Una escena de Rara: es de noche y las niñas enviadas a la cama se levantan subrepticiamente para atisbar la reunión social que sus madres tienen con otras invitadas, todas mujeres. Ya en la hora final del encuentro, comparten algún trago y una de ellas rasguea en la guitarra los acordes de la «Macorina», coreada por todas a media voz.

Rara es la película que la directora chilena Pepa San Martín estrenó en 2016 y que obtuvo el Premio del Jurado en el Festival de Berlín ese mismo año. El filme está inspirado en la historia real de la jueza Karen Atala, quien dio una larga batalla judicial de siete años contra el Estado chileno, que llegó hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, para recuperar, en 2010, la tuición de sus tres hijas. El año 2004, la Corte Suprema había fallado a favor de su exesposo que la demandó y reclamó la potestad sobre las niñas porque Karen, asumida como lesbiana, convivía con su pareja.

Chavela, el documental de 2017 de las estadounidenses Catherine Gund y Daresha Kyi sobre la mítica cantante Chavela Vargas, deja una suerte de gusto a poco por la escasa relevancia que le da a «Macorina», no solo su canción más famosa, sino tal vez la más bella de su repertorio, aunque su trascendencia desborda ampliamente las consideraciones exclusivamente musicales para emparentarse simbólicamente con las luchas por la diversidad sexual.

Chavela Vargas, nacida en Costa Rica en 1919 y fallecida en México en 2012, tuvo una prolífica sociedad con el compositor José Alfredo Jiménez y se la considera, sobre todo, una gran intérprete de música ranchera, registro al cual escapa la canción que nos ocupa, más cercana al son cubano y basada en un poema escrito precisamente en Cuba, por un español, que se inspiró en una célebre cortesana habanera.

Alfonso Camín (1890-1982), un asturiano cultor de la poesía antillana que emigró de España a Cuba tras la Guerra Civil, publicó «Macorina» en su libro Carey y nuevos poemas, editado en México en 1945. Chavela Vargas hizo un arreglo donde redujo la letra original de 85 versos a 36, incluyendo el estribillo, y grabó la canción en su álbum Noche Bohemia, de 1961.

Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí
Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí

Tus pies dejaban la estera
Y se escapaba tu saya
Buscando la guardarraya
Que al ver tu talle tan fino
Las cañas azucareras
Se echaban por el camino
Para que tú las molieras
Como si fueses un molino

Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí
Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí

Tus senos carne de anón
Tu boca una bendición
De guanábana madura
Y era tu fina cintura
La misma de aquel danzón

Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí
Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí

Después el amanecer
Que de mis brazos te lleva
Y yo sin saber que hacer
De aquel olor a mujer
A mango y a caña nueva
Con que me llenaste al son
Caliente de aquel danzón

Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí
Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí

El tema, con acompañamiento de dos guitarras y una suave percusión, cobró fama de inmediato, sobre todo en círculos feministas y contestatarios, subyugados por la belleza de sus versos y la voz potente de la intérprete, que ya se daba a conocer por sus contravenciones a las «buenas normas» de la sexualidad.

Eran los años en que la música se envasaba en vinilos y se reproducía en los circuitos informales a través de tocacintas. El escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, avecindado en París y que seguramente participó más de una vez en las discadas de Julio Cortázar (al estilo de Rayuela), contaba que grabó Noche Bohemia en un casete y se cuidó de incluir dos veces seguidas la «Macorina», porque quienes la escuchaban le decían de inmediato: «¡Qué linda, ponla de nuevo!».

La Macorina de la vida real se llamó María Calvo Nodarse, nacida en Pinar del Río en 1892, y de quien se dice que fue la primera mujer cubana en obtener la licencia para conducir automóviles en 1912. Incursiones en viejos archivos del periodismo cubano permiten hoy encontrar en Internet la borrosa reproducción del facsímil del documento y ver imágenes del descapotable rojo marca Hispo-Suiza, que supuestamente manejaba. Al menos así la representó el pintor Cundo Bermúdez en un cuadro bastante naíf.

