Cuando pensamos en reyes, monarcas y príncipes vienen a la mente símbolos peculiares como cetros y coronas, castillos, ajuares, joyas; pompas y circunstancias propias de cuentos y leyendas, desde épocas antiguas. Poca atención ponemos, en cambio, a la vida común y cotidiana de los súbditos, de los pueblos que habitan en los territorios donde sentaron sus reales las monarquías. Monarquías de primus inter pares, de señores y siervos, de aristocracias y noblezas hereditarias o súbitas y precarias que, en su tiempo, se hicieron con el poder hasta constituir lo que algunos denominan «reinos históricos». En la literatura, tanto como en la arquitectura y otras artes, la Edad Media y el Renacimiento europeos han sido pródigos en esta materia: fabulosos castillos, gobelinos, pinturas, grandes obras teatrales, por ejemplo, las sagas Shakesperianas sobre las intrigas, guerras y tragedias de las monarquías inglesas.

Si ahora nos preguntamos, de todas esas etapas o épocas, ¿qué ha quedado? ¿De dónde provienen y cuáles son los orígenes y la continuidad de las casas reales? ¿Cómo han sobrevivido y qué relación tienen con los poderes políticos de los Estados y naciones modernas? Para saberlo tenemos que remitirnos a los manuales y a las crónicas que aún se ocupan de esos «personajes» y de los «acontecimientos sociales» en los que se ven involucrados: conmemoraciones, bodas, cacerías y hasta algún escándalo por líos de dineros o de faldas.

Existen todavía publicaciones de revistas y libros donde se da cuenta de algunos detalles, e incluso biografías, de esa fauna singular que, en ciertos países, forma parte de una comunidad en la que se registran, compran y venden títulos nobiliarios, tal como acontece entre los autonombrados «grandes» de España.

Si uno se asoma por curiosidad al Diccionario de la «Real» Academia Española se pueden ver algunos significados de estas palabras:

Rey. (Del lat. rex, regis). 1. m. Monarca o príncipe soberano de un reino.

Príncipe. (Del lat. prínceps, -ĭpis). 1. m. Primero y más excelente, superior o aventajado en algo. 2. m. En España, título que se da al hijo del rey, inmediato sucesor en el trono. 3. m. Individuo de familia real o de la alta nobleza. 4. m. Soberano de un Estado. 5. m. Título de honor que dan los reyes. 6. m. Cada uno de los grandes de un reino o monarquía.

De todas estas definiciones, llama la atención que en ninguna se mencione la palabra «poder».

Hay, por lo demás, leyendas que han perdurado, por ejemplo, la del rey Salomón o la reina de Saba, y hay canciones populares como «Pero sigo siendo el rey», del mexicano José Alfredo Jiménez. Son comunes las expresiones coloquiales: «mi rey» o «mi reina». Y, sobre las Cortes, hay toda una gama de jerarquías y sofisticaciones que llevaron a extremos protocolares tan rigurosos como extravagantes en la Francia del absolutismo de los Luises en Versalles. Allí sí que se habló del poder («El Estado soy yo») y del «derecho divino de los reyes».

Como bien han señalado antropólogos, etnólogos, sociólogos e historiadores, en la organización política de las sociedades humanas, desde los primeros matriarcados y patriarcados hasta nuestros días, el asunto del «poder» tuvo que seguir rutas y modelos que van de la formación de liderazgos, primero, en torno a los chamanes y curanderas, luego, a los sacerdotes, de estos a los jefes militares y, de ellos, hasta los jefes políticos de partidos y de gobiernos, tal como hasta ahora los conocemos… y padecemos. Y esos largos y sinuosos procesos giraron siempre en torno al poder.

Como sabemos, las «casas reales» han sobrevivido en países que, como sería el caso de Oriente y Medio Oriente, corresponden a tradiciones de larga data; o bien en Occidente se mantienen como resabios de tiempos anteriores a la Modernidad. Y aún hoy eso sucede en Estados que fueron no solo reinos sino imperios. Desde luego, de manera prominente, en la Europa conquistadora y colonial. Allí, los siglos han visto correr mucha sangre en disputas por y para mantener el «poder». Una rica variedad de guerras intestinas, expansionistas o de resistencia, han visto desfilar una variada colección de horrores en donde se ha enseñoreado la violencia más cruel y bárbara, o más refinada y «exquisita». Y, en todo este largo trayecto, que va a encontrar algunos hitos culminantes durante la Edad Media y el Renacimiento y que se extiende hasta la Rusia de los Zares, ¿qué otra cosa ha estado en el centro de las disputas «interregnos», si no es el «poder»?

Incluso en las llamadas Guerras Mundiales (que no fueron tales) del siglo XX, se hablaba todavía de un Imperio otomano o de un Imperio británico. Inclusive, a alguna de las triunfantes «democracias» se le adjudicó, ya desde entonces, el epíteto de «imperio». Así, desde los ámbitos de la teoría política, a la nueva potencia hegemónica mundial, los EE. UU., se le identificó como el nuevo «Imperio democrático» o Neoimperialismo. Denominación que poco tiene que ver con la parafernalia de las antiguas Cortes y que, sin embargo, no deja de evocar los símbolos de los antiguos poderes reales. Aunque hay quienes —los europeos Negri y Hart— hablan de «imperialismo sin imperio», oxímoron que ha desglosado con toda propiedad el politólogo argentino Atilio Borón.

