Más de dos semanas ininterrumpidas de manifestaciones populares a lo largo y ancho de Colombia evidencian que la crisis económica, financiera, sanitaria y social provocada por la inoperancia, torpeza y un programa de insultantes privilegios para la oligarquía del presidente Iván Duque, precipitaron el resquebrajamiento del consenso neoliberal y llevaron al baño de sangre con el que el establishment quiso sofocar el estallido social.

El paro que se inició en Colombia el 28 de abril sigue teñido de rabia y hastío, en medio de la recesión económica atizada por la crisis sanitaria de la pandemia de la COVID-19, deficientemente manejada por el gobierno ultraderechista de Duque, una pobreza que escaló al 46 por ciento y un desempleo del 18 por ciento de la población, en un país con altísimas cifras de informalidad.

Para el Comité Nacional de Paro, la reforma tributaria presentada por el gobierno es «un asalto tributario», y en su lugar propuso que «si se eliminaran las exenciones a las empresas y a los grandes empresarios (más de 23 billones de pesos), si se hicieran controles efectivos a la evasión que alcanza 43 billones, así como a los paraísos fiscales, y si no se compraran aviones de guerra por 14 billones, no habría necesidad de esta agresiva reforma contra el país». Estas cantidades son equivalentes a seis mil 440 millones, 12 mil 40 millones y casi cuatro mil millones de dólares.

Los acontecimientos de las últimas semanas han vuelto a desnudar la hipocresía de las derechas. Mientras Duque manda tanquetas y helicópteros contra manifestantes inermes, la derecha de siempre —partidos, medios, organizaciones autodenominadas de la sociedad civil y otros que se autoproclaman paladines de la libertad, la democracia y los derechos humanos cuando se trata de desestabilizar a naciones que defienden su soberanía— permanecían en ominoso silencio.

Se habla mucho de la soberbia de Duque, comenta la escritora Soledad Bonnett. «Estamos, sobre todo, ante un hombre que para poder creerse él mismo su papel decidió adoptar ese aire solemne y ese hieratismo de tótem que le sirven para esconder su inseguridad y su falta de criterio… Porque, y esto es lo más triste, el presidente no pareciera tener sensibilidad social alguna. ¿O se le ha visto conmovido alguna vez, doliéndose de las víctimas de las masacres, de la violencia policial, de los miles de muertos en la pandemia?», añade.

Resultó reveladora la inacción de organizaciones defensoras de las garantías individuales y colectivas afines a Washington, del propio Departamento de Estado y de la principal correa de transmisión de sus intereses en la región, la Organización de Estados Americanos, presidida por Luis Almagro. Tampoco la Alta Comisionada de Naciones Unidas, Michel Bachelet, dio señales de vida.

No habría que sorprenderse: ya vivimos estallidos en Chile y Ecuador contra el neoliberalismo, por ejemplo, y el comportamiento fue el mismo. No hay que olvidar que Colombia es el principal socio de Estados Unidos en la región y cuenta con siete bases militares de ese país en su territorio, además de tropas y cientos de asesores.

También este gobierno defiende el sistema genocida y criminal de capitalismo, que viene haciendo agua en América Latina, pero que su implementación no depende solo de un gobierno sino del sistema de exclusión y marginación de las mayorías que ampara el formato de acumulación por despojo y robo. La solución propuesta es encerrarlos en sus guetos o barrios o matarlos, mediante ejecuciones sumarias.

En Colombia están convergiendo dos hechos inéditos en las dos últimas décadas: la mayor movilización social (tanto rural como urbana) en contra de una política implementada (cuyo último eslabón fue la reforma tributaria regresiva) por los sucesivos gobiernos y el desgaste del «uribismo». Y así, ha quedado develado que la «democracia» colombiana y su mediática estabilidad es un parapeto funcional a su oligarquía.

«La Ley de Solidaridad Sostenible», un desaguisado producto de tecnócratas y que favorecía fundamentalmente a los gremios económicos empresariales (Andi, Fenalco, Sac, Fedegan, es decir, antipopular y nada equitativo), en medio de una grave crisis económica, quedó hecho trizas.

Hay otro hecho significativo: la sangre (y no metafóricamente) vital de estas movilizaciones han sido los jóvenes, que intuyen un futuro negado, pero también se han sumado los campesinos, los indígenas, la negritud, técnicos, profesionales, gremios, sindicatos, barrios periféricos, taxistas, camioneros... para enfrentar al Escuadrón Móvil Antidisturbios, el ejército y la policía, o sea el terrorismo de Estado, que utiliza métodos propios o importados de Israel y Chile.

