arte está nuestra naturaleza ideal, el cuento, el mito de la Naturaleza Intocada y del Hombre Ideal por fin reconciliados en su extinción. Porque este Hombre natural e ideal -ficcional- remite a la distancia lógica que existe entre el «yo» de la conciencia y el hambre de plenitud espiritual, al enfrentarse el yo a sus propias limitaciones racionales y lógicas y lo asalta la ansiedad del vacío de esta «forma poética» que lo reclama como metáfora de una tumba vacía; y descubriendo que, en su lógica, no hay nada que pueda vaciarse en ella: la belleza de la lógica no es biológica, sensual, sexual: en ella, uno más uno, da dos.

Esta falta es la que genera la necesidad de «lo intocado» más allá de nuestra realidad. Pero debemos entender que fue la Naturaleza que conocemos la que nos cortó el espacio de salida y es la misma que construyó la jaula con barrotes de ideas preformadas, amuradas a neuronas que nos impiden trascender a nuestra limitación lógico-biológica. No somos víctimas prisioneras de nuestra autoconsciencia sino de nuestra biología.

Mientras tanto, está siempre presente un «más allá»: fuerzas que atraviesan nuestra mente trayendo sensaciones de un orden superior y decantando el eco de una palabra olvidada por la ciencia, la palabra «alma». Esa alma, de ser ente, ¿está viva o está por encima de lo vivo? Y por encima de lo vivo ¿tendríamos que asirnos a un dios por medio de esa aproximación que llamamos alma? ¿Y no será esa divinidad eventual otra forma de la vida? Cuando un organismo vivo se reproduce, reproduce la idea de creación que suele manejar Occidente, nacida de la tradición católica: la creación ex nihilo, un mundo nacido de la nada como si tratáramos con un demiurgo. De hecho, que la aritmética biológica no sea igual a la abstracta, es señal de un demiurgo. En biología, uno más uno es igual a uno, nunca a dos. La unidad de la carne (Génesis 2:24) es el acto indescifrable de un demiurgo del mundo natural. Las explicaciones científicas que se habían aferrado a la Scala Naturae que inaugurara la escalera de Jacob paleo testamentaria (Gén. 28:12) y alcanzó su forma final con Aristóteles, la Escolástica y el más moderno prejuicio evolucionista (que con Darwin culminaba en los ingleses), y todo para justificar nuestra pretendida posición en el último peldaño. Pero el progresivo desacople de las modernas tecnologías respecto de los parámetros ecológicos de sustentabilidad ambiental llevaron a un pensar reticular instalando al Hombre en el entramado: no hay peldaños ni alturas. Todo está sumido en una luz rarefacta que ilumina y desvanece las cosas. Los objetos del Hombre -y el Hombre mismo- se deslíen en la sabia indiferencia del Universo. Para un yo que percibe el totalismo vital a través del arte, crecerá la angustia poética de no poder decir lo absoluto, porque implica la rara noción de no ser, que acarrea el ser vida consciente en las esferas más elevadas del intelecto humano.

Allí donde se alcanza la unidad, la identidad noosférica que se sitúa más allá de toda civilización, cultura o historia. Esa noósfera es la instancia donde se deambula la ternura de lo que somos como especie.

Nos trae a este mundo el amor y nos saca de él un amargo hoyo abierto en la tierra. Solo es parte del largo y sinuoso camino que enseña una sola cosa: que el amor que nos trajo empieza su derrotero de ida en la oscura, implacable y uterina verdad de una tumba.