Fernanda Melchor es una de mis escritoras favoritas. Finalista del Premio International Booker, es una pluma capaz de transportar las calles más oscuras, más sucias, más violentas, a un libro.

Contrario a lo que me ha sucedido en el pasado, es una de mis escritoras predilectas, no porque tenga la capacidad de embelesarme y hacerme sentir amor, o que me produzca placer leerla. No, cada vez que tomo un libro de esta autora veracruzana me siento como a punto de soportar una arcada, como aguantando la respiración, con la sensación que viene cuando el alcohol te golpea con fuerza y sabes que necesitas escupir todo lo que ha pasado por tu garganta. Su más reciente obra, Páradais (Literatura Random House), me hizo reencontrarme con esta sensación de infinita incomodidad.

La historia nos habla de dos personajes cuyas vidas transcurren en el mismo conjunto residencial: Franco Andrade y Polo. El primero es un adolescente gordo que roba dinero a sus abuelos para poder comprar alcohol y cigarros, conseguidos por el segundo, Polo, el jardinero que, hastiado de vivir con su madre y de su pobreza, está desesperado por salir de Páradais. La embriaguez que envuelve sus charlas, junto con los comentarios de Franco respecto a cómo, seguramente, se cogerá a su guapísima vecina, se convierten en un fuerte sinsentido para Polo, quien solo piensa en su primo, desaparecido, a quien probablemente nunca volverá a ver.

El ambiente que envuelve a la historia es de hipocresía, de personajes que, más que vivir, sobreviven en el ambiente de «la buena vida»: es como mirar una «sociedad real» y otra, marginal, reflejándose en el agua de la piscina del exclusivo residencial; de personajes que están ahí, pero son apenas visibles, están diluidos, sus vidas escapándose en el alcohol que les permite continuar, que los ayuda a escapar.

Fernanda Melchor escupe todo lo que la sociedad mexicana ha vomitado durante años: habla lo marginal, la nota a pie de página de una de las sociedades más clasistas que existen. Dota de oralidad a un estrato social que no tiene voz, sin dulcificar ni dosificar: no se trata de justificar, sino de abrir la cortina y mostrar lo que está sucediendo. Tal vez de ahí lo escalofriante: esto no es ficción. Los personajes se mueven en algún lugar de México con otros nombres, con otras adicciones, ligados a otros narcotraficantes.

La literatura de la violencia es la narración que México susurra de fondo cada día. Es algo que ya vimos en las obras anteriores de Melchor, Temporada de huracanes y Aquí no es Miami, una novela y una compilación de historias que disecan por un segundo el transcurrir de personajes cargados de problemas y nos permiten acercarnos e interactuar con ellos; nos pone cara a cara con una vida que es la de ellos y la de millones de mexicanos.

La gente se cuestiona si la literatura sirve de algo. La gente se cuestiona si la literatura tiene alguna clase de poder. Fernanda Melchor me hace creer, como nunca, que sí, que la literatura es un retrato de lo que carga una sociedad y es importante ser capaces de atrapar esta realidad y reflejarla, para que un día el agua del residencial deje de temblar y esos personajes diluidos por fin puedan salir del agua que los está ahogando.