Pero lo que uno ve en Colombia, parece no ser un hecho episódico: hay momentos históricos en donde los pueblos cansados de opresión acumulada se rebelan y como hace el Viejo Topo, cava, cava hasta que insurge a la superficie…

Importancia estratégica

En Colombia, imperialismo, contrainsurgencia y fascismo, han actuado siempre unidos o mezclados. Subsiste una alianza narcomilitar, con impunidad (casi) garantizada por la Fiscalía, que deja cadáveres de cientos de dirigentes sociales, indígenas, campesinos, mientras siguen las desapariciones y los fusilamientos extrajudiciales. Siete bases estadounidenses se alojan en territorio colombiano, asesores estadounidenses e israelíes adiestran a los asesinos de su pueblo.

Colombia es el único miembro sudamericano de la OTAN, justificado por los enormes intereses neocoloniales económicos y políticos del complejo militar industrial y financiero nacional y global, además de los intereses geoestratégicos con países limítrofes «desafectos a Washington» como Nicaragua y Venezuela.

Hoy Colombia es más importante que su neocolonia de Puerto Rico en la totalidad de los intereses de Washington en la región. Pero el dato nuevo es que el gobierno de Joe Biden, en lugar del «tradicional apoyo irrestricto» al gobierno de Colombia, ha pedido el respeto por los derechos humanos y ha desautorizado los «desmanes» de la fuerza pública, que ellos financian y adiestran que, asociada con el narco paramilitarismo ha reprimido brutalmente —otra vez— y con una violencia aterradora a la actual protesta.

Algunos analistas pecan de optimismo al creer que esta posición desautoriza al expresidente Álvaro Uribe, cabeza de la derecha y del genocidio, —voz de Washington, pero sobre todo del Comando Sur— en su país desde hace dos décadas. Lo que hace el gobierno demócrata estadounidense es evaluar los daños, teniendo en cuenta que para ellos democracia es igual a elecciones (si son amañadas, mejor) y el proceso electoral colombiano ya se está jugando.

Esta «nueva» posición de Washington ha obligado a Duque a abandonar el cómodo Palacio de Nariño para ir, humillado y «clandestino», en horas de la madrugada, a reunirse con sus operadores y agentes represivos, comandados por el general Eduardo Zapateiro, en la ciudad de Cali.

La preocupación del arriba nervioso es que no surge ningún candidato desde la derecha proestadounidense. Y aquellos que crecieron bajo el ala de Uribe y el narcopoder, tienen muy pocas oportunidades de llegar a la casa presidencial, máxime cuando la encuesta realizada por la revista Semana indicaba que el izquierdista Gustavo Petro ganaría en la primera vuelta y cuando todos son conscientes de que le será muy difícil a Duque gobernar los 18 meses que le restan.

En las próximas semanas ya veremos a quién los magos de Washington tocan con su varita mágica para garantizar la continuidad del uribismo. Alberto Pinzón señala que buscan a alguien con suficiente demagogia populista, imagen de progresista, que asista a los cocteles de la embajada y, sobre todo, que prometa continuar la lucha para llevarle la democracia a Venezuela, restaurar sus antiguas instituciones y suprimir definitivamente ese peligro a la seguridad de los EE. UU. que declaró el presidente Obama hace seis años.

Las elecciones se acercan, el temor crece

El 2022 es año de elecciones en Colombia y no hay necesidad de medir la impopularidad del actual gobierno: el termómetro son las calles. No se puede desasociar el actuar militarista de Duque (no solo con el paro) y las frecuentes violaciones a los derechos humanos como una antesala de terror a ese escenario.

Si bien faltan 13 meses para la primera vuelta presidencial de 2022, con tanta rabia acumulada, el izquierdista Gustavo Petro, ganaba —según la encuesta de Semana— sin necesidad de balotaje. Petro mostraba, aún antes del paro, una intención de voto del 38.3 %, muy por encima de sus competidores, incluido Sergio Fajardo, que cayó a 15.9 %. No solo ganaba en las clases populares (39.4 %) y media (37.6 %), sino en los estratos medio-alto y alto, donde alcanza 32.4 %, algo increíble.

Algunos analistas de la prensa hegemónica señalaron que ese susto no le conviene a Petro porque, a la larga, puede hacer que el péndulo que ahora se balancea de su lado regrese al contrario en vísperas de la votación, sobre todo a la vista de lo ocurrido en Ecuador con Andrés Arauz.

Esta encuesta despertó urgencia en el establishment. Y por eso no extrañaron las arremetidas contra el candidato de la izquierda: «Un día los mandas a atacar y al otro día los mandas a abrazar. A los policías y soldados se les respeta y admira todos los días», fue el mensaje del ministro de Defensa Diego Molano.

