Impulsados por las fuerzas del amor, los fragmentos del mundo se buscan entre sí para que surja el universo.

(Pierre Teilhard de Chardin)

Dicen que las partículas nacieron a partir de una terrible explosión, acaecida en una singularidad original. Se sospecha que el causante de la explosión es un tal ser único, también conocido con el alias de «el Uno», que quería usar su imaginación para expresar el amor que es su esencia.

Cuentan que los primeros vuelos de esas partículas ínfimas con nombres de cuento; cuarks, fermiones, leptones etc., fueron de un aspaviento vertiginoso y oscuro, manando de ese vientre universal, imaginario. Conjeturan los cosmólogos que las primeras partículas bailaron y bailaron, con ritmos alocados, chocando entre sí, haciendo toda clase de piruetas, hasta que algunas se cansaron y se condensaron calmadas, en casas-átomo y se juntaron en mundos nuevos, conglomerándose para enfriarse.

Otras hicieron fogatas en soles, para mantener su calor. Y así nació la luz, como pirotecnia en noches sin luna, y los átomos se vieron los unos a los otros, y se gustaron. Entonces copularon y se acoplaron de por vida en arreglos moleculares que dieron lugar a diferentes elementos y formas.

Y continuaron arreglándose y aparejándose, explorando cada posibilidad de ser, cada color y sabor, cada relación. Se ensamblaron en toda clase de arreglos posibles, formando células, órganos, vegetación, y animales, evolucionando hasta llegar a ser personas, que a su vez generaron pensamientos, guerras, amores y recuerdos, de todos los tipos y en todas las zonas de tiempo.

A causa del ímpetu inicial de la existencia, de esa explosión caprichosa para expresar el amor, todos los movimientos, momentos y acontecimientos del universo y nuestras vidas, son absolutamente sagrados y cuidadosamente prediseñados. Sin embargo, hemos de pretender (para propósitos del juego de búsqueda y encuentro) que estamos a cargo de nuestros destinos. Que somos los causantes, las víctimas, los apoderados, los benditos, los satisfechos, los olvidados.

Pero, realmente, cada salto cuántico de las nubes electrónicas circundantes, cada duda, cada certidumbre, cada instante; cada sonrisa o ceño fruncido, cada consejo amoroso, o insulto nacido en los miedos tenebrosos de la ignorancia que nos mantiene distantes, todo viene del mismo lugar sagrado de calma. Sí, nuestros egos simpáticos, se expresan claramente, actuando cada uno como puede su tristeza y alegría de alma, su pretendida profundidad, su dolor, y la vanidad de nuestras mentes.

Se manifiestan todos los juegos posibles de miseria, esplendor y gloria, hasta el cierre de la obra. Cuando el aplauso final y los gritos de bravo inundan el teatro, todos nos postramos ante los otros en admiración, reconociendo para siempre nuestra inseparable unión, convergiendo en un único abrazo. Entonces todas las deudas y haberes se cancelan en la nada, y los males y los bienes se convierten en un solo trazo del único autor y actor de una hermosa obra imaginada.

Pero, hasta ese momento, debemos que seguir pretendiendo la separación, si no echamos a perder la trama y la inocencia de esta obra única, dirigida y actuada por la existencia. Sigamos pues, cada uno, desempeñando, inevitablemente, nuestro papel asignado con pasión y arte, o si no arruinaremos la producción. ¡Y el espectáculo tiene que seguir, por el amor de Dios!

Pero mientras podamos, perdonemos nuestros átomos y nuestros pecados, esas criaturas internas que piensan lo pensado y continuemos este juego, de cada mujer, de cada hombre, hasta que nos demos cuenta de que no tenemos sexo ni nombre.

Y si el paso por el tinglado se vuelve intenso, y lo que hacemos y sobrellevamos se torna difícil y tirante, (y todos pasamos por eso) entonces respiremos hondo y meditemos, y sin menoscabo de la actuación, recordemos. Recordemos el juego que jugamos como uno, y sonriamos, hermanos y hermanas, como si fuéramos ninguno. Dejemos que el teatro por un momento se inunde de fragancia, que reine la belleza de la conciencia de lo absoluto, al intuirnos y definirnos más allá del yo y lo mío, y salirnos de nuestra propia arrogancia.

Sepámonos sin pensar, más allá de sílabas unidas de mente, sin emocionalismos, más allá de una conmoción en el tiempo. Dejemos que sobrevenga ese conocimiento profundo e indefinido, ese amanecer, donde todo rima de momento; donde los encuentros, trayectorias y confrontaciones se precipitan en residuos de forma y paso, como caleidoscopio infinito de cohesiones atómicas, besos apasionados, santiamenes de carne y hueso, cataratas de océanos y planetas; donde la vida, la vida en burbuja y espuma, converge en corrientes de amor desesperadas, buscándose en rezos, ADN y carpe diem, llorando de satisfacción, celebrando el dolor; donde multitudes desconocidas, rodando en famas y formas anónimas, con tiempo, mente, y ciclos de ansiedad y dicha, buscan la unicidad más allá de los fragmentos, emergiendo de aguas revueltas de genes, sangre y electrón, emergiendo de esta travesía caprichosa, tan tuya y mía.

¡Qué indescriptible es el ser, que surge en esos momentos de ser! En esos momentos de saber no sabiendo, de sentir no sintiendo. Cuando nos damos cuenta por un instante de la belleza de este valle de nada, y de cada personaje soñado de este libreto creativo. Sí, a veces más allá del ahora y del antes, más allá de toda concepción e imaginación, aparece un mapa de ningún sitio a ningún sitio, donde la existencia, estupenda, se atraviesa a sí misma. Y en un silencio de imagen, sonido y pensamiento, de una manera inexplicable, incomunicable y sin nombre, uno solo es.

O sea que ,al final, todos los granos cósmicos se van cansando de acelerarse alborotados, como locos saltando en el espacio; se van acercando despacio, se juntan en rondallas de burbujas, haciendo murallas y tribus en la espuma, y poco a poco se van apreciando a sí mismos y a todo lo que los rodea. Hasta hacer conciencia de sí y de su canción de amor.

Entonces los átomos explotan en risas, derramando su música en los espacios infinitesimales e íntimos, donde yace cada punto de partida del ser. Y todo rueda en avalancha, por colinas de contento, por misterios de delirio, rebotando, rodando y reagrupándose, en historias de siempre, nunca contadas.

Y bailan con trajes rojos vaporosos de tul, bailan con sus parejas en levitas azabaches, sus zapatos negros, deslizándose suaves, frente a exóticas zapatillas plateadas. Y bailamos, todos bailamos esta danza, en ritmos ignotos de música inaudita, mientras, las estrellas retozan y la tierra tiembla de nuevo como el día de aquella primera explosión. Y olvidamos las cosas que teníamos que olvidar, y perdonamos el perdón de lo imperdonable. Y cantamos eternamente, mientras giramos en éxtasis, los movimientos sagrados del universo.

Qué formidable baile, bailan las moléculas, miríadas de ellas creando belleza, memorias y tiempo; facilitando cada suspiro y llevándonos, finalmente, a un momento de florecimiento, asombro y humildad, cuando bailan por última vez su más sublime luz, en la plenitud del amor, y regresan al Uno que las soñó.