En la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar de la Malasia, a pocos centenares de kilómetros de las costas de Borneo.

(E. Salgari, «Sandokán»)

En las primeras lecturas de la infancia —narraciones de Emilio Salgari y Zane Grey— los lugares donde se desenvolvía la trama presentaban confusiones a ese joven lector que comenzaba a internarse en el infinito espacio de los libros. Al describir los verdes parajes en torno a la isla de Mompracem, que está solo en los mapas fantasiosos de Salgari, comenzó la búsqueda de aquella geografía real que los inspiraba, de la que encontraba alusiones: Borneo, Malasia, el sur de la India misteriosa.

En casa había enciclopedias y los Atlas actualizados, para ubicarse en la vasta superficie de la azulada esfera en que vivíamos. Y si los héroes también la habitaban, era preciso conocer esos espacios, no quedarse solo con las palabras que los sugerían; visualizarlos en imágenes gráficas, seguir con la mente despierta las rutas de la imaginación, los derroteros marinos, las sendas, caminos y carreteras que llevaban a las ciudades encantadas, para acompañar el rescate de doncellas prisioneras o para ayudar a los héroes como Sandokán y Tremal Naik y el portugués Yáñez, en sus querellas con los perversos de este mundo, ansioso de libertadores y mesías.

Era grande, entonces, el planeta Tierra, inconmensurable para la capacidad racional del infante que había ya adquirido el vicio impune, desarrollado, hasta hoy, a través de setenta y dos años y quizá algunos meses adicionales de ejercicio. Kilómetros, millas, verstas, leguas —las que fuesen, según nación y cultura—, aquellas mediciones arbitrarias que es preciso traer a lo cotidiano, como cuando se habla de un hombre que mide seis pies; el pie convencional tiene treinta centímetros y está clara su dimensión, si multiplicas seis por treinta, tienes un metro ochenta, algo menos de lo que mide ese padre grandote, cuya calva podría topar el dintel de la puerta; o cuando alargas al máximo la zancada, para que alcance la distancia de un metro y logras medir nueve pasos de la distancia en que patearás el penal decisivo en la cancha de futbolito.

Es más cómodo, ahora, pero menos inquietante, menos misterioso, cuando por medio de la pequeña tableta negra, el anciano que fue niño busca y halla, en la enciclopedia Google —esa que soñaron, pero en papel encuadernado e infinitos volúmenes, Diderot, D’Alembert, Montesquieu, Voltaire, Rousseau—, mapas, referencias y distancias, para unir párrafos, y así entender relatos, descripciones, citas que traducen sucesos, travesías, acciones a campo traviesa puestas en la extensión de un planisferio, porque solo desde la estratósfera podría uno observar e imaginar la esfera con sus trazos continentales y sus océanos amenazantes.

¿Dónde estaba Davos Platz, el sanatorio de Los Alpes donde transcurría La Montaña Mágica? El dedo del adolescente seguía, con el índice sobre la línea férrea dibujada en rojo sobre el mapa, el camino ascendente del estrecho ferrocarril, no sin antes estimar la altitud sobre el nivel del mar, la densidad del aire que aliviaba el padecer de tuberculosos y asmáticos, alentando en los más jóvenes la esperanza. Thomas Mann decía en su magistral novela que la tisis exacerbaba el apetito sexual en los enfermos; otros autores opinaban que esa siniestra enfermedad era el perfecto estímulo de la melancolía perniciosa de los románticos. Así, una mujer pálida, con grandes ojeras trágicas, atraía a los amantes como un panal de inagotables delicias, en el morbo del sexo y de la muerte.

Años más tarde —diez serían— el mapa se tornaba inmenso, había que desplegarlo sobre la mesa del comedor, para seguir los rumbos de La Guerra y la Paz, cuyas rutas, descritas por la pluma de León Tolstoi, se extendían por ese océano terrestre llamado Rusia, rebasando las fronteras —occidentales para los rusos—, derramando sus hordas uniformadas, en la forma demencial de marea bélica, sobre la Europa del Este, Polonia, Bulgaria, Rumania, Hungría. El lector, algo más maduro (¿maduran alguna vez los lectores?), solía perderse con los nombres, topónimos y otras denominaciones de lugar, traducidos defectuosamente e inhallables en el mapa.

