Salvar al mundo no es tarea sencilla y el creador de héroes lo sabe, pero, aun así, se pone manos a la obra y, tras una cuidadosa gestación —dispone de dos recursos para que su supercriatura germine en óptimas condiciones, a saber: el de equiparla con un halo de reminiscencias remotas, milenarias si es posible, y el de capturar el concepto de hidalguía y transmutarlo en carne—, finalmente dará a luz a su retoño. Enseguida, nuestro hacedor de titanes contemplará con orgullo cómo el suyo va creciendo y va siendo glorificado y elevado a los altares hasta alcanzar la más alta cumbre del respeto y la devoción del público.

Que al superhéroe se le ama sin condiciones es una realidad inmutable (y que se cumple con idéntico rigor en el caso de que quien proceda sea su opuesto, el villano: siempre será detestado). Si el autor de peripecias sobrenaturales sabe manejar con precisión este convenio establecido a priori, ambos personajes fluirán sin problemas y el engranaje que subyace al guion no chirriará.

Pero hay otra condición, una que mueve a otro tipo de personajes, una mucho menos rígida: la antiheroicidad. Y va a ser a ese tipo, el antihéroe, al que hoy voy a recomendar encarecidamente que se le preste atención.

Ilustro mi solicitud trayendo a colación una circunstancia que me afecta directamente: las trabas sociales con las que se encuentra quien ama a una cucaracha.

El hecho de enamorarse de una cucaracha lleva a conflictos, es lógico; no es lo mismo cucaracha que caballero medieval desenvainando una espada. Pues bien, yo defiendo a mi cucaracha. En un principio nadie da crédito, por lo que me veo obligada a justificarme, que es una cosa que me irrita bastante: sé que es una cucaracha, cierto, lo es, pero entended que se trata de un bicho tan noble, tierno, altruista, tan ingenuo —aunque no por eso deje de ser inteligente— y, sobre todo, con tanta tendencia a ser despreciado por su familia y sus cercanos a pesar de su evidente bondad, que yo daría un mundo por poder abrazarlo.

Gregor Samsa, mi querido insecto, nunca será considerado un guerrero feroz que se lanza al abordaje contra las fuerzas del mal, pero, si rascan un poquito en el concepto «mal», tal vez descubran que hay otros muchos mundos (espacios cuánticos, pequeñitos, que se atrincheran en las entrañas del Mundo con mayúscula) que encajan perfectamente dentro del concepto, y que pueden y deben ser cuestionados para que, de ese modo, sea posible que entren en la rueda de evolución que finalmente los incluya en la casilla de causas contra las que hay que pelear.

Bien, pues siguiendo con el antihéroe que nos espera ahí, iluminándonos con su leve resplandor de luciérnaga o de bombilla de baja energía, veremos que este tipo de personaje, a pesar de que entraña una naturaleza bastante endémica, puede manifestarse con múltiples y diversas identidades.

Os presento Universos Paralelos de Joseph B. Macgregor, un compendio de deliciosos relatos por los que campan una serie de antihéroes muy entrañables; los he visto corretear por este libro y enseguida los he reconocido, son ellos. Porque hay que observar que no todos los antihéroes son susceptibles de ser queridos, si tratáramos de respetar a todos los antihéroes del mundo nos enfrentaríamos a una misión imposible: ¿amar a Ignatius Reilly? Costaría mucho, para empezar porque ni siquiera se ducha. ¿Y qué decir de los inefables personajillos de Eduardo Mendoza, concretamente ese ubicuo loquito sin nombre que ejerce como detective justo cuando sale del manicomio? Funcionan bien como antihéroes, eso sí es verdad, pero amar lo que se dice amar a Ignatius, el más necio de todos los que componen la Conjura en la que se enreda, no sé si es factible.

Sin embargo, amar a los personajes de Mcgregor, amar al antihéroe genuino, no supone ningún esfuerzo.

Ha sido encontrarme con ellos y sentir la necesidad imperante de volver a romper una lanza por esos queridos antihéroes (ya he roto varias en otras ocasiones, tanta es la devoción que les profeso). Desde ahí, enseguida me ha surgido una cuestión algo incómoda (me vienen a la cabeza a veces este tipo de conjeturas sin que yo las llame): ¿somos débiles quienes nos enamoramos del que cae en desgracia, o del que pierde, o de aquel al que se le va un poco la cabeza? Yo diría que no. Fijaos si no en cómo son precisamente los débiles quienes constantemente recurren a héroes, a paladines que los salven. La gente pusilánime se arrima a buenos árboles y no gusta, por lo general, de abrazar a quien está igual o más extraviado que él mismo.