A María Calvo le decían también «La Aviadora», seguramente en alusión a la gorra de cuero que lucía en su carro para protegerse en los polvorientos caminos, similar a la de los pilotos de aeroplanos. Como sea, «La Aviadora» apareció en 1919 en la novela Las impuras, del escritor Miguel de Carrión. Una obra sobre el comercio sexual de la época, cuya lectura fue prohibida a las jóvenes solteras.

La Aviadora tenía a Don Plácido, al general, a Pendales, a Angelín y a los que la enviaban a buscar de las tres o cuatro casas de citas con las cuales mantenía relaciones de negocios. Tenía un auto, que guiaba ella misma, dos o tres mil duros en el banco, aquel lindo departamento en la Avenida del Golfo y tres criadas… Pertenecía, pues, a la aristocracia del hetairismo habanero, y se le tributaban homenajes y envidia por las infelices que no habían podido llegar a tal altura… (De Carrión, 1919).

«Más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero, suplicantes de amor», declaró María Calvo a la revista Bohemia, que la entrevistó en 1958. Ni el amor ni el dinero le duraron hasta sus últimos días, y falleció en La Habana un 15 de junio de 1977, pobre y modestísima, albergada por una familia amiga, según consigna la escritora cubana Gina Picart, una de sus tantas biógrafas.

Este es un personaje real con una vida de leyenda, a cuyo alrededor se tejieron muchas historias de amantes acaudalados, amores escandalosos y fortunas dilapidadas; una historia donde no faltan militares ni políticos de alcurnia, incluyendo a un presidente cubano; una historia donde se enredan, se contradicen y se confunden las versiones sobre el origen de la Macorina como apodo, dejando así un ingrediente adicional de intriga.

Dicen que el primero que puso el alias a María Calvo fue un joven que había bebido en exceso y que, en su afán de compararla con «La Fornarina», histórica amante del pintor Rafael, gritó en su borrachera: «¡Ahí va la Macorina!». Sin pruebas sólidas, Picart recogió también la versión de una Macorina luchadora independentista. Otros la rescatan como una hermosa curandera que sanaba con tocaciones. De ahí, el estribillo «Ponme la mano aquí, Macorina», presente en el poema de Camín, que a su vez lo habría tomado de un danzón cantado por el sonero mayor, Abelardo Barroso (1905-1972).

Para complicar más el rastreo de los orígenes, el apodo sería ni más ni menos que el anagrama de un insulto: maricona, lo cual a su vez da alas a hipótesis de una María Calvo Nodarse que, en su entorno de cortesana de machos millonarios, dejaba algún espacio para las relaciones sexuales con mujeres. Pero esto es entrar ya en un movedizo terreno de chismografía, que a lo más vendría a reforzar el carácter de himno lésbico de la canción de Chavela Vargas.

El desplazamiento de una sílaba hace una diferencia de significado y también estética. Macorina es una palabra de por sí bella, dotada de una musicalidad propia, que la justifica incluso como un invento, un neologismo de La Habana galante de la primera mitad del siglo pasado, que trasunta sexualidad y dio origen a sensuales figuras literarias, con senos de carne de anón, boca de guanábana madura y una cintura de danzón caliente.

Chavela Vargas no fue la primera mujer que grabó una canción de amor para otra mujer, pero nadie como ella puso tanta pasión al musicalizar una poesía en un canto que sin duda la representó y realizó plenamente como la niña «rara» que escapó de la conservadora sociedad costarricense para adquirir en el México revolucionario y contraventor de Frida Kahlo la doble ciudadanía de mexicana y lesbiana.

Su versión de la «Macorina» en el álbum Noche Bohemia de 1961 fue tal vez su primer pasaporte en esta travesía. En 1994, en un reconocimiento a Alfonso Camín, grabó en Madrid una nueva versión que se abre con la primera estrofa del poema del vate asturiano:

Veinte años y entre palmeras.
Los cuerpos, como banderas.
Noche. Guateque. Danzón.
La orquesta marcaba un son
De selva ardiente y caprina.
El cielo, un gran frenesí.