Para comprender la significación de la elección presidencial de EE. UU. 2020 no basta analizar la pugna electoral. Es imprescindible interpretar las causas y consecuencias de la polarización y la parálisis política subyacente. La cuestión central es cuán resiliente es la democracia para soportar el debilitamiento institucional y renovarse.

La administración Trump ha socavado la democracia y ha culminado su mandato propinándole un golpe mayor a la confianza en el sistema electoral. Antepuso siempre sus intereses personales a los de su pueblo y a la seguridad de su país.

Lo inquietante es que, a pesar de la pésima gestión, la disparada de la pandemia, el altísimo desempleo, las movilizaciones sociales y el carácter agresivo del presidente, Trump haya obtenido una alta votación y el partido Republicano haya logrado el casi empate en el Senado y en la Cámara. Sería un error menospreciar estos hechos, así como desconocer el liderazgo y habilidades comunicacionales de una persona que ejerce implacablemente el poder y aglutina a amplios sectores. Son síntomas de una trizadura más profunda de la sociedad y del sistema político.

El resultado para los republicanos fue mejor de lo esperado, y ha sido escasa la variación electoral con respecto a las elecciones anteriores. Agreguemos a lo anterior las tensiones internas que, probablemente, emerjan en ambos partidos, en el republicano por la derrota y, en el demócrata, por las divergencias entre moderados y radicales. No será confortable entonces el cuadro de fuerzas políticas para el nuevo presidente.

¿Por qué la crisis institucional?

Madeleine Albright, entonces presidenta del National Democratic Institute, afirmó al término de la campaña de Hillary Clinton, en 2016, que una de las causas del triunfo de Trump era el rezago de sectores medios norteamericanos, especialmente blancos, provocado por la globalización en territorios donde habían declinado las industrias manufactureras. Otras hipótesis lo atribuyeron al rechazo a la elite política dominante, al «establishment» y a la reacción racista luego del primer presidente negro de la historia.

Luego de esta elección de 2020 se han agregado otras hipótesis. Se ha mencionado el temor de un sector de la población a la amenaza del «socialismo» que impulsa un sector del partido demócrata, o a la creciente diversidad que genera temor en la mayoría blanca. Otros afirman que existe una tendencia al autoritarismo en amplios sectores de la sociedad.

¿Serán capaces Biden y Harris de acercar a los norteamericanos?

La diferencia de casi 6 millones de votos a su favor es un resultado superior al esperado en medio de una pandemia y con una campaña de sabotaje al voto por correo. El voto de las mujeres fue decisivo para el triunfo de Biden. La participación creciente de las mujeres será relevante para el nuevo gobierno y también para el futuro de la política en EE. UU. Una vicepresidenta mujer, sin duda, potenciará esta tendencia.

¿Podrá Biden lograr el «reencuentro» y alcanzar acuerdos bipartidistas, con un Trump agitando a la gente en busca de su próxima campaña?

El carácter conciliador, empático y unitario de Biden y su experiencia política ayudarán a destrabar y reponer confianzas básicas. La gran tarea política del nuevo presidente y de la nueva vicepresidenta será crear puentes. Tomará tiempo disminuir la polarización y el odio.

Biden y Harris pondrán a prueba su capacidad de acercar y, también, se medirá la disposición ciudadana de apaciguar ánimos y unir esfuerzos.

¿Cuáles son los principales desafíos y prioridades de la nueva administración?

El nuevo gobierno apuntará a dos objetivos estratégicos globales y a dos domésticos urgentes.

El primer objetivo es geopolítico y está relacionado con la seguridad. Para ello, será prioridad terminar con la parálisis del gobierno y consensuar con los republicanos. El actual escenario favorece a China, que continua en ascenso persistente y muestra alta capacidad de conducción estratégica y eficiencia operacional. En cuanto a China, no hay diferencias estratégicas entre republicanos y demócratas. Las distintas posturas conciernen a la forma de enfrentar a su adversario, cómo combinar confrontación y acomodo. Biden podrá avanzar los intereses de EE. UU., al asumir con claridad su compromiso con la democracia y los derechos humanos, el cuidado del planeta, el regreso a los acuerdos de París sobre el medioambiente, el intento de reconstruir alianzas con Europa y en Asia; así como retomar liderazgo en la gobernanza global, en organismos como las NU, OMS, OMC, FMI, entre otros. El soft power pesará más, remarcando las divergencias con una China que actúa sobre Hong Kong para restringir los espacios democráticos, mientras acecha a Taiwán. Los demócratas repondrán a la primacía de los valores y su proyección mundial.

El segundo objetivo será mantener la primacía económica, militar, científica y tecnológica para su liderazgo global.

A nivel interno, el nuevo gobierno priorizará al menos dos objetivos domésticos. La economía ha sufrido y costará levantarla, la pandemia tomará más vidas, dolor y tiempo. La administración Biden apuntará, primero, a reponer los avances de Obama en salud universal y, segundo, a revertir la reducción tributaria de Trump, a fin de disponer de recursos financieros para reducir la desigualdad y el déficit fiscal.

También se apreciará su empuje a favor de una sociedad más abierta, inclusiva, diversa y justa. La inmigración será abordada con políticas menos represivas, sin muros. Habrá un giro, pero no es posible anticipar ni el ritmo ni la intensidad.

¿Y cómo incidirá en América Latina?

La crisis sanitaria, económica y democrática obligará a Biden a volcar los esfuerzos hacia la política doméstica. Por tanto, dispondrá de escasa capacidad de apoyo financiero a nuestra región para salir de la regresión económica, social y política.

México podrá beneficiarse en la medida que las cadenas globales de producción se trasladen a la región, a zonas más seguras. También se otorgará apoyo a Centroamérica para crear actividades económicas en sus propios países que retengan a la población migrante. Hacia Cuba, se intentaría retornar a la política de mayor apertura, de Obama. Esta línea puede inquietar al gobierno cubano, pues la dureza y el aislamiento impuesto por Trump le ha acomodado para justificar el control interno en la isla.

En Venezuela veremos probablemente un acercamiento de EE. UU. con la Unión Europea para concordar una postura común que permita terminar con el régimen de Maduro por la vía electoral. Hacia América del Sur, las consecuencias serán menos palpables en el corto plazo, salvo un punto crucial: la disminución de las presiones provenientes de la pugna China-Estados Unidos que limitarían nuestro ámbito de maniobra económica.

La relación América Latina-EE. UU. no debe ser unidireccional. Los países latinoamericanos, por su parte, podrían explorar con la nueva administración norteamericana oportunidades de entendimiento en torno al compromiso democrático y a las reformas sociales. Se puede abrir la posibilidad de establecer con Biden relaciones menos distantes y más colaborativas para afianzar valores comunes y reglas globales más justas. Y también convenir un apoyo financiero internacional para superar la crisis sanitaria y económica.

El mundo está cambiando a gran velocidad y la prioridad latinoamericana es afianzar la democracia, con inclusión y participación, nuevas instituciones, espacios de colaboración y diálogo global. Para lograr una mejor incorporación al mundo de 2030, América Latina debe superar su fragmentación y escasa gravitación internacional, elevando su capacidad de coordinación para una estrategia común.