Cuando moría un Faraón, y luego de que los sacerdotes de Anubis lo untaran con aceites dulces del Nilo y lo envolvieran en vendajes consagrados en los templos, preservados ya sus órganos en los recipientes de arcilla y las barcazas colocadas alrededor del sarcófago, después de que el sepulcro fuera sellado y bendecido, un aspecto de su alma dejaba atrás la carne para adentrarse en el inframundo que se extiende al oeste de Egipto. Después de eso, y solo si su corazón, tras pesarlo en la balanza de la pureza, era liviano como una pluma de avestruz, se le permitía acceso al Aaru. Ahí caminaba entre los dioses y vivía como encarnación cósmica por toda la eternidad.

El Aaru otorgaría al Faraón ciertas ventajas perceptuales. Reino celeste como el de cualquier otra religión, podríamos imaginarlo como un lugar fuera del espacio y el tiempo, por sobre las tres dimensiones a las que estamos acostumbrados. De permitirle los dioses el capricho de asomarse aquí abajo, el Faraón tendría ante sus ojos la historia del universo. Desde su creación a manos del dios Atum, salido de las aguas primordiales del caos, hasta el futuro lejano en el que las estrellas se opacarán.

Le ocurriría, allá arriba, lo mismo que a nosotros nos ocurre cuando observamos la acción en una superficie bidimensional, como una pintura. Desde nuestras tres dimensiones, vemos el arco completo de una narración que toma lugar a lo largo del plano. Para saber lo que ocurrirá o descubrir lo que se oculta detrás de una montaña, solo tenemos que mirar más adelante o más atrás. ¿Qué pasaría si agregamos tiempo? El habitante de un cómic, de poseer un grado de consciencia, jamás sospecharía que la plácida espontaneidad de sus días es tan solo un flujo de eventos predeterminados, esparcidos a lo largo de los paneles y las páginas de su historia. Descubriríamos que el paso del tiempo, para estos seres planos, no es más que una ilusión. Igual como lo descubriría el Faraón sobre nosotros, de asomarse hacia la Tierra desde la ventaja del Aaru.

Esto es solo un ejercicio. Nadie sabe si el futuro está o no predeterminado, y es posible que nadie lo sabrá jamás. Las cuestiones externas al método científico corresponden a disciplinas con instrumentos de diferente calibración; la filosofía, la teología, la historia o la mística. Disciplinas que no responden a la necesidad industrial por el cálculo y la certidumbre y relegadas, para nuestra desdicha, al gabinete de las curiosidades. La ambigüedad ante los misterios no es una virtud que cultiven los institutos de educación, mucho menos los lugares de trabajo, pero nada nos impide continuar debatiendo sobre la existencia del destino.

Parménides y Heráclito lo hicieron, y el consenso sigue siendo el mismo de hace miles de años: la vida está escrita o no lo está. Podemos tomar posturas, incluso argumentarlas con lógica y observaciones, pero hasta que alguien tenga una copia a mano del «gran guion», es imposible afirmar que una u otra es la respuesta correcta. El Faraón, en el Aaru, podría aclararnos todo, pero ¿de qué manera hacerlo llegar a nosotros, si no por un médium en el que nadie va a confiar y del que todos se van a reír?

En días más inocentes, el tiempo era un aspecto de la región. Se entendía según la ciudad o pueblo en la que la persona se encontraba, sometido al capricho de calendarios culturales y el dictamen de las religiones. Debido a la circunferencia del planeta, amanece en Estambul antes que Roma. La idea de un tiempo cósmico y generalizado, una flecha que va del pasado al futuro y recorre el universo entero, como hoy nos parece tan natural creer, fue una construcción matemática de Isaac Newton. Como Parménides, él también se volcó por el determinismo, aunque fundamentado en su propio trabajo en mecánica. De conocerse las variables que definen el comportamiento de todo lo que existe, desde lo microscópico a lo macroscópico, un buen matemático podría calcular las rutas de todos los objetos del universo.

La idea es un artefacto propio de la época. Definió el pensamiento de los siguientes cientos de años, e hizo de la vida un gran sistema de sofisticadas poleas y engranajes. El desarrollo de relojes más precisos, los modelos mecánicos del sistema solar y los autómatas que fascinaban a las cortes de media Europa, hicieron de esta propuesta de Newton el modelo perfecto con el que el filósofo natural del Renacimiento reflexionaba sobre el espacio y el tiempo. No fue sino hasta principios del siglo veinte, cuando se concretaron lo cuántico y lo relativo, que la realidad volvió a ser un lugar mucho más interesante que una mera máquina.

Las ecuaciones de la física no discriminan entre qué dirección toma el tiempo; continúan operando de la misma manera si este va o viene. Solo la segunda ley de la termodinámica se ejecuta bajo un itinerario; ese en el que la intuición nos dice que el tiempo se mueve. Las estrellas se degradan, las máquinas se gastan y los cristales rotos no vuelven a juntarse. La entropía aumenta, pero no se le ve ninguna intención de disminuir. Para algunos, esto es prueba de una única dirección; del pasado concreto y en orden, hacia un porvenir indefinido y en alto grado de desorden. Los hay quienes vinculan esta propiedad de la realidad física con la psicología. Creemos que el pasado existe porque cargamos con una bolsa de recuerdos, pensamos que el futuro no está ahí porque no tenemos memoria consciente de él.