Pues bien, podemos ahora preguntarnos ¿qué es lo que ha quedado de las antiguas monarquías, reinos, imperios, principados, cortes y demás «yerbas finas»? Pongamos como ejemplo el caso de España. Si uno ve su Constitución, que se creó en 1978 «para reemplazar a las Leyes Fundamentales del Reino», en el Preámbulo se habla de «Establecer una sociedad democrática avanzada». Y, en el Artículo 1, se dice: «2. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. 3. La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria». Y, en el Título Segundo, «De la Corona», se establece:

Artículo 56. 1. El Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes. 2. Su título es el de Rey de España y podrá utilizar los demás que correspondan a la Corona. 3. La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.

Artículo 57.1. La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica.

Artículo 65. 1. El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma.

Y, aunque se menciona en el Artículo 9. 1. que «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico», y en el Artículo 14. se afirma que «Los españoles son iguales ante la ley», de hecho, prácticamente, no vuelve a utilizarse ese término. Así, luego de bromear con algunos amigos españoles y de preguntarles si se daban cuenta de que, dado su régimen político, más que «ciudadanos», ellos podrían considerarse como «súbditos», decidimos consultar nuevamente a la Real Academia sobre el significado, primero de ciudadano: «3. Habitante de un estado con una serie de derechos políticos y sociales que le permiten intervenir en la vida pública de un país determinado». Y, en seguida, de súbdito: «Que está sujeto a la autoridad de otro al que tiene la obligación de obedecer. ‘El Cid era súbdito del rey de Castilla’. 2. Ciudadano de un país que está sujeto a las autoridades políticas de este, especialmente en las monarquías: ‘los súbditos pagaban el diezmo al rey’». Es decir, un súbdito puede ser ciudadano, pero ¿un ciudadano tiene que ser súbdito?

¿Qué ha pasado? ¿Qué explicación podemos encontrar a la sobrevivencia de tan curiosos anacronismos políticos y jurídicos en los regímenes de países y naciones que, al cabo de las revoluciones francesa, norteamericana, rusa o china, y de los movimientos de independencia y liberación de América, Asia y África en los siglos XVIII al XX, aun considerándose democráticos conservan sus títulos formales de Monarquías, Reinos y Casas Reales? Despojadas de todo poder político real, la «consagración» constitucional y hasta religiosa de las «coronas de cartón», mantenidas por fuerzas muy conservadoras de iglesias, consorcios y empresas de aristocracias y burguesías financieras, bien podrían estar ya exhibidas o arrumbadas en museos y panteones, que son los lugares apropiados para el resguardo de reliquias herrumbradas, símbolos de las peores desigualdades e injusticias de todas las épocas. Y, sin embargo, como en el cuento de Monterroso, «Cuando se despertó, el Dinosaurio (Rex) todavía estaba allí».

Aún se consignan 43 monarquías actuales a nivel mundial. Pero si nos referimos solo a Europa, podemos registrar la existencia todavía de 10 reyes o reinas en activo, es decir, de diez monarquías parlamentarias: España, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Noruega, Suecia, Dinamarca, Reino Unido, Liechtenstein y Mónaco. Y por cuanto a las «dinastías», hereditarias o emparentadas, auténticas o inventadas, podemos hablar de no menos de unas 30 o 40 «casas reales». «Símbolos de unidad», se dice, para minorías de súbditos, más que para mayorías de ciudadanos, los antiguos soberanos tienden a desaparecer con toda su cauda de privilegios, sin que los gobiernos monárquicos se atrevan a consultar a sus pueblos en referéndums confiables acerca de la continuidad o el fin de los viejos regímenes y el principio de las genuinas democracias contemporáneas.

Pero lo grave —y no solo ridículo— de los hechos e historias que aquí se reseñan es que muestran la indolencia, cuando no la incuria, en la que viven grandes masas sin mayor conciencia de seguir sometidas a tradiciones e inercias derogatorias de su propia persona. ¿Se habrán enterado de que existe una Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) en cuyo primer artículo se asienta que «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»?

Nunca mejor que ahora cabría decir de los monarcas supérstites, que son «fantasmas menesterosos», turistas desabridos que navegan en costosos yates y pasean ataviados con joyas, pieles y marfiles —crueles trofeos de cacerías africanas— viviendo de los presupuestos estatales, de negocios hechos al amparo de las influencias «reales» y de beneficios e intereses escondidos en los paraísos fiscales. Si antes pudieron prestar servicios a las naciones de las que se consideraban «dueños», ahora, esas patéticas figuras que se ven por allí, deambulando, en imágenes de revistas banales, son lo que ha ido quedando de tradiciones y herencias ya destituidas y destinadas a lo que bien se ha llamado el «basurero de la historia». En efecto, cuando vemos una de esas imágenes de la realeza bien podemos decir, sin faltar a la verdad, que «El rey anda desnudo».