Petro le respondió: «Desde que firmé la paz, en 1989, jamás, oiga bien, jamás he insinuado que se ataque a un solo miembro de la Fuerza Pública. Usted, en cambio, permite que se asesinen a civiles desarmados. Es usted el que se pone fuera de la ley».

Además de estos mensajes, hay otras comunicaciones que han sido señaladas de favorecer o hasta incitar actos de violencia directamente. Es el caso del tuit del expresidente Álvaro Uribe que fue retirado por la propia red social por «glorificación de la violencia». En la comunicación, Uribe, acusado de genocidio, dijo: «apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico».

Pero este no es el único trino de Uribe que ha sido cuestionado en medio de las manifestaciones. Hace uno días, compartió un video de una camioneta con la bandera del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y aseguró que se trataba de un símbolo del insurgente Ejército de Liberación Nacional (ELN). Los líderes indígenas consideraron el gesto como un acto de estigmatización del que fueron víctimas por parte de la cabeza del partido de gobierno.

Pero quizá baste recordar, como lo hace el pueblo colombiano en las calles, que al menos 6,402 civiles, en su mayoría hombres jóvenes, de bajos recursos, que el gobierno falsamente hizo pasar como guerrilleros, fueron asesinados por la fuerza pública en Colombia, principalmente durante el gobierno de Uribe.

A la serie de ejecuciones extrajudiciales, y cuyo propósito fue mostrar resultados militares a cambio de dinero, medallas, ascensos o días de descanso, se le dio el nombre erróneo de falsos positivos. En jerga bélica «positivo» alude a un contrincante muerto en combate y no al asesinato premeditado de civiles inocentes.

Aunque el inicio de la práctica podría situarse en los años ochenta, en el contexto de la guerra contrainsurgente, el 78% de los crímenes ocurrió entre 2002 y 2008, durante el gobierno de Álvaro Uribe, cuya bandera, la política de Seguridad Democrática, se propuso combatir la amenaza de grupos armados ilegales. El tema ha sido documentado por la prensa, la academia y varios organismos de derechos humanos.

Iván el terrible

Pero no hay que quitarle méritos a Iván «el terrible»: es el único de América Latina y del mundo a quién se le ocurrió subir los impuestos en medio de la crisis social más grande que ha vivido el planeta en un siglo y la peor que ha tenido Colombia en su historia. Duque destinó apenas un 2.8% del PIB a la pandemia (EE. UU. dedicó un 24.8%), y casi la mitad de ese 2.8% no es gasto, sino un seguro de crédito para la banca privada.

Hernando Gómez Buendía, director de Razón Pública, señala que Colombia fue víctima de tres cosas: su tradición de buen deudor y seguidor del Fondo Monetario Internacional; la Constitución de 1991, que se hizo para prohibir que el Banco de la República financie el gasto público, y la ideología o rigidez neoliberal del ministro Carrasquilla, su discípulo Duque, la Junta Directiva del Banco de la República y el equipo de gobierno en su conjunto.

En las últimas dos semanas, Duque perdió dos ministros. A la salida del impresentable ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, autor del proyecto de reforma tributaria que disparó el estallido social y al que ni Uribe quería, se sumó la renuncia de la ministra de Relaciones Exteriores, Claudia Blum, dejando en claro que se trata de una crisis política provocada por la arrogancia e insensibilidad de Duque.

La administración derechista se quedó sin proyecto ni respuestas tras fracasar en su intento de trasladar a las mayorías el costo de mantener los ofensivos privilegios de la oligarquía mediante el aumento y la creación de nuevos impuestos. Ya Duque venía en caída libre, acumulando un 70 por ciento de desaprobación.

Tratando de revertir la caída libre, Duque aseguró el 14 de mayo que «la recesión ha terminado» e indicó que, por primera vez desde la pandemia, Colombia muestra un crecimiento positivo en su economía, 1.1% luego de tres trimestres con cifras negativas. Tardaron muchos días en hacer cuadrar las cifras para mostrar esa mejora que no convenció a nadie.

Solo un gobierno con autismo político puede haber anunciado una reforma tributaria que afecta mayormente a las clases medias y populares, en un país que atraviesa el pico de la tercera ola de la pandemia con uno de los niveles de contagios y muertes más altos del mundo, un incremento de las personas en situación de pobreza extrema y una caída de la economía de casi 7%, dice Ariela Ruiz Caro.