Hoy no tiene sentido hablar de un tiempo que transcurre ecuánime en todas las esquinas del universo. Se sabe que observadores bajo diferentes marcos de referencia lo miden de manera distinta: unos envejecen más lento, otros no tanto. Ocurre entre quienes hacen su hogar en el centro de un valle profundo, o en una cámara presurizada en la Estación Espacial Internacional, pues la gravedad juega su papel en todo esto. También las grandes velocidades, como pasa entre pilotos supersónicos y quienes les observan desde la torre de control, o en partículas cósmicas cuyo ciclo de vida es ínfimo, pero se mantienen estables en un caparazón de eternidad gracias a que viajan por el vacío con la presteza de la luz. Las distancias inconmensurables, a su vez, echan polvo sobre nuestro sentir común del tiempo, pues las estrellas que vemos cada noche son solo un recuerdo de su brillo hace años.

Hay quienes sugieren que esta elasticidad del tiempo afirma el determinismo en el que ponían fe Parménides y Newton, aunque de una manera diferente a como lo imaginaban. Más bien, parecido al paisaje que vería el Faraón al asomarse desde el Aaru, aburrido tal vez de conferir con los dioses y de llevar buena vida en el más allá. Se le presentaría como un escenario en el que pasado, presente y futuro estarían contenidos. Desde la explosión primordial hasta el fin último, cuando la radiación Hawkins termine por evaporar a los agujeros negros, pasando por la formación de las galaxias y los planetas, las eras geológicas y del hielo, el nacimiento de la vida y sus extinciones, el auge y caída de imperios y el instante en el que yo corrijo estas líneas, para que usted pueda leerlas ahora mismo. Cada momento tan real como el que le precede y tan cierto como el que le sigue, existiendo simultáneamente sobre el mismo escenario.

Los filósofos que intuyen veracidad en esta postura la llaman «eternalismo», pero sus simpatizantes entre los físicos la conocen como «universo bloque», en parte para facilitar su visualización. Sugieren imaginar una estructura de cuatro dimensiones parecida a un ladrillo cuya extensión se mide con la edad total del universo. Dentro de este bloque se puede localizar cualquier evento en la historia, siempre y cuando se conozcan las coordenadas espaciales y temporales. Como una película, el tiempo no sería más que nuestra percepción del paso de un instante al otro, unidos en un argumento coherente gracias a los acuerdos tácitos que la mente tiene con la naturaleza fuera de nuestro sistema nervioso. El cambio, la supuesta sencillez con la que fluye la vida, no sería más que una ilusión de movimiento que la consciencia experimenta, pues nada puede cambiar cuando todo ya existe.

Tal vez esta linealidad que nos es tan natural se deba a la manera en la que nuestro cerebro está ensamblado. Si los organismos se moldean por una serie de procesos evolutivos que les permiten mayor grado de supervivencia, puede ser que las condiciones aquí en la Tierra simplemente no sean adecuadas para que la vida prospere a contra reloj. Se podría imaginar, entonces, que en algún otro sitio existen seres que llevan su rutina en dirección contraria. Gente que nace en la tumba y pasa sus primeros años como abuelos consentidos en una casa de reposo, volviéndose cada día fuertes y jóvenes, creciendo en inocencia hasta llegar al último de sus días entre los mimos de la cuna, para que su fuego vital se apague después de un orgasmo. Si hay algo de realidad en el «universo bloque», podría ocurrir que, bajo las condiciones adecuadas, incluso nosotros mismos percibiríamos distintos flujos del tiempo, a pesar de algunos obstáculos que nos impone la biología.

Los estados de ánimo y alternos de consciencia ralentizan o aceleran el cronómetro. Según los niveles de cansancio o relajación, miedo o felicidad, dependiendo de qué tipo de sustancia pase por las venas o las personas con las que nos encontremos, las horas pueden parecer minutos y estos un millón de años. Unos gramos de LSD pueden detener el transcurso del tiempo; un poco de DMT eleva a la mente hasta el Aaru, junto con el Faraón, donde el tiempo ni siquiera existe, y ya desde los días de Mesopotamia se cree que algunas luces del futuro pueden verse en los sueños. John W. Dunne no fue el primero al que le ocurrió, pero si fue pionero al intentar hacer un estudio científico sobre este asunto después de una serie de sueños premonitorios. Su libro Un experimento con el tiempo es un laberinto, un poco rudimentario, pero inspiró a toda una serie de pensadores y escritores, entre ellos Nabokov y Borges.

Hablar de precognición siempre es incómodo, incluso si muchos han tenido momentos de semejante videncia. Por una parte, causa repulsión a nuestro sentido común y al bonito edificio que se ha construido con ayuda del empirismo y la lógica. Por otra parte, a nadie le gusta saber que ya no es el fogonero de su tren. Científicos como Russel Targ, Dean Radin y Rupert Sheldrake han estudiado, catalogado y escrito al respecto, han mostrado números que pasan desapercibidos en publicaciones de respeto y amasado evidencia que sería considerada definitiva si se tratarse de asuntos mucho menos extraordinarios.

La mente, parece, puede de vez en cuando viajar hacia atrás y adelante por el «universo bloque», casi siempre de manera espontánea y solo en estados ajenos a la mera vigilia. Hay quienes apuntan que los recuerdos de quienes dicen haber visto fragmentos borrosos del futuro no son del todo exactos, argumentando así que se trata de una invención. De ser este el caso, hagamos memoria exacta sobre lo que hicimos hoy hace cinco días. ¿Concluiríamos, entonces, que nuestro recuerdo del pasado es una invención?

Nada de esto pretende responder a la incógnita. No hay manera de hacerlo. Si algo pude decirse a favor de esta incertidumbre sobre la existencia o no del destino, es que los mejores actores son los que olvidan que están interpretando un papel. Lo sabremos cuando acabe nuestra puesta en escena, al igual que lo supo el Faraón al asomarse hacia la Tierra desde Aaru. Pues, como piensa Arvid Carlsson, premio Nobel de Medicina, es posible que en el momento en que nos llegue la muerte viviremos estados ajenos al paso del tiempo.