La pandemia ha forzado a muchos estadounidenses a dificultades incalculables, y decenas de millones de familias ahora informan que no tienen suficiente para comer y millones más sin trabajo debido a despidos y encierros.

Los más ricos de Estados Unidos, por otro lado, tuvieron un año muy diferente: los multimillonarios como clase han añadido alrededor de 1 billón de dólares a su patrimonio neto total desde que comenzó la pandemia. Y aproximadamente una quinta parte de ese acarreo fluyó en los bolsillos de solo dos hombres: Jeff Bezos, director ejecutivo de Amazon (y propietario de The Washington Post), y Elon Musk de Tesla y SpaceX fama.

Musk ha quintuplicado su patrimonio neto desde enero, según estimaciones hechas por Bloomberg, añadiendo $132 mil millones a su riqueza y saltándolo al puesto no. 2 entre los más ricos del mundo con una fortuna de alrededor de $159 mil millones. La riqueza de Bezos ha crecido en aproximadamente 70 mil millones de dólares en el mismo período, poniendo su estimación neta en aproximadamente 186 mil millones de dólares a medida que el año llegó a su fin.

(Christopher Ingraham, The Washington Post, 1 de enero de 2021 a las 5:00 a.m. CST)

La única manera de acabar con el depredador sistema capitalista es acabar con la propiedad privada, antes de que ella acabe con nosotros. ¿O es que el «El Gran Reinicio» (el «Reset the System» de Klaus M. Schwab) que fue lema del último Foro de Davos en enero de 2021 se ve realmente como otra alternativa? Los famosos ciclos de Kondratieff y de Kuznets, por la paradójica circunstancia de sobreproducción de bienes y estancamiento del consumo, parecieran fenómenos «naturales» que tienen un alcance solo parcial y son por sí mismos superados. Pero muchos no nos referimos a esas «malas rachas» que van y vienen, sin más. Nosotros hablamos de las crisis mayores, inéditas, ahora agravadas por la pandemia, que bien pudieran culminar en «crisis terminales» del capitalismo global, si es que en el mejor de los casos no terminan ya con la existencia humana. Cada vez más y con el mayor peso y autoridad intelectual y política (Chomsky, Boaventura), hay quienes se preguntan cuándo y cómo la inmensa mayoría de los ciudadanos excluidos del mundo se decidirán a actuar, en conspiraciones espontáneas o mediante decisiones colectivas deliberadas, intencionales, destinadas a acabar con el capitalismo en su razón de ser y en su origen, desde la raíz, lo que significa terminar de una vez por todas con la propiedad privada («El más real y maldito de todos los derechos», decía Cesare Beccaria).

Si para algo sirve la ciencia es para superar catástrofes que estaría en nuestras manos anticipar y resolver. Pero la economía no es del todo una ciencia. Por ello recurrimos a las artes de la política, o mejor, a la combinación de ambas: la economía política. Pues bien, en el caso de que la hipótesis fuera correcta: «acabar con la propiedad privada para acabar con el capitalismo», ¿cómo llegar a una decisión colectiva de tal magnitud? He ahí la complejidad del problema.

De Carlos Marx a Thomas Piketty hay un largo trecho, no solo temporal (casi dos siglos) sino sustantivo. Este último propone cambios progresivos, modificando leyes hereditarias e impositivas. El otro busca un cambio revolucionario, radical: acabar con la propiedad privada, de una vez y para siempre. Aunque apuntan a un mismo objetivo, la distancia entre ambos pareciera insalvable, y es que hasta el siglo pasado esa disyuntiva se formulaba como si se tratara simplemente de «optar» entre reforma o revolución. Mientras tanto, como ahora sabemos, nada pudo detener el desarrollo del capitalismo hasta llegar a los extremos de polarización que hoy conocemos.

En un supuesto ideal de que todos o casi todos los ciudadanos del mundo más o menos consientes y autoconscientes coincidiríamos en que la «lógica de los tres grandes actores, las corporaciones, el Estado y los ciudadanos, requiere del crecimiento económico y conduce a la insostenibilidad» y por tanto «el capitalismo no es sostenible y la ciencia no puede solucionarlo» (Kenneth Gould, Ernest García), la pregunta que se impone es ¿por qué razón o cuál es la verdadera causa de que no podamos detener este proceso evidentemente suicida que tiende a acelerar la autodestrucción del género humano y, de algún modo, de la vida en este planeta?

Lo intuimos, lo sabemos. Unos cuantos deciden, en una inercia aparentemente incontenible, el destino de todos. Lo vemos en Davos, lo escuchamos en voces de nuevos pensamientos pragmáticos sobre la “inteligencia artificial” o el «individualismo» feroz y «consumista», como los del israelita Harari o el surcoreano Byung-Chul Han. Aún antes que ellos, con una potencia mucho mayor, Heidegger ha dicho que frente a la enajenación de la técnica «solo un Dios podría salvarnos».

