En este año del Bicentenario de la Independencia, dedico este artículo a todos mis amigos cartagineses, en cuya ciudad se firmó el acta que nos independizó de España.

Recuerdo que, de niño, uno de los paseos que más disfrutaba eran las visitas a la ciudad de Cartago, que fuera nuestra capital durante la época de la colonia. Quizás por ser el cumiche o urás de la prole de once que éramos, así como muy avenido, me ilusionaba tomar el autobús junto con mi madre Carmen y mi abuela Ramona, para visitar a Blanca Rodríguez Barquero —hermana de mi abuela por vía paterna—, quien residía en el barrio El Carmen. Mis únicas preocupaciones en esos viajes eran el vértigo que he padecido siempre, más el punzante frío que se sentía al pasar por el Alto de Ochomogo. Por fortuna, amorosas y atentas, abuelita y mamá me aliviaban el mareo con inhalaciones de alcanfor cada cierto tiempo, y el frío con un buen abrigo cuando ya nos acercábamos a esas bellas serranías de La Carpintera, que dividen en dos la altiplanicie del Valle Central.

Aunque Blanca era naranjeña, al igual que su esposo Honorio Aguilar Monge, tenían muchos años de vivir en Cartago, en una acogedora casa de madera que aún está en pie, muy cerca de la línea del tren. Yo disfrutaba mucho de esa especie de zoológico urbano, en el que se apretujaban peceras, jaulas con pájaros de hermosos colores y cantos, la percha en que se columpiaba una parlanchina y malhablada lora, perros juguetones y sigilosos gatos. Pero la verdad es que me deleitaba más con el sabroso humor del ocurrente y generoso Honorio —quien, por cierto, era músico de la Banda Municipal— y, sobre todo, con la pulpería que tenía en la esquina de su casa, donde él me permitía hacer lo que quisiera y consumir cuanto se me antojara. ¡Un verdadero paraíso para cualquier niño, y sobre todo para mí, que soñaba con ser pulpero cuando fuera grande!

Otras visitas a Cartago correspondían al infaltable viaje anual, también con mi madre y mi abuela, a una jornada que organizaban en la Iglesia de los Padres Capuchinos, pues mi abuelita era devota franciscana. Debo decir que fue ella, fiel a las enseñanzas de San Francisco de Asís, quien nos inculcó el amor y el respeto por todas las criaturas vivientes, y quizás de ahí surgió mi interés por convertirme en biólogo y no en pulpero. Recuerdo que en esos multitudinarios eventos, que empezaban muy temprano en medio de aquel frío cartaginés casi glacial, se rezaba mucho y se comía ídem, sobre todo rosquillas, bizcochos y panes que —quizás por el hambre que provocaba la maratónica rezadera— siempre hallé exquisitos, insuperables hasta hoy en mi paladar.

Otro de mis vínculos con Cartago, aunque indirecto, fueron las carreras de caballos que se realizaban en el hipódromo de La Sabana. Para entonces mis expectativas habían cambiado, y soñaba con ser veterinario. Como nosotros vivíamos cerca, todos los domingos íbamos a dicho hipódromo, no sin antes recortar el programa de la tarde, que salía publicado en la prensa ese mismo día. Puesto que no teníamos plata para la entrada, y menos aún para apostar, veíamos las carreras desde la cerca, aunque la meta nos quedara lejos y en carreras muy disputadas resultara imposible saber cuál caballo había ganado. Eso sí, para las últimas dos carreras abrían la puerta, y a veces incluso era posible hallar campo en la gradería y… ¡frente a la línea de meta!

