Una de las experiencias más crueles a las que las personas tenemos acceso, una de esas que ponen al desnudo la fragilidad del alma y nos acerca, si nos descuidamos, a los bordes de la locura, es la incapacidad de cerrar los ojos por la noche. Emil Cioran, quien sufrió de insomnio toda la vida, encontró en este malestar la definición de toda la humanidad. Observó que la capacidad de razonamiento, de pensar en abstracciones y resolver problemas, no es exclusiva del género humano.

Cualquiera que tenga una mascota lo sabe, y la etología se ha encargado de confirmarlo en las últimas tres décadas. Los cuervos hacen herramientas, los pulpos comprenden de mecánica y las abejas no tienen problemas en resolver aritmética sencilla. El humano, apuntó Cioran en sus diarios, es el único animal que no duerme. Y no por elección, sino más bien por una serie de sutilezas y fantasmas, físicos y mentales, que mantienen a la consciencia a carne viva, a merced de la noche, atenta a los aullidos que se escuchan durante las horas de los lobos.

Si la vida interior es un jardín al que se cuida y mima, el insomnio es la plaga que lo corrompe. El insecto negro, la avispa de la noche que hace su morada entre las flores de la mente para alimentarse con el dulce de la cordura. Su aguijón atormenta el único momento en el que olvidamos las groserías de la jornada; los problemas en la oficina, el encuentro con toda clase de indeseables. Sus patas perturban nuestro mundo de anhelos y fantasías, y el zumbido de sus alas nos insinúa la eternidad de los minutos mientras nos revolvemos en la cama. Cuando emprende vuelo y nos deja tranquilos, el sol y los pájaros ya nos esperan al otro lado de la ventana.

Para muchos de quienes sufren la picadura del insecto negro, el consuelo se encuentra en el número de gente con quienes están hermanados. Alrededor de 50 millones de personas en México, 40% de su población, conoce el ácido de este aguijón. Los 4 millones de españoles afectados demuestran el tamaño de su diminuto país, pero sigue siendo un número para considerar. En todo el planeta son legiones quienes no logran rendirse a los encantos del sueño, y cada quien encuentra la forma más adecuada de cargar con esta cruz. Los hay quienes organizan grupos de apoyo, en vivo o en línea, para darse consuelo o sacar un poco de humor a la desgracia. Otros salen a la calle por la madrugada para cansar al cuerpo y la mente, esperanzados en tal vez mitigar un poco el infortunio. Luego están esos otros, más prácticos, que prefieren irse a la cama entre los brazos de la farmacología.

La soledad, emparentada con la desesperación, se impone. Común entre la gente de poco dormir es detallar a sus conocidos las minucias de lo que les ocurre. Padres y madres, hermanos y parejas, tíos y primos de ser posible, todos terminan por identificar quienes son los insomnes de la familia. Los desconocidos también son un buen oído para las quejas, siempre y cuando quieran escucharlas. El insomne busca quien le entienda con la ilusión de encontrar alguien más que comparta su pena. Y qué alegría la que siente al descubrir que este hombre que acaba de conocer en el banco también pasa por una mala racha de sueño, o que aquella mujer en la farmacia tiene una hermana que lo vive incluso peor que él mismo.

La falta de sueño no es cosa de risa. Atrofia la musculatura y nubla el juicio, hace un estrago del sistema inmunológico y opaca todo vestigio de esperanza en la mirada del insomne. Algunas veces, y de extenderse por una temporada, la vida bajo el sol comienza a figurársele a una pesadilla de carne y hueso de la que no es posible despertar. «Life —escribió Thomas Ligotti—, is a nightmare that leaves its mark upon you in order to prove that it is, in fact, real». Luego están las ocasiones en las que el insomnio prolongado toma los matices de una posesión. No es insólito para algunos sentir que la experiencia de sus cuerpos fluye en piloto automático; como si alguien más llevara las operaciones básicas de la locomoción del cuerpo, como si un espectro mucho más soso y cruel tomara control de los procesos cerebrales. Como si el insecto negro inyectara una toxina que hace de su víctima un sofisticado zombi.

Qué fácil es caer en la canaleta de la enfermedad cuando las horas de sueño no nos suman suficientes, y los trastornos emocionales en los que nos sumergimos, si por solo unos minutos, nos llevan de la apatía a la psicosis, pasando por alucinaciones y fantasías paranoicas. En tiempos en los que cunde miedo y preocupación por la salud pública, es extraño que nadie haya querido notar aún la presencia de esta pandemia que, durante años, se ha cocido entre nosotros.

