Vivir solo es soñar; y la experiencia me enseña que el hombre que vive sueña lo que es, hasta despertar.

(Pedro Calderón de la Barca)

No sé exactamente cuándo pasó, el darme cuenta de la vida y preguntarme el porqué de ésta. Creo que fue en varias etapas, por lo menos, así lo recuerdo. Los momentos en la vida han pasado y pasan y los vivo, pero siempre es a través de una sensación sutil de desapego, donde no me entrego a nada de lleno. No es que no haga las cosas, las hago, y a veces con mucho entusiasmo, pero siempre hay en el trasfondo un desdoblamiento desde donde miro todo como en reflejo y me pregunto, ¿qué fue eso que pasó?, como si estuviese en una obra teatral, donde soy elenco principal y audiencia al mismo tiempo.

De niño, me tropecé con la muerte y no entendí porque se apagaba la vida. Y me contaron cuentos de catolicismo y, bueno, los creí por algún tiempo. Había unos que eran mágicos, otros de terror. Esos últimos no me gustaban, eso de que a Dios había que tenerle miedo. Y que a la gente la quemaban por cualquier cosita mala que hiciera, si es que antes no se arrepentían y se confesaban. Así que esos tiempos los viví en tensión, entre manifestar mi picardía natural y anticipar el tormento eterno. Por cierto, yo no tenía problemas con Jesús, quien me caía bien. A él no le tenía miedo, pero quien era el difícil era su papá.

Ya de adulto, y ahora que he vivido tantos años, me doy cuenta más que nunca, allende todas las palabras, creencias y teorías de religiones, cuentos y ciencias naturales, que esto de vivir es una experiencia mágica. Que no importan las creencias o explicaciones que me hayan dado o que me haya creído, vivir no se puede definir con la mente. Hay un misterio profundo en esto de estar vivo.

Este misterio incluye varios factores importantes. Primero la muerte, evento inexorable, universal y, obviamente, parte fundamental de lo que llamamos vivir. Morir es una transición, ya sea hacia volver a ser moléculas y átomos, o la liberación de una esencia, alma o espíritu, sea para quedar en algún estado de siempre, en proceso de cielo o infierno, o en un estado transitorio para reencarnar de nuevo, pero independientemente de la creencia, es una transición a un estado desconocido, que le ocurre a todo el mundo.

¿Y entonces? ¿Para qué toda esta faena, todo este apuro, toda esta preocupación de ser alguien, de acumular cosas, de ser conocido, de controlar a otros y de pensarse importante? Si, a fin de cuentas, todo se desvanecerá en ese trasmundo desconocido, que ante nuestros ojos es nada. Y, si todo es tan efímero, ¿por qué tanto apego a lo que continuamente cambia y se va?

Segundo, detrás de todo el accionar de vivir, está un bagaje de instintos e impulsos, que parece que son parte integral e inevitable de las energías que constituyen lo que llamamos vida, tales como: inercia, erupción, acumulación, atracción, violencia y calma. Su presencia dominante, o en combinación, aparece como un hechizo que infecta todas las formas, que de por sí son tan diversas. Todas esas formas se mueven, se expanden, se atraen, se buscan, se unen y se rechazan, desde las energías que fluyen en ondas o partículas (de acuerdo con su estado de ánimo) y las más primitivas e infinitesimales partículas subatómicas imaginadas y descritas, hasta las más sofisticadas personalidades humanas, dotadas de pensamiento. Todas se reproducen, se mezclan, se transforman y se consumen una a las otras, como por arte de magia.

Esos elementos que nos rodean, aparentemente inertes, todos esos átomos y moléculas y sus minicomponentes, siempre están vibrando y dando saltitos por todas partes. Y, a veces, si se juntan mucho, o explotan y se dispersan, o se atraen y se combinan, y entonces se copian, y se hacen más complejos y van evolucionando sus formas, comportamientos y adquiriendo mayor conciencia de su entorno, hasta que llegan a darse cuenta de sí mismas en formas como las de nosotros.

Las tinieblas fueron rasgadas por múltiples luces, generadas como magia en algún espacio remoto. Y caricias de luz, atravesando penumbras del espacio desde el sol, se transformaron en carne, en nidos de amor y clorofila.

Por eso, cuando están pasando momentos, o sea se está desarrollando una acción inmediata, sea esta cual sea, y me percato del trasfondo amplio de la vida, es inevitable quedar en un estado de perplejidad y maravilla, boquiabierto. Y aunque siga adelante con los impulsos y realice la acción, desde el punto de vista de este «yo», percibo en un celaje transparente que la sustancia de todo está, en realidad, dispersa en un continuo circundante, y que este «yo» que aparece y desaparece, está enraizado de alguna manera en todo lo que me rodea, que este «yo» es un «hermoso disparate, de soliloquio en multitud».

Por eso siento un desapego en los momentos vividos, porque cada momento es como un cantar amordazado, una suerte de muerte en cada instante de vivir.

En cada uno, este darse cuenta individual de la vida, se derrama en cascadas interiores, en sutilezas de percepción únicas. Y los momentos, de cada uno de estos «yos» nuestros, van resbalando en lo que es palpable a cada uno, hasta derrumbarse inevitablemente en rincones profundos de un espacio inexistente. Y las membranas de todas estas burbujas individuales de colores y formas múltiples que representamos se van adelgazando con los recorridos y los giros de la vida. Hasta que los horizontes se quedan solo en suspenso de recuerdo, y la belleza de los contrastes se desmorona en una precipitación de esencia. Es lo que llamamos la muerte.

Pero siempre me pregunto: ¿qué pasa con todos los pensamientos profundos, las creaciones monumentales, los universos desplegados de la astucia y la elegancia, los excesos de la lujuria? ¿Se desploman acaso como techos de edificios demolidos y sus nubes de polvo dan testimonio de lo que nunca fue o ha sido?

¿Qué queda después, cual es el destilado, el licor transubstanciado que permanece en el alambique invisible de esa nada generativa, cuando se contrae el universo y desaparecen los sabores y las angustias y el orgullo de ser creativo y de construir formas e ideologías, prejuicios y todas las boberías que cada uno hace en la vida?

¿Para qué fue todo ese esfuerzo de la nada o del todo, de lograr este imaginario transparente, que viene y se va de repente, a través de tantas vasijas de formas y gentes?

¿Dónde quedan los sentimientos destilados, dónde se depositan las sabidurías aprendidas y las intuiciones, los arrepentimientos y los pudo haber sido? ¿Dónde se resguarda toda esa amalgama que se derrama constantemente por los brazos y las mentes individuales como escorrentía de la lluvia de la vida? ¿Dónde se contiene la fragancia, el vaho, el musgo, el sedimento y para qué sirve tanto cuento, tanto aspaviento?

Porque si cada partícula expresada, en esta misteriosa escenografía de la vida, en esta obra misteriosa aparecida, si cada individualidad es una chispa de creatividad, un momento inédito, una belleza resplandeciente, ¿dónde queda toda esta belleza al fundirse en el uno, al colapsarse el sueño creativo de la vida en la existencia?

Reflexionaba, como siempre, en esas viejas quejas, al no entender. Adentro, más allá de los mundos del pensamiento, pareció surgir una voz de silencio que sin hablar me dijo: «la realidad para amarse se sueña, se pierde y se encuentra, en puntos de vista infinitos de su misma realidad, y por eso hay una eterna singularidad, una infinita diversidad de gotas de un mismo mar infinito, y esta ilusión múltiple sostiene la única realidad».