Termina la segunda guerra mundial. Kerouac, Ginsberg, Burroughs y algunos de los otros poetas que deambulan por tierras americanas, a este lado del río, toman la determinación de reunirse en un bar que esté ubicado por el centro, Chicago o Misuri son buenos candidatos; además, no faltan en esos territorios, algo salvajes, bares y más bares de carretera, que es algo que de lo que el poeta beat depende para sobrevivir.

Se saludan, todos visiblemente sonrojados. Un contrato implícito les fuerza a omitir, al menos durante la primera jornada, cualquier referencia a la operación «degradación universal» por la que todos se han visto afectados. El debate con sangre y fuego se ha llevado por delante más de cincuenta millones de vidas, pero ellos mantienen un silencio que podría calificarse como apacible.

En jornadas siguientes ya empezarán a olfatear el panorama de la guerra fría y de la terrible depresión económica y, poco a poco, tomándose su tiempo, responderán de manera coral: con un unánime jadeo iconoclasta a través del cual, en muy poco tiempo, van a despertar hasta a la más sosegada de las conciencias.

Los juglares de la guerra fría dedican su tiempo a rasgar poemas, a abrirlos y a acoger en ellos al enemigo; bailan con sus adversarios al ritmo que ellos manejan, un ritmo descabellado; tan descabellado es, que llegan a conseguir, a través del desbarajuste y la arritmia, confundir a esos burgueses gordinflones a quienes responsabilizan de tanto desastre. Estos mismos burgueses se resisten, y gritan: ¡Va haciendo falta un poco de cicuta para acabar con esos poetas del lado salvaje que no hacen sino corromper a nuestros jóvenes!

Pero no parece que tengan éxito.

Tendrán que resignarse, aunque disimulan perfectamente, pero lo hacen, interiorizan la ley beat, porque está visto que los tiempos están cambiando y, si no quieren hundirse como piedras, tendrán que claudicar: la voz de los escritores de la generación beat ya ha tomado enteramente la plaza fuerte.

Los juglares de la guerra fría lógicamente se parecen al resto de los poetas universales, aunque hay quien jura que nada tienen que ver con lo escrito hasta el momento. Pero no puede negarse que todos tienen la función, o que, al menos, suelen tener la intención, de machacar lo establecido. También se parecen en el hecho de que, aunque aparentemente triunfen, nadie se fía de ellos. Nadie ignora que en las sobremesas de café ni se les nombra.

Estos poetas, que se autodenominan integrantes de la generación Beat, tienen curiosos puntos en común con los simbolistas franceses; no solo la condición de borrachos y malditos, sino el hecho de que ambos cantan a la náusea con una fuerza renovada, joven, que intimida. Tienen también afinidades varias con los existencialistas y con los impresionistas europeos. Destaca, por ejemplo, el asunto de tender a agruparse en pandilla y hacer piña. Solo que estos amigos estudian en la universidad de Columbia y no en la de París, y pasean sus visiones por bares del Este norteamericano, clubes neoyorkinos donde salvajes sesiones de un jazz vertiginoso los realimentan y predisponen a improvisar todavía con más ímpetu si cabe, a despreciar la rima y a agitarse inarmónicamente por espacios nihilistas donde nadie más se atreve a entrar. Y, por último, se parecen al resto de los poetas, al poeta universal, por atreverse a hacer propuestas inadmisibles, como Kerouac cuando clama en uno de sus más logrados versos: «demando que la raza humana salude con una reverencia y se retire». Propuestas que son ideas brillantes, pero que no llegan al término designado.

Aunque ahora, ya cincuenta y tantos años después, aceptamos que pedían imposibles y que, finalmente, tampoco lograron cambiar el mundo, somos muchos los que tratamos de capturar el gesto alborotador de una época excepcional, aunque sea pinchando vinilos de Janis Joplin (¿sabéis que la letra de «Buy me a Mercedes Benz» es del poeta beat Michael Mc Clue?) o de Patti Smith, Van Morrison, Jethro Tull, Iggy Pop, Lou Read (simpático beat minimalista), Pink Floyd, Dylan y todas esas criaturas cómplices de aquellos escritores excesivos, villanos todos ellos, que acostumbraban a caer de bruces, morder el polvo y que, al levantarse, no tenían un rasguño, por lo que no veían ninguna razón para no continuar haciendo reflexiones feroces y apocalípticas con forma de verso libre y volver a caerse. Una y otra vez arremeten, irrumpen. Que es preciso hacerlo y estar preparados nos lo advierte William C. Williams en su prólogo para «Aullido» de Ginsberg: «Remangaos las faldas, señoras mías, que vamos a atravesar el infierno».