Quienes impulsan el llamado Nuevo Orden Mundial (NOM), líderes de la economía y la política (Kissinger, Rockefeller, Bill Gates, Bezos, Soros, et al) aunque aparezcan como grandes «benefactores», no anteponen sentimientos personales o humanitarios al pasar revista a los grandes problemas de nuestro tiempo. Su sentido pragmático del poder los mantiene al margen de ideologías y especulaciones teóricas. Saben lo que tienen y lo que quieren, y si algo los hace coincidir en una «visión del mundo» común y compartida es la preservación y el ejercicio de un «poder» hegemónico, del que se reconocen como dueños absolutos e incontestables.

Esta «gente de poder», que se reúne en Davos y en Bilderberg cada uno o dos años para discutir las estructuras y tendencias de los poderes reales, y los obstáculos y las resistencias a las que se enfrentan, se ubica en un estatus de privilegios que los coloca por encima de Estados, gobiernos y fronteras. Ellos se saben y son, literalmente, los «dueños del mundo». Diez son las corporaciones más grandes y diez los más ricos propietarios del orbe. Entre unas y otros —la mayor parte norteamericanas— combinadas con los circuitos financieros concentran la casi totalidad del ingreso global de Occidente: Amazon, Black Rock, Apple, Microsoft, Standard Oil, General Motors, entre otras, directa o indirectamente a través de acciones, bonos y otros títulos de propiedad, están en manos de antiguas y nuevas familias de propietarios como los Rothschild, los Rockefeller, los Bouffet, los Gates, etc. ¿Y cuáles son o pueden ser los límites de esa concentración global de propiedad privada? ¿Qué mundo y que futuro está visualizando esa «gente»?

La «filosofía» de los «propietarios» del mundo no parece plantarse en términos metafísicos u ontológicos, ni tampoco de ética o moral política. El crudo empirismo y la facticidad rigen sus decisiones, y las condenas fideístas o religiosas (Fratelli Tuti, del papa Francisco) no alcanzan a perturbar sus sueños. Pero si uno piensa en lo que sí podría inquietarlos ¿no tendría que ver precisamente con su estatus de grandes propietarios? ¿Cuántos de ellos perecerían en el acto ante la real alternativa de un asalto radical y confiscatorio de sus fortunas: «el dinero o la vida»? Allí pareciera estar, más bien, el núcleo de la cuestión. La propiedad, en tanto que extrema concentración o posesión legal y legitimada de bienes y servicios ¿no es acaso el verdadero poder? Propiedad es poder y poder es propiedad.

Aunque no es del todo seguro que más allá de la ciencia y la tecnología lo que puede dar mayor sentido a nuestras percepciones y preocupaciones de hoy es el arte de la política, parece mucho más claro y razonable pensar que es por esa vía que podemos ir a la raíz del problema. ¿Y cuál puede ser esa raíz si no es la que subyace en el fondo de todo poder: la legalidad generalizada en las constituciones y en el Derecho Internacional de la propiedad privada, en toda la tradición jurídica occidental, de cuantos bienes y servicios podamos tener y acumular en este mundo?

Pues sí, lo mismo en el ámbito de la filosofía y la ética que de la economía y la política el tema es la propiedad y el poder. Más exactamente la propiedad privada, individual o colectiva, de bienes materiales y servicios que el más crudo asalto del poder ha puesto en manos de unos cuantos. Aun sabiendo que el capitalismo nos lleva a la destrucción, y en su base absoluta y fundamental está la propiedad privada, no llegamos a formularnos la siguiente pregunta, más que obvia: ¿qué esperamos para expropiar ya, en toda circunstancia, en cualquier Estado o régimen político, los bienes materiales e intelectuales de todo tipo que constituyen la propiedad privada? Ir directo al asunto, aunque parezca una simplificación excesiva, es echar abajo el régimen de propiedad privada en todo el mundo, ahora, ya, antes de que sea demasiado tarde. Claro, la pregunta siguiente y lógica es cómo y por quién se va a gestionar esa masa de propiedades expropiadas. ¿Por los trabajadores, los ciudadanos, el Estado, las tecnocracias, los votantes organizados en gobiernos democráticos?

En una reunión del FSM (enero, 2021) dedicada a Ciencia, Sociedad y Medio Ambiente que reunió a investigadores y profesores universitarios de España, Estados Unidos, Argentina, Marruecos, Congo, etc., a la pregunta: ¿es el capitalismo sostenible?, «no» fue la respuesta de consenso. Hay quienes con una buena dosis de ingenuidad proponen que un grupo de premios Nobel haga el diagnóstico y el mejor pronóstico sobre alternativas viables al embrollo terrible en el que estamos. Pero ¿no sería más viable y eficaz impulsar desde las fábricas, las oficinas, las aulas, la calle, la demanda concreta y perentoria a nuestros gobiernos, en todo el mundo, de que procedan a expropiar de inmediato toda propiedad privada de medios de producción, de mercados y de fuentes de financiamiento? Ante sombrías voces proféticas como la de Bill Gates afirmando que «mucho peor que la pandemia será la creciente crisis ecológica» uno se pregunta ¿Por qué no actuamos, qué esperamos, por qué no nos atrevemos a hacerlo? ¿O es que todos los gobiernos recurrirían a la última ratio que es la fuerza militar y policiaca para detener un proceso de insurrección global?