En realidad, creo que casi todos los caballos provenían de haras cartaginesas. En los intervalos entre carrera y carrera, mientras la gente hacía filas en las ventanillas de apuestas —a beneficio del Hospital Nacional de Niños—, en el bar y en los pasadizos del predio, así como en los establos que había debajo de la rústica gradería de madera, se armaba la batahola. Era ahí donde se calzaban las apuestas realmente cuantiosas y, en medio de discusiones sobre las posibilidades de triunfo de uno u otro caballo —a veces acaloradas—, había personajes emblemáticos. Al respecto, me resultan indelebles las figuras de varios cartagineses propietarios de equinos, varios de ellos ataviados a lo texano, con sombrero, camisa de cuadros, chaleco, pantalón vaquero y botas de cuero. Recuerdo a los señores Héctor Cruz, Julio Molina, Ruperto Molina, Bartolo Cruz, Carlos Peralta, Sergio Castro y sus hijos Sergio y Arnaldo, Víctor Monge, Álvaro y Asdrúbal Meneses. Y es que aquello era tan democrático que, aunque uno anduviera tan solo de mirón y les preguntara sobre la preparación de sus caballos, ellos gentilmente accedían a contarle todo lo que no fuera secreto para la competencia de esa tarde.

¡Cosas de la vida! Hace unos 35 años, cuando era novio de mi hoy esposa Elsa —cuya abuela paterna, Luisa Loaiza Rojas, era cartaginesa—, varias veces fuimos al hipódromo San Isidro, en Cartago. Ahora sí tenía yo dinero para pagar la entrada y disfrutar del programa completo, así como consumir la deliciosa carne asada que ahí preparaban, acompañada por unas bien frías y amargas cervezas Pilsen, a lo vaquero. Lo interesante fue reencontrarme con algunas de las mismas personas, las más jóvenes, lógicamente, que de adolescente había conocido en La Sabana. En todos sus rostros y cuerpos se notaba la implacable huella del tiempo, pero mantenían invicta su pasión por el hipismo. Por cierto, hoy soy amigo de Alejandro Cruz Molina —hijo de don Héctor—, a quien conocí de muchacho en aquellos tiempos, y que hace unos años fue rector del Instituto Tecnológico de Costa Rica.

Ahora bien, el destino, curioso e impredecible como es, me tenía marcado un vínculo ya no tan volátil o esporádico con Cartago. En efecto, como resultado de mis actividades profesionales en el campo agrícola, y mientras laboraba en la Universidad Nacional (UNA), en Heredia, por unos seis años visité con bastante frecuencia los campos de papa y otras hortalizas, al punto de que llegué a tratar con numerosos y nobles agricultores, así como a familiarizarme con todos los pueblos, villorrios, caminos y atajos que hay en las muy hermosas estribaciones del volcán Irazú.

La verdad es que siempre había soñado con trabajar ahí. Ya antes de partir hacia EE. UU. a cursar mi doctorado en manejo de plagas agrícolas mediante métodos ambientalmente inocuos, desde la UNA habíamos visualizado la posibilidad de emprender un programa para el manejo de la polilla guatemalteca de la papa (Tecia solanivora), mediante su control biológico con varias especies de avispitas parasitoides, que son sus enemigos naturales. Aunque en California se produce papa, por diferentes razones debí trabajar con el gusano bellotero del algodón (Heliothis virescens) en el Valle Imperial, que colinda con la frontera con México. Se trata de una vasta área de desierto, habilitada con riego, donde en verano comúnmente se alcanzan los 43 oC. Tan elevadas temperaturas, sumadas a la alta humedad relativa proveniente del agua usada para irrigar los cultivos, convierten ese entorno algodonero en una auténtica «olla mágica», … y así tenía que soportar entre ocho y nueve horas de trabajo diario, para tomar datos para mi tesis.