Las plagas del sueño no son nuevas, y los búhos humanos han existido desde la aparición de la humanidad. Tal vez las raíces del insomnio no sean un mero trastorno, sino el vestigio de una herramienta que cumplía alguna función de supervivencia en épocas más salvajes. La noche es un hervidero de depredadores y monstruos, y alguien tiene que cuidar del fuego mientras los demás descansan a su alrededor. No es más que un mero especular sin ninguna pretensión científica, que quede claro, pero es que todo en la mente y en el cuerpo está ahí por alguna razón. Nuestra cultura de almohada, la moderna higiene del sueño, es una invención de relativa juventud. Para nuestros antepasados no siempre fue preferible dormir ocho horas continuas. Ya en tiempos bíblicos, la gente se levantaba a mediados de la noche para ocuparse de alguna tarea o meditación para volver a la cama una o dos horas más tarde. De Nikola Tesla se dice que hacía esto mismo; también de Leonardo da Vinci. También pueden ser simples anécdotas apócrifas.

La naturaleza es una madre que no da regalos sin factura. La cantidad de escritores, artistas, músicos y demás creativos a los que ha picado el insecto negro es suficiente para hacer sentir a cualquier insomne en buena compañía. De nuevo Cioran, en su buhardilla de París, apuntó que uno no es artista sin pagar la cuota. Proust escribió En busca del tiempo perdido durante largas sesiones de insomnio, y Kafka llevó un diario en el que se flagelaba semana tras semana por el escaso dormir. «El sueño es la fraternidad más estúpida del mundo —se quejó un enojado Nabokov—, con las cuotas más pesadas y los rituales más crudos». A Mark Twain le conocieron por los berrinches que hacía al ser incapaz de mantener los ojos cerrados. Parece que, cada noche, hay que olvidarse un poco del mundo físico si no se desea enloquecer.

También es verdad que los regalos de la naturaleza no escasean su compasión. Finalmente, el insomne encuentra el descanso en virtud del puro agotamiento. El insecto negro sale volando por la ventana y se pierde en la noche, lo engullen los mares de la Luna. Milagro de milagros, ocurre que el insomnio desaparece durante meses, incluso años, aunque tiene la mala costumbre de regresar cuando le da la gana y, como una visita que nadie desea, parece tener poca prisa en irse de casa.

No es casualidad que los malestares del sueño se hayan disparado, considerando todo lo que ha ocurrido en el último año. La ansiedad por el futuro, la mala pinta que parece tener, la desgana de amigos y extraños, la soledad del confinamiento y la incertidumbre de las medidas que se relajan, el encierro sin pareja o con una pareja insoportable, el aburrimiento y otras tantas calamidades, han sacado a relucir la condición tan frágil en la que descansa nuestro mundo. No la Tierra, como un macroorganismo, sino el mundo; ese de las reglas cívicas y las relaciones sentimentales, de los empleos y los pasatiempos. Incluso quienes optaron no hacer caso al malestar general no pudieron esconderse del todo. Semanas de perplejidad y mal dormir hacen que uno aprecie las bondades de un descanso sencillo.

En otros tiempos, cuando el insomne era nuevo en aquella ciudad frente al Mediterráneo, recién llegado del otro lado del Atlántico, víctima de los cambios horarios y la expectativa de la aventura, el insecto negro le privó durante meses de un buen sueño. Para compensarlo, acostumbró a salir a caminar por las noches con la esperanza de encontrar reposo en el cansancio. Conoció la ciudad gracias a que la caminó en las horas oscuras, se topó con toda clase de personajes nocturnos que, como él, recurrían al mismo antídoto: trabajadores de Rumania y Polonia, estudiantes de Alemania y Francia, inmigrantes de Ecuador y Guatemala, padres de familia catalanes, hombres y mujeres solitarias de todas partes. Marcados todos por el aguijón del insecto negro, con sus historias y preocupaciones. Cada vez, el insomne volvía a su apartamento cuando el sol se asomaba al fin sobre el mar. Volvía apresurado, casi corriendo, solo para dormir un par de horas de mala reparación, tal vez por culpa de la certidumbre de saber que pasaría por el mismo calvario la noche siguiente. Con los meses, la condición desapareció por si sola, pero no se libró de pasar más noches largas y en vela de vez en cuando. Una vez que se entra a la hermandad del insecto negro, es muy complicado salir de ella.

Tratamientos existen, pero es posible que para muchos de los insomnes la clave no esté en la medicación farmacológica o herbolaria, sino en las libaciones del espíritu. Ahí en las profundidades donde la luz del día no llega y en las que solo la linterna de la introspección es capaz de iluminar. Pues si el insomnio, como creía Cioran, es la marca innegable del alma humana, además del cuidar de nuestro cuerpo tendremos que ocuparnos de mantener limpio nuestro jardín interior.