Nadie que se rebaje a ser lágrima y reproche y que además se crea el dueño del mundo va a terminar bien. Se lo acababa de decir a María Esther, mi amiga e invitada de verano a pasar unos días en la casa de Acapulco. El señoritismo y las actitudes afectadas, siempre me han sacado de mis casillas. Siempre. En eso estamos mientras la cajera del supermercado está pasando los artículos para registrarlos en la cuenta, cuando siento una mirada penetrante. Nadie se resiste a esa sensación. El radar interno se enciende. Miro a un lado y al otro. Lo encuentro. Nada más triste que ver a un hombre tan alto, ajustándose a un asiento que le queda chico, frente a un plato desechable, comiendo en un supermercado.

Se trata de un sujeto de unos cuarenta años, con rasgos exagerados: nariz que pecaba de grande, labios tan finos que parecen inexistentes, ojos en forma de almendra, cafés, casi negros, que no se les notaba acostumbrados a mirar de frente, barba rala, pelo largo que recoge sus chinos en una media cola de caballo. Su imagen pretende hacerlo ver más joven y logra el efecto contrario. Viste una playera color verde limón y unos pantalones cortos de algodón. Está sentado en el área de comida rápida junto a las cajas, despachándose un caldo de pollo. Lo único que no cuadra con su imagen era el aire de embajador o de duque que le daba una expresión a esa cara que miraba al mundo como si nadie mereciera el privilegio de su presencia.

—¿Quién es? —me pregunta María Esther y mira al hombre en su grave mesa de formica, con la cuchara sopera desechable suspendida en el aire, como si fuera un jugador de ajedrez frente al tablero y figurando su próximo movimiento; como si fuera un filósofo a punto de pronunciar la verdad más grande del mundo.

No pude contestarle de inmediato. Los ojos están seguros de lo que ven, los sentidos jamás se equivocan, pero el cerebro se resiste a creer. Sonrío. Asiento, a guisa de saludo. Elevo la mano, con esa lentitud que te da la incredulidad y las pocas ganas de equivocarte. El hombre esquiva el saludo. Respiro con alivio.

—No sé. Creí que era un compañero nuestro de la universidad.

—¿Quién? —pregunta y como para identificarlo, lo busca con la mirada.

—El Ultracañitas.

—¿Quién? No me acuerdo —su mirada verde cayó como una lupa de aumento que busca encontrar algún recuerdo que le evoque la figura de un sujeto enorme que come solo en un supermercado del puerto en vez de hacerlo en la playa.

—El Ultracañitas, ¿cómo es que no te acuerdas de él? Se casó con Irina —me pareció extraño que María Esther no lo recordara si ella pertenecía al rebaño que lo adoraba. Si ella se moría por andar a su lado todo el tiempo. Le gustaban las malas compañías y el Ultracañitas le fascinaba, pero por un extraño pudor, siempre se negó a admitirlo.

—Irina, ¿la Giganta?

—Ella. Y él se autonombró el Ultracañitas porque, según su propia versión, era español y como en España a las cervezas les dicen cañas y era buenísimo para beber sin ponerse borracho…

—Ah, el Ultracañitos —María Ester me interrumpió—, le decíamos así porque fumaba mucho y el aliento le apestaba a coladera. Ya me acordé. No, no creo que sea él. Era millonario, ¿no?

—Eso decía, pero era un gorrón de miedo que nunca quería pagar nada. Jamás traía cigarros, siempre andaba pidiendo, ¿no te acuerdas? Era el típico que, a la hora de las cuentas, siempre huía al baño. Eso sí, se daba vuelos de marqués. Era de un señoritismo irritante.

María Esther lo mira en forma oblicua. El tipo vuelve la cara hacia nosotras con una mezcla de desconcierto. Se le ve como contrariado y de repente parece que tiene prisa y apura su caldo a cucharadas. Se amilana con el escrutinio al que se ve sometido. Súbitamente, pierde todo el aplomo y se ve de más edad. Me doy cuenta de que su playera tiene hoyos y los pies y las manos están sucios, con manchas negras alrededor de las uñas. Como si se pudiera leer lo que estoy pensando, aprieta el puño y joroba la postura. A menudo, la jerarquía se establece en la primera mirada y luego, ya no hay quien la mueva. María Esther lo mira de reojo y luego de frente.

—Híjole, no creo que sea el Ultra. Mira nada más, ojalá que no sea el Ultra. De que se parece, se parece. Pero, no. No creo.