Recuerdo que casi al final de mi carrera, cuando debí tomar los temibles y muy pesados exámenes doctorales (qualifying examinations), que consisten en exámenes escritos acerca de cinco distintas disciplinas —cada uno de unas seis horas de duración, y en días consecutivos—, más un examen oral ante un tribunal examinador, en este jurado estaba el Dr. Earl Oatman, quien años atrás había visitado Cartago junto con el Dr. Fred Legner, para buscar parasitoides de la polilla criolla de la papa (Phthorimaea operculella). Cuando a él le correspondió el turno de interrogarme, como culminación de su lista de preguntas, inquirió: «Joven, ¿qué desea hacer como entomólogo agrícola cuando retorne a su país?», a lo cual, sin meditarlo mucho, le respondí: «Dr. Oatman: ya he trabajado mucho en el infierno, y creo que ahora me merezco el cielo». Todos rieron, y de inmediato él, que sabía bien a qué me refería, acotó: «Luko tiene razón. Estar en el volcán Irazú es como alcanzar el cielo».

¡Y no fue cuento! En efecto, al regresar a Costa Rica, escribí un proyecto para el Consejo Nacional para Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT), que fue el que me permitió trabajar en las faldas del volcán. Asimismo, cuando a inicios de 1991 partí de la UNA para laborar en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), unos años después tuve la fortuna de volver a trabajar ahí, cuando la mosca minadora (Liriomyza huidobrensis) causaba verdaderos estragos en varios cultivos. Esta vez ya no viajaba de Heredia al volcán, sino desde Turrialba, con mis pulmones henchidos de ese vivificante aire de montaña, mientras atravesaba los pintorescos poblados de Capellades y Pacayas, para subir hacia Cipreses, Cot, Tierra Blanca, Potrero Cerrado y San Juan de Chicuá. ¿El cielo? ¡Sin duda!

Nótese, entonces, que mi vínculo con Cartago fue rural, pues muy rara vez bajábamos a la cabecera de la provincia homónima. Eso sí, durante los 13 años que residí en Turrialba, la ciudad de Cartago me resultaba insoslayable, pues todas las semanas veníamos a trabajar en campos de agricultores en los cantones de Grecia y Sarchí, en la provincia de Alajuela. A eso se sumaban los viajes al Valle Central con mi esposa y mi hija Darinka, pues cada dos semanas solíamos visitar a nuestras familias, en Heredia y San José. Asimismo, como parte de mis labores profesionales, eran frecuentes los viajes fuera del país, para los cuales algún chofer del CATIE nos traía hasta el aeropuerto, en Alajuela. En síntesis, ¡no hay ciudad en Costa Rica que yo haya atravesado más en mi vida!

Sin embargo, esa travesía no representaba un simple trayecto geográfico, sino un recorrido por la psique, es decir, por el alma o el modo de ser de los cartagineses, en contraste con el de los turrialbeños. Y, si no me lo creen, hagan algo tan sencillo como entrar a una pulpería, una soda o un bar en ambos lugares y conversen con la gente. Al instante se percatarán de que los segundos son más extrovertidos —debido a la fuerte influencia genética y cultural del Caribe—, en tanto que los cartagineses en general se caracterizan por sus actitudes más bien conservadoras y algo puritanas, así como por su talante recatado y comedido. Pero, en esencia, por su bondad.

Las veces que me tocó transitar por Cartago ya de noche, si estaban presentes el frío, la bruma y la pertinaz llovizna que se instala ahí a menudo, me era inevitable pensar en las célebres alusiones a las solitarias noches en esa ciudad, donde cuesta ver un ser humano rondando sus calles. Al respecto, en un programa radial alguna vez escuché decir de manera jocosa que —a falta de vida nocturna— en Cartago a las siete de la noche enrollan las aceras y las guardan. Pero también se dice que, replegada en sus casas, la gente se mantiene al tanto de todo cuanto ocurre afuera, desde esa especie de otero que son las ventanas. En cierto modo, esas costumbres las retrató el amigo Alfonso Chase en un pasaje de su poema Cartago, al expresar que su ciudad natal:

…vive de historias
que ella misma se inventa
y que hemos visto crecer detrás de las cortinas,
donde débiles ancianas
de lenguas móviles, y por ello diminutas,
hacen chismes o dicen oraciones
olvidadas en roídos misales.