Ese rechazo popular se volcó a las calles, en un país hambriento, desangrado, y los asesores del gobierno creyeron que Duque recuperaría credibilidad llamando a un farsesco diálogo —bien promocionado por los medios— que no incluía la rectificación de las políticas no solo neoliberales, sino también oligárquicas que quizá significaran un enfrentamiento con Uribe, su mentor y mandante.

Asimismo, el senador Iván Cepeda, la organización Temblores y organizaciones de derechos humanos informaron sobre la denuncia instaurada ente la Corte Penal Internacional y las Naciones Unidas por 1,595 casos de agresiones y violaciones de derechos humanos por parte del gobierno en los primeros 16 días de Paro Nacional.

La denuncia acusa como máximos responsables de las violaciones humanitarias al presidente Iván Duque; al ministro de Defensa Diego Molano; al expresidente Álvaro Uribe Vélez; al general del Ejército Eduardo Zapateiro y al director nacional de la Policía, Jorge Luis Vargas.

Mientras, un críptico tuit en la cuenta de Uribe con una supuesta propuesta de acción política prendió la curiosidad y desató un intenso debate acerca del origen de dicha intervención. Textualmente decía: «1) Fortalecer FFAA, debilitadas al igualarlas con terroristas, La Habana y JEP. Y con narrativa para anular su accionar legítimo; 2) Reconocer: Terrorismo más grande de lo imaginado; 3) Acelerar lo social; 4) Resistir Revolución Molecular Disipada: impide normalidad, escala y copa».

Uribe se refería con el último de los términos al concepto repostulado por el neonazi chileno Alexis López, acérrimo defensor del revisionismo del holocausto judío y conferencista en reiteradas ocasiones en la Universidad Militar Nueva Granada, donde se forman algunos de los principales cuadros militares de Colombia.

Uribe es conocedor del poder del mercadeo, del valor de la emocionalidad en la construcción de mecanismos de poder y legitimación. Con la deformación del concepto. alimenta su serie de grandes éxitos que inician con el «castrochavismo» y continúan con otras deformidades tales como aquella de la «ideología de género» o la alargada sombra del Foro de São Paulo, algunos de los argumentos más difundidos para la negativa de apoyo al proceso de paz en el referéndum de 2016.

La teoría ignorante o paranoica de la revolución molecular disipada que puso a circular el uribismo deja de considerar que en Colombia hay una sola fuerza organizada y capaz de ocupar esos centros de poder: el ejército. Y en el caso de Duque, antes que un golpe, tendríamos una militarización completa del país y una violencia de Estado duradera.

La estrategia no es nueva por parte de la derecha: la desinformación se nutre del anonimato en la generación del mensaje y del capital simbólico de la figura que lo difunde. Su único fin es el de crear narrativas paralelas —a través de la apelación a las emociones con la utilización sistemática de la amenaza del terrorismo— y afianzar el pánico colectivo a través de una manipulación consciente de información falsa presentada como veraz.

Para eso cuenta con asesores colombianos, ecuatorianos, estadounidenses, venezolanos e israelíes, además de los medios hegemónicos para difundir la información falsa, no solo colombianos sino también latinoamericanos y globales.

El senador Gustavo Petro, dejó en claro que Uribe, un siniestro personaje y también su entorno —conformado por la más rancia oligarquía y por los más salvajes grupos paramilitares— recurrieron a tácticas transparentemente fascistas para auparse al poder y crear un sólido consenso social alrededor de sus intereses: desde la satanización y criminalización de cualquier forma de disidencia, hasta la invención de amenazas inexistentes para justificar formas extremas de violencia de Estado.

Ahora se habla de la realidad regional. En las regiones y ciudades intermedias, como Cali, es donde más duro se ha sentido el incendio social, descentralizando la protesta, trayendo a la escena a otros liderazgos sociopolíticos, que ponen en peligro la acumulación de capital conseguido en estos 40 años de genocidio y de despojo millonario de víctimas.

Analizar lo que está pasando en Colombia —y en otros países latinoamericanos— obliga a alejarnos de las añejas teorías, porque estamos viviendo un importante recambio generacional, con jóvenes que entendieron que la lucha se da en las calles, no en los escritorios de los políticos o analistas de siempre —que recitan Marx y Gramsci— ni en los medios de comunicación.

Estos jóvenes luchan, se rebelan, resisten, pelean por tener un futuro, mientras los trapos rojos colgados en las ventanas de los caseríos y barrios de toda Colombia, hablan del hambre y el llamado a la solidaridad ciudadana. Es esa nueva generación que convence a sus conciudadanos en las calles, ante el autismo de las autoridades «democráticas». Hoy la izquierda está en las calles. En Colombia y en toda América Lapobre.