Una primera consideración tiene que ver con el hecho de que las clases y sectores privilegiados, altos y medios, verían de inmediato amenazadas sus posiciones y posesiones. Y son ellos las correas de transmisión de los poderes mayores que controlan a corporaciones, Estados y ciudadanos, los que han concentrado el ingreso mundial hasta en un 1%. Otra consideración tendría que ver con las ideologías, la comunicación y las tecnologías en manos de las derechas mundiales, ciegas y reticentes al cambio. Una más se refiere a la incipiente organización política de movimientos sociales y organizaciones civiles que, a pesar de todo, conforman las líneas de resistencia frente a la explotación, la exclusión y la tremenda desigualdad que incrementa el número de lo que algunos llaman ahora las «masas inútiles».

Si uno se toma el tiempo para reunir algunos datos significativos (declaraciones, entrevistas, textos) podría verse sorprendido por la candorosa claridad con la que «grandes personalidades» y líderes de opinión mundiales exponen ideas y posiciones en temas relevantes. Desde luego, las fuentes deberían ser verificadas, ya que circulan sin suficientes referencias de autenticidad y origen y, no obstante, en buena y honesta lógica es evidente que, en efecto, bien corresponden al pensamiento y las posiciones de sus autores. Por ejemplo, Bill Gates dice: «Tenemos sobrepoblación. El mundo tiene 6.8 mil millones. Eso se dirige a unos 9 mil millones». Por lo cual, asegura Ted Turner: «Necesitamos reducir la población a 2 mil millones». Kissinger consideraría que «Sí. Mucha gente va a morir cuando se establezca el Nuevo Orden Mundial (NOM), pero será un mundo mejor para los que sobrevivan». Por su parte Rockefeller afirma que «Estamos al borde de una transformación global. Todo lo que necesitamos es una gran crisis y las naciones aceptarán el Nuevo Orden Mundial». ¿Qué crisis, cabe preguntar, en qué crisis se estará pensando, promoviendo o de plano provocando e impulsando? ¿Tendrá esto algo que ver con la pandemia del coronavirus?

La democracia liberal es un mito procreado y mantenido por el capitalismo desde su aparición. Pero es también, si bien limitada, una realidad diversa y actual. No hay que ir a los clásicos para comprobar ahora que en el capitalismo no hay ni puede haber democracia ni respeto a la llamada «dignidad» de «toda» persona humana. Si la organización productiva de la empresa privada es por definición vertical, excluyente y desigual, cómo podría dejar de serlo mientras la propiedad privada siga siendo su piedra angular y su fundamento. Acabamos con la propiedad privada o ella acabará con nosotros. Y esto nada tiene que ver con catastrofismos y apocalipsismos. Si ponemos la propiedad privada en manos de ciudadanos del común, más y menos organizados, de gobiernos mínimamente legítimos y de Estados socialmente representativos ¿cabe o no suponer que las decisiones y políticas públicas tendrán que ir por caminos razonablemente democráticos? El terror a la anarquía y al caos está arriba, no abajo. La violencia social y las guerras se promueven y controlan desde arriba, no desde abajo.

Echar abajo la propiedad privada, sustituirla progresivamente por la propiedad pública, colectiva, y ponerla en manos de los entes sociales organizados; es esa acción concreta, no ilusoria, la manera de empoderar a los ciudadanos. Recordemos una vez más que si la propiedad es el poder y el poder es la propiedad, esta debe quedar en manos de quienes la producen, la intercambian y la consumen: los campesinos, los trabajadores, los técnicos y profesionales asalariados, los ciudadanos comunes. ¿Es tiempo todavía, es aún posible avanzar en esta dirección antes de que se imponga con sus presuntos proyectos de exterminio el llamado Nuevo Orden Mundial (NOM)? Está por verse, si no se interrumpe antes la vida humana y la vida misma de nuestro planeta.

Uno de los terrores presentes y futuros de los de arriba es que los de abajo son ya, somos muchos, demasiados. Detener el crecimiento demográfico, con pandemias o por otros medios, pero hacerlo ya. Es esa la consigna implícita o explícita de los muy pocos y muy poderosos propietarios privados. No perderlos de vista. Acabar con el capitalismo es acabar con el capital. Acabar con el capital es acabar con el capitalista; es decir con la propiedad privada del capital. Acabar con la propiedad privada es acabar con el riesgo mayor de acabar por nuestra inconsciencia y enajenación con el único mundo que hasta ahora podemos habitar. ¿Estaremos a tiempo todavía? ¡¡Hagámoslo ya!!