Mi idolatrado antihéroe puede que no sea un modelo para imitar, pero está dotado de cualidades que podrían llevarle mucho más lejos que a un rasgo tan simplón como es el de la ejemplaridad. Volvamos a las páginas de Universos Paralelos, por donde, como os digo, transitan ellos a sus anchas, y observemos que contienen, todos y cada uno de estos personajes, un algo indefinible que nos lleva a desear consustanciarnos con algún personaje secundario con tal de poder acceder a ese protagonista inseguro, abrazarle y darle un empujoncito, a ver si se anima y saca todo lo que nosotros intuimos que lleva dentro y, en un último intento, logra ganar de una vez.

Aparece entre mis ideas una nueva conjetura de esas autoinvitadas, de esas a las que nadie llama pero que siempre andan al acecho: pongamos por caso que se les planteara el reto de crear un personaje de los que habitan Universos Paralelos, un antihéroe que se halle comprendido dentro de la categoría achuchable. Se les pide, no se sabe por qué, que cumpla con la condición de ser contemporáneo y femenino, ¿cómo lo dibujarían? Yo a la mía ya la tengo bien esbozada, no se trata de una princesita rescatable, pero tampoco voy a crear a la súper mujer que va de punta en blanco, regenta una empresa millonaria y, a la vez, que no escatima un minuto del tiempo que les debe a sus hijos, con la mano que le queda libre prepara la cena y baja la basura (otro día hablamos de la tremenda trampa de la súper mujer). Mi antiheroína lleva carreras en las medias, se queda en paro y se enfrenta a un sistema que le pone constantes zancadillas. Mi antiheroína duda de si será ahora un buen momento para tirar la toalla, pero finalmente se muestra adulta y responsable y, aunque a veces le agote luchar, lo hace. Por sus hijos y sobre todo por ella misma. Mi antiheroína puede que no se haya dado cuenta de que tiene restos de salsa de tomate frito en la blusa, ya que mete la pata y va quedando mal con sorprendente constancia. Y, por último: es probable que me decida a envolver a mi protagonista con una atmósfera parecida a las que se reproducen en el libro de relatos de Mcgregor, un plano paralelo, onírico, surrealista, inquietante, sí, lo haré, porque son ese tipo de ambientes los que más me seducen y también los que me resultan más líricos. Y ahora ya sí, para terminar de perfilarla, dejo claro que, por encima de todas las cosas, mi antiheroína, dibujada a imagen y semejanza de los seres que deambulan por las páginas de Universos Paralelos, podrá ser todo, cualquier cosa, pero nunca será aburrida.

Otra cosa que aprecio mucho de estos tiernos perdedores es que son claramente catalogables, lo cual genera mucha seguridad. Lo normal es que al protagonista no se le pueda encasillar con entera convicción. Fijaos en Walter White (el de Breaking Bad): ese tipo, ¿es un antihéroe o un villano? Quien sepa facilitar una respuesta fidedigna que tenga la bondad de ponerse en contacto conmigo. ¿Es Eva, la que muerde manzanas y habla con culebras, heroína, antiheroína o villana? Y la pregunta del millón: Deadpool (¿que no saben quién es? Yo tampoco lo sabía, pero tengo un hijo quinceañero lo cual me vincula, quiera o no, a una serie de individuos vestidos de lagarterana que tratan de salvar a la vez que se salvan ellos). Concretamente a este señor, o lo que sea, se le ha oído decir: «¡Hola, no te lo vas a creer, yo me llamo Piscina de la muerte!» Supongo que es gracioso, sí, lo es, además utiliza bastante bien sus superpoderes, aunque, por otro lado, tiende a tropezar y cometer excentricidades. Imagino que, aun así, seguramente será catalogado por los entendidos en heroicidad-antiheroicidad-villanía, como héroe.

Los antihéroes a los que yo de verdad venero, los auténticos, mis antihéroes de alta definición, los de Rosa Montero, Kafka o Frank Mc Court, coinciden en muchas cosas con los que se mueven en este libro de relatos, Universos Paralelos; por ejemplo, en que suelen volverse contra ti y desconcertar, y complicar la vida, y atentar contra la firmeza de tus más firmes principios. Son valiosos y necesarios, eso pienso y por eso estoy aquí recomendándolos, porque merece la pena descubrirlos, desmenuzarlos, entender cómo es posible que se encuentren en el mismo campo referencial en el que habitan los héroes, y rebuscar en sus intenciones, en sus raras circunstancias, y en sus ingenuidades. Y continuar así un buen rato, hasta que te topes, y no dudes de que lo harás, con tu propio reflejo... o tal vez el de tu pareja o quizás el del portero de tu finca. Si esto sucede siempre es porque ahora estamos ante otra de esas premisas inamovibles de las que hablábamos antes, de esas que lubrican el engranaje literario: el antihéroe, a diferencia de aquel héroe siempre respetado y amado, es real, completamente real, aunque su apariencia sea la menos reconocible, a simple vista, de toda la lista de especímenes que viven gracias a la magia de la literatura.

El antihéroe es dueño de la mayor de las virtudes que un personaje podría desear: la autenticidad.