El Ultra era de esas personas que siempre te hacía sentir como candidata al puesto de cocinera o recamarera, en vez de compañera de estudios. Muchos caían en la trampa. Era una fórmula de seducción que le funcionó con algunos: presumía su linaje familiar, hablaba de la alberca de su casa, fanfarroneaba de su saque en el tenis, en fin, mucho ruido y pocos hechos. Nunca vi nada de lo que presumía. Me temo que era el típico farol de escasa potencia. Pero, tenía su estilo. Era de los que habían leído poco, y eso poco que había leído, lo hizo a conciencia y lo explotaba al máximo. Era como un cisne, se deslizaba con elegancia sobre aguas conocidas, pero si lo sacabas de su zona de confort y lo ponías en terreno firme era torpe y lerdo.

Una característica del Ultracañitas era su capacidad para apreciar sus ínfimas cualidades personales y despreciar los logros contantes y sonantes de los demás. Claro que lo que él calificaba como atributos admirables, no siempre lo eran. Presumía de su «españolidad» y su «portuguesidad», aunque jamás hubiera pisado ni España ni Portugal. El primer semestre, muchas cayeron redondas. Salía con ellas y si les causaba buena impresión y le parecían de fiar —si le disparaban todas las cuentas y le hacían las tareas— les seguía concediendo un lugar junto a él. A las rechazadas, un encuentro era suficiente para expulsarlas de su reinado, siempre les quedaba la duda de lo que habrían hecho mal, se preguntaban en qué habían fallado, si se habrían mostrado demasiado interesadas o poco francas o cómo habían metido la pata. También para las aceptadas había un elemento de humillación: para estar con él había que pagar las cuentas y hacer las tareas. Me parece que María Esther estuvo en ambos grupos.

A mí nunca me cayó bien. Me chocaba la pantomima protocolaria a la que sometía a sus cercanos. Me di cuenta de su juego, de que sus cartas estaban marcadas y, en aquellos años, carecía de sentido gastarme el poco dinero que tenía disponible en andarme codeando con un sujetillo que se las daba de ser el «rey de chocolate». A mí siempre me pareció un tipo tosco, umbroso, con un resentimiento hundido como una herida que jamás fuera a cicatrizar. Pero, insisto que tenía su pegue y que muchas cayeron enredadas en las redes de sus cuentos.

—Fue tu novio, ¿no María Esther?

—A veces dices tonterías, niña que son impropias de ti —la voz era inconfundible, parecía que llegaba del pasado sin haberse modificado.

Dile tonto al que no lo es y verás cómo reacciona. La forma en que el Ultracañitas se acercó, la selección de palabras y el tono displicente me cayeron en el centro del ombligo. No me irritó que me dijera que estaba diciendo tonterías, sino la forma en la que lo pronunció, con ese viejo dominio que hacía que perdieras el centro.

—Ahora, si quieres saber mi opinión, eso que mucha gente anuncia cuando su parecer está de sobra y nadie se la ha pedido, creo señoras que están en lo cierto: frente a ustedes el Ultracañitas. ¿Qué hacen aquí, no debieran estar sentadas en algún lugar, con una copa en la mano, en vez de estarse afanando en actividades domésticas?

María Esther lo mira y empieza a balbucear. Ya estoy rechinando los dientes.

—¿Cómo estás? —la pregunta de María Esther suena tan anhelante que me dan ganas de devolver el estómago. Por un lado, su historia me resultaba indiferente, por otro lado, me causaba curiosidad, quería saber a qué se dedicaba, qué traería entre manos y por qué lucía ese aspecto tan lamentable. También sabía que una vez fuera de mi vista, chismearíamos un rato y luego saldría de mi vida, su sombra no tendría cabida en mi radio de interés. Pero me tenía con las mandíbulas trabadas.

—No digo tonterías —reconocí una brisa de rencor al tenerlo tan cerca.

—No, no, tú siempre dices cosas inteligentes. Tú, en cambio nena, siempre eres la bonita —tomó a María Esther por la punta de la barbilla con los dedos mantecosos.

El recuerdo se me vino encima. Era la pasividad de María Esther y esa abulia del Ultra. Me daba rabia ver que ella parecía no recordar y que, en un instante, regresó a no saber vivir de otra manera que poniéndose de tapete, de apantallarse por un exnovio que te vende espejitos y te termina quitando todo: ánimo, autoestima y alegría. Ah, y también dinero. Ese era el Ultracañitas.

—Ay, gracias.

Mi amiga en vez de retirarle la mano se derritió como un helado fuera del congelador, como si los años de lejanía se hubieran quedado en un hoyo y se hubiera reavivado una lealtad depositada inexplicablemente en algún sitio del pasado.

—Ven tantito —la tomó de la mano y ella lo siguió dócilmente.

Me quedé extrañadísima. La cajera me preguntó si seguía registrando los artículos. Asentí, con el ceño fruncido. Antes de terminar de empacar la compra, regresó María Esther, con los ojos llorosos y la mirada perdida.

—¿A dónde fuiste? ¿Qué te dijo?

—Me llevó a su mesa. Me pidió veinte pesos para pagar su cuenta. Me quitó un billete de doscientos. Se dio la media vuelta y se fue.