El 19 de agosto fui por primera vez a un juego de béisbol. Fue en Memphis, Tennessee, una ciudad reconocida en los Estados Unidos por su legado musical —allí surgieron artistas como Jerry Lee Lewis, Elvis Presley, B.B. King, Johnny Cash, Isaac Hayes, entre otros— y no por los resultados deportivos de las escuadras que la representan. El equipo más importante de la ciudad son los Grizzlies, que hacen parte de la NBA y contaron con los hermanos Gasol. Aún así, no quería perder la oportunidad de conocer un campo de béisbol y disfrutar de aquel deporte lejano para mí en las montañas de Colombia, donde la «pelota caliente» no logró conservar un equipo: las Águilas, para la temporada 2010-2011 —estoy seguro que con la migración venezolana actual, el equipo tendría un futuro más promisorio.

Aunque el equipo de Memphis se llama Redbirds, aquella noche se presentaron con el nombre y la indumentaria de los Chicks, como se le conoció a la franquicia desde 1901 hasta 1960. Según pude descubrir, hay todo un esfuerzo por recuperar la historia del béisbol en la ciudad, de ahí que se puedan adquirir uniformes y gorras con los símbolos usados en diferentes momentos del siglo XX. Siento que también tuvo que ver la tendencia del Throwback Thursday, que también trajo viejos precios: una cerveza a $2 dólares y un hotdog a $1. Con la vestimenta que fuese, Memphis se enfrentaba a los Sounds de Nashville por tercera vez en la semana en un juego válido por la Liga Triple A del Este —la categoría Triple A es la que está por debajo de las Ligas Mayores—, donde tiene un margen de 44 victorias y 49 derrotas.

El juego inició a las 7:38 de la noche. Sé que los actos protocolarios incluyeron el himno de los Estados Unidos, porque lo reconocí desde uno de los puntos de venta —a falta de un nombre más preciso— del AutoZone Park donde compré nachos, perros calientes y dos coke. Era una compra obligada porque, para quienes hemos visto juegos desde la comodidad del hogar, entendemos que hay momentos —casi— muertos, momentos perfectos para hablar, comer y beber algo. Además, no faltan las películas que mencionan las salchichas en los estadios. Es entender el espectáculo del béisbol como ir al cine, a una película que te divierta, en la que se puede parpadear o concentrarse en un mordisco sin que te pierdas algo trascendental de la historia. Nada que ver con la concentración extrema que exige —o nos exigimos— en el fútbol, donde un gol puede salir de la jugada más inesperada. Por eso, cada día reafirmo más que el fútbol se acerca más al teatro, pero eso es otro camino.

Antes de cada una de las 7 entradas que presencié, hubo alguna actividad organizada por los patrocinadores del equipo, o que hacía parte de las costumbres estadounidenses del deporte: la air guitar cam, la belly dance cam —nos quedamos esperando la kiss cam con mi esposa— o la entonación de la clásica Take Me Out to the Ball Game. Logramos aparecer en la pantalla gigante por un breve instante, cuando los jugadores de Memphis se reunieron en el centro del campo para hablar con el nuevo lanzador, Jesús Cruz, y retomar el rumbo del juego, que para entonces perdían por dos carreras, pero que ganaron 12 a 11, en un extra inning. No vi el desenlace del juego porque, a diferencia del fútbol o del ciclismo, en el que se tiene un promedio estimado de la duración, un juego de béisbol tarda lo que deba tardar: en este caso fueron 4 horas y 15 minutos. Yo ya estaba camino a mi lugar de estancia a las 11:00 de la noche.

Vi niños correr por una de las pelotas que llegaban a las gradas, escuché al anunciador mencionar a cada uno de los bateadores locales y acompañar su llegada al plato con una canción —a los dos venezolanos de la escuadra, Dennis Ortega y Juan Yepes, les puso dos canciones de reggaeton—, aprendí que en California hay un lugar que desafía y ofende al español: La Puente, celebré los hits de Memphis y quedé con ganas de regresar a otro juego. Trataré de ver todo el partido aquel día, lo prometo.