Oriente es Caos y Occidente, un grupo de amigos agradecidos y bien intencionados, pero incapaces de distinguir claramente las cosas.

(Daisetzu Suzuki)

El haiku o haikú es un tipo de poema japonés que consiste, básicamente, en un terceto de 17 sílabas, distribuidas en 5-7-5 sílabas por verso. De modo que, en 17 sílabas, hay que resumir toda una expresión afectiva, un sentimiento: el aware del haiku. Necesariamente, parte del mensaje quedará fuera del poema (de tan breve que es), de manera que el resto de la atmósfera del haiku queda a cargo del lector.

Como sea, se considera que el creador del haiku con este marco formal fue Matsuo Kinsaku, cuyo teno o nombre poético fue «bananero» o Bashō, nacido en Iga en 1644 y muerto en Osaka el 28 de noviembre de 1694. Son numerosos los haikus que lo hicieron célebre, pero elegimos este a pesar de lo difícil que resulta traducir su último verso, el que reproduce, como onomatopeya, el ruido que hace una rana al saltar al agua:

El viejo estanque.
Salta una rana
¡Splash!

Tal como decíamos —y como inevitablemente ocurre— la traducción es literariamente imperfecta; no obstante, aprovecharemos este haiku para rescatar observaciones epistemológicas de cómo el ser humano fabrica su realidad. Respecto de este haiku, decía Daisetzu Suzuki (gran difusor del zen en Occidente), que cuando Bashō registra la presencia de la rana a través del sonido de chapoteo, es cuando «el hecho mismo pasa a ser significativo [...] no existía un mundo objetivo con sus ranas, su agua, etc. hasta que un día, alguien llamado Bashō llegó al lugar y escuchó el ‘splash’. La escena no tenía existencia hasta entonces. Cuando su valor fue reconocido por Bashō, fue eso para el poeta el principio o la creación de un mundo objetivo. Antes de ello, el viejo estanque estaba allí como si no tuviera existencia. No era más que una especie de sueño, no tenía realidad. Fue en ocasión de escuchar el salto de la rana, cuando todo el mundo, incluyendo a Bashō mismo, surgió de la nada...»

La pregunta que surge es ¿existían el estanque, la rana y el poeta antes de que el poeta oyera saltar a la rana hacia el agua del estanque? Dada la naturaleza del haiku, este es siempre considerado como la expresión de una impresión menos que momentánea... instantánea; un instante sin dimensiones que provoca algo en la mente, en el corazón, en el alma o donde se quiera, de la persona. Es lo que se llama el aware del haiku. En un instante hay silencio, luego sobreviene el acontecimiento y volvemos al silencio... algo análogo a las «catástrofes» de la Geometría Topológica de René Thom: las tensiones aumentan hasta que estalla el rayo silencioso del haiku.

No hay prodigios: es solo una rana que hizo ruido al saltar al agua, presumiblemente al aparecer Bashō, pero no sabemos ni siquiera eso. No existe otra realidad que la que se dice. No afirmamos que la realidad esté hecha de palabras: nunca diremos que el auto que amenaza con atropellarnos es solo palabras, sino que lo que llamaremos realidad será lo que diremos acerca de lo que nuestros sentidos han logrado extraer del continuo analógico que nos rodea. Es por esta causa que aprovechamos este referente literario: estanque, rana, ruido y poeta aparecen como reales en nuestra argumentación y no antes. Es evidente que «algo» existía antes de que Bashō argumentara sobre ello, pero también es verdad que antes de su argumentación resultaba imposible decir algo de los protagonistas.

No existe ninguna «preexistencia» respecto a lo que decimos que existe. Nosotros, como observadores, compartimos el nacimiento y las circunstancias de lo observado: no observamos algo que esté allí «antes» de nuestra aparición como observadores, sino que nuestra aparición se da junto con nuestra argumentación... y no otra cosa es el aware que reclama la estética del haiku: el estremecimiento espiritual ante la aparición súbita de la rana y los demás agentes del relato, y la armonía sincrónica de nuestra propia aparición en el acto de conocer y argumentar. Como dice Suzuki: todo lo previo a la observación de Bashō es «como un sueño»; es una «irrealidad» de la que nada podemos decir porque nada podemos llegar a conocer de ella antes de nuestra interacción con el entorno. El observador es cocircunstancial con lo observado.