Ahora bien, amante de los libros como lo soy, en los últimos años, ya jubilado y residente en Heredia, fungí como representante de la comunidad nacional ante la Editorial Tecnológica, lo que me hacía participar en reuniones una vez al mes. Para evadir la inevitable y molesta congestión vehicular matutina, prefería sacrificar un poco de sueño y estar en Cartago antes de las siete de la mañana. Como llegaba con holgura, me gustaba visitar sitios cercanos para tomar fotos, y casi siempre iba la regia Basílica de Nuestra Señora de los Ángeles, donde hace unos años diéramos el último adiós a los entrañables amigos y colegas Joe Saunders y Erick Vargas Villalobos; aunque soy creyente, no voy a misa porque me parece que los curas hablan mucho y dicen poco, pero me gusta mucho orar a solas, sobre todo por las mañanas.

Pero, además, más o menos en paralelo, durante esos casi cuatro años descubrí otra dimensión de esa ciudad tan llena de historia. Y se trata, justamente, de su rica historia, que había empezado a abrevar en Vida y obra del doctor Clodomiro Picado T., de Manuel Picado Chacón, y que seguí conociendo gracias a las Memorias de Mario Sancho Jiménez, a la voluminosa obra Monografía de Cartago, de Jesús Mata Gamboa, a los deliciosos relatos de Doña Ana de Cortabarría y otras noticias de antaño, de Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno, y a De tusayeguas y majabarros, de Rogelio Coto Monge. ¡Qué cúmulo de remembranzas, brotadas de la mente y la pluma de tan notables intelectuales y escritores cartagineses!

Sin embargo, hubo más, pues mis propias investigaciones también me condujeron por ricas e insospechadas sendas, y fue así como, para la escritura de tres de mis libros, debí sumergirme muy a fondo en la historia de Cartago. Ellos son Turrialba en la mirada de los viajeros y La bandera prusiana ondeó en Angostura, así como Chocano, Costa Rica y el Himno al Árbol (inédito), este último debido a la amistad del poeta peruano José Santos Chocano con el acaudalado Rafael Ángel Troyo Pacheco, brillante y extravagante poeta, cuentista, novelista y músico cartaginés, fallecido durante el devastador terremoto de 1910. Igual me sucedió al preparar el extenso artículo El primer croata en Costa Rica, pues fue en ese entorno geográfico y humano donde se instalaron los primeros croatas que llegaron al país, vale decir, Juan Orlich Sparosich y Nicolás Miguel Ivankovich Trojanovich, así como los hermanos Domingo y Lorenzo Domijan (Domián) Kruzich.

Aparte de escudriñar en abundantes fuentes documentales del Archivo Nacional, así como en incontables diarios de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, para escribir dichos documentos tuve que analizar y reinterpretar datos de personajes, calles, cuadras, edificios y caminos, lo cual enriqueció inmensamente mi conocimiento y mis percepciones de Cartago, que se me volvió más entrañable que nunca. Y eso lo han reforzado dos amigos cartagineses, el filólogo y escritor Sergio Orozco Abarca, que se ha empeñado en explorar algunos filones históricos de su amada ciudad, y el empresario Fraser Pirie Robson, con sus extraordinarios álbumes fotográficos Cartago Station, El tiempo congelado y Nuestra Patria.

Estremecida sin piedad hasta lo más profundo de sus cimientos por el socollón del 4 de mayo de 1910, a aquella metrópoli colonial a la que en 1813 las Cortes de Cádiz le otorgaran el título de «Muy Noble y Leal Ciudad» le arrancaron una gran parte de su bello paisaje urbano, a la vez que le desgarraron el alma, con tantas víctimas del cataclismo. Sin embargo, gracias al empeño y a la tenacidad de sus laboriosas y bonancibles gentes, supo resurgir y hoy, aromada a terruño y a patria por todos sus flancos, intersticios y vericuetos, ahí está, enhiesta y altiva al pie del majestuoso volcán Irazú, como un pilar invencible de nuestra identidad nacional.