Su madre le aconsejaba:

—Hijo, si es ficción, no importa la geografía; para eso está tu imaginación y las figuras, lugares y rostros que ella hace brotar de las palabras.

No, no era suficiente. El lugar físico es el asiento de la narración, su casa, su ámbito, sus precisas habitaciones.

—Puedes desembocar en la locura de Alonso Quijano, al procurar que la realidad no exista sino en los trazos espaciales de la fantasía.

En las páginas de Dostoievski, podía uno confundir San Petersburgo con Moscú, distantes 700 km una de otra. Eran necesarios los mapas y el número de habitantes de ambas ciudades y la conformación de sus barrios. Y los ríos, el impresionante Volga y el menor Moscova. En Memorias de la Casa Muerta viajamos al infierno helado de Siberia; el mapa se tornaba en interminable calvario hacia el noreste. Diez años después de la muerte de Fiodor Mijáilovich, comenzaría la construcción de la línea ferroviaria más extensa del mundo (1891), con sus 9,288 km, que une Moscú con Vladivostok, puerto remoto donde convergen los puntos cardinales del Este y el Oeste. El lector, asomado a los cuarenta, sueña con ese viaje que jamás realizará y con los mapas que llenará de señales y anotaciones para escribir una crónica abigarrada y deslumbrante.

En las lecturas de El Mundo es Ancho y Ajeno, y de Los Ríos Profundos, Canaima, Doña Bárbara, La Vorágine, los mapas de esa América del Sur, serrana y tropical, de ríos como mares, serán ineficaces, porque los lugares se extravían, al igual que sus personajes algo difusos, pues en las serranías, donde domina el cóndor las rutas del cielo, un par de casas pueden ser un poblado, con su toponimia o su epónimo artificioso, más arriba de cinco mil metros, donde las palabras se pronuncian con lentitud, para evitar que se sofoquen en ese aire escaso que mueve la glotis.

—Entonces, ¿son más asequibles los libros que se escriben sobre pequeños territorios, como Irlanda, o Galicia, por ejemplo?

—¿Quién le dijo a usted que Galicia es pequeña?

—Bueno, aquí la Wikipedia señala 29,575 km cuadrados de superficie. Irlanda tiene 70,243 km cuadrados.

—Craso error es volver esto una burda comparación aritmética. Irlanda es gigantesca; lea usted el Diario Irlandés, del Premio Nobel 1972 (al año siguiente de Neruda), Heinrich Böll, o Canta Irlanda, del español Javier Reverte, y verá que su geografía tiene comienzo, pero no final… Y si lo duda, James Joyce no terminó de recorrer Dublín en las mil quinientas páginas de Ulises, aunque en un día de junio intentó completar toda la travesía del héroe de Homero, el bloomsday.

—Galicia es menos de la mitad de Irlanda.

—¿Y qué? Sépalo de una vez, Galicia tiene, en su territorio, más del cincuenta por ciento de todos los nombres de lugares de España; amén de trescientos trece concellos (municipios) y más de diez mil pueblos o aldeas y casales sin cuento. Recórralos usted y le faltarán vidas para ello, aunque no va a necesitar mapas cuando la vaya descubriendo, menos para entender y saborear sus topónimos en el idioma entrañable, en esa «lengua de las mariposas» que aún conjugan campesinos y marineros.

—Bueno, cálmese… Parece que le he tocado una fibra extra geográfica. Recomiéndeme uno o dos libros, para entrar en sus espacios.

—Lea la Guía de Galicia, de Ramón Otero Pedrayo; aunque publicada en 1926, sigue vigente… Y si quiere penetrar la Galicia profunda, la del Caurel, lea Terra Brava, de Ánxel Fole.

—Aconséjeme algo más actual.

—Sí, por supuesto, disfrute No corazón de Galicia: Viaxe polas terras de Chantada e A Ulloa, de Xulio López Valcárcel.

—Por el título, parece estar escrito en gallego.

—Ya lo creo, es el mejor idioma para entender la geografía de las palabras.