Esto es tan así, que el observador —Bashō, en este caso— construye la idea de su propia existencia a partir de su experiencia. El poeta reformula su experiencia y construye su existencia a través del haiku que escribe. El poema se convierte en la respuesta para el problema que surgió cuando Bashō escuchó el ruido de la rana en el agua del estanque; nada menos que el problema de su existencia. El aware que sentimos a través del haiku intenta recrear el fantasma ausente de la preexistencia al hecho observado, haciéndose presente en el momento que rescata el poeta con su escrito.

Pero ¿no podemos decir nada de ese mundo anterior a la percepción? Podemos darle el nombre de «relación». Claro está que solo podremos hablar de esta relación cuando se expresa en el conocimiento que experimentamos; es decir, cuando hemos establecido un «mapa» de nuestras relaciones entre la consciencia de lo ocurrido y nuestro alrededor... una vez que hayamos creado nuestra versión de mapeo del territorio existencial del cual nada podemos decir. En otras palabras, solo podemos ver —solo somos— el mapa de un territorio del cual no podemos argumentar sino es a través de los sentidos (vemos la rana y oímos el agua). Naturalmente, nos estamos refiriendo a la distancia lógica existente entre un territorio y el mapa que de él creamos y a partir del cual diseñamos nuestra línea de acción.

La expresión «el mapa no es el territorio» fue acuñada por el científico y filósofo estadounidense-polaco Alfred Korzybski para expresar el problema epistémico de que muchos —incluyendo científicos— confunden la realidad en sí misma con la realidad que nosotros vivimos como representación, dicha en nuestra argumentación, y a la que también llamamos realidad, pero que solo es un mapa muy esquemático —infinitamente esquemático— de lo que nos rodea y que nos incluye también a nosotros.

Respecto a este tema, fue famosa la pintura del artista surrealista René Margritte: La traición de la imagen en la que aparece pintada una pipa junto a la inscripción «Esto no es una pipa». La pintura de Margritte rescata la verdad de la que hablábamos: nadie puede cargar de tabaco la pipa pintada porque es un cuadro y no una pipa. Pero esta verdad no deja de generar cierta inquietud intelectual en cuanto a que no podemos dejar de ver una pipa allí donde, en efecto, no la hay. En este mismo sentido, Gregory Bateson escribió en Pasos hacia una ecología de la mente:

Decimos que el mapa es diferente al territorio. Pero, ¿qué es el territorio? Operacionalmente, alguien salió con una retina para medir e hizo representaciones que después fueron puestas sobre papel. Lo que está en el mapa de papel es una representación de lo que estaba en la representación retineana del hombre que hizo el mapa [...] El territorio nunca entra por completo en el mapa. Siempre, el proceso de la representación lo filtrará de tal forma que el mundo mental solo son mapas de mapas, así ad infinitum.

La existencia como territorio es algo que no nos pertenece, que no está presente en nuestros mapas en su plenitud... incluso esa plenitud sería antibiológica. Recordemos, en este sentido, la paradoja de Charles Bonini —reescrita por Paul Valéry—: «Cuanto más simple, más falso. Cuanto más perfecto, más inútil». El territorio es algo de lo que solo podemos tener una idea limitada, parcial, incompleta; si el conocimiento fuera perfecto, seríamos el territorio y ya no existiríamos. Existen, en cambio, esos «mapas mentales» de los que nos hablaba Bateson o «el sueño» de Suzuki: un mundo que termina siendo casi un acto de fe. En nuestro mapa mental, el estanque, la rana y el poeta se resuelven como esos ensueños que habremos olvidado aun antes de despertar...

El peligro de creer que conocemos cosas inaccesibles a la consciencia se presenta por el hecho de que actuamos sin poder darnos cuenta de la plenitud de consecuencias ambientales de nuestra conducta, desde que actuamos en el mundo exterior al que nuestra consciencia crea. La pipa no existe y, sin embargo, no cejamos en el esfuerzo de dejar de «entender» que la pipa no es tal y sin Bashō no tendríamos estanque, ni rana, ni ruido ni el aware que el poeta quiso transmitirnos.

En nuestra condición humana existe una multitud de fantasmas y ensueños que nos habitan disfrazados de vida y vigilia. Gracias al arte, a las herramientas religiosas y esotérico/simbólicas, se nos transmite algo de su salvaje e inhumana armonía. Y, sobre todo, se nos enseña que no podemos dejar nuestra existencia activa abandonada a los horribles inarmónicos de nuestro «yo». El haiku de Bashō se deja a sí mismo y a nosotros fuera de lo «objetivo» y cancela nuestra pretensión tan invasiva y tóxica de querer serlo todo cuando apenas si somos el sueño de algún dios holgazán... un sueño preñado de causalidades y determinismos sin mayor sentido ni, seguramente, importancia alguna.