(Contiene spoilers)

En Werther, ¿es el enamorado el que llora o el romántico? (Barthes, 1993, p. 130)

¿Estamos ante un nuevo paradigma del amor? La pregunta surge después de mirar Normal People y de comprobar, capítulo tras capítulo, que no se trata de una serie más que podamos sumar al vasto listado de películas y series que ilustran la idea del amor tal y como la entendemos desde que, con la modernidad, irrumpiera el romanticismo como código dominante en las relaciones de pareja.

Cada época tiene su propia configuración discursiva en torno al sexo, el afecto y las relaciones sexo afectivas y, en este sentido, el amor romántico no solo constituye un código, sino también un discurso que es posible reconocer en el cine, la literatura o la música, para poder pensar en estas manifestaciones como algo mucho más denso que simples reflejos o testimonios históricos.

Hemos crecido en una época en la cual la idea del amor romántico es instituyente de las relaciones de pareja y hemos aprendido socialmente que el amor se sufre y que por amor se acepta —o se aguanta— todo. Los discursos sociales que legitiman el ideal del romanticismo también refuerzan estereotipos de género y constituyen, en más de una instancia, una verdadera trampa para las mujeres: este ideal del amor implica darse por completo; supone una entrega absoluta, un vínculo monogámico cuya transgresión, en ciertos contextos, puede costar hasta la vida. Asimismo, coloca el sentimiento por encima de los propios deseos y de las ambiciones personales y exige, en algunos casos, una renuncia de la propia vida.

Aunque el amor romántico siga formando parte de nuestra vida social y aún esté muy lejos de desaparecer, asistimos hoy a una desnaturalización de sus formas y a una creciente desvalorización de sus mandatos. Imaginemos, ¿qué pasaría si Pretty Woman se estrenara en 2020? Es evidente que la historia de la chica socialmente desfavorecida que lo deja todo por un hombre guapo y rico ya no tendrá la misma cabida que tuvo entonces. Tampoco la tienen las masculinidades hegemónicas y este es uno de los motivos por los cuales Normal People pasa a formar parte de otra lista, la de las relaciones millennials —si se quiere—, donde el vínculo sexo afectivo no persigue, precisamente, el amor eterno ni la dependencia mutua.

Esta serie, que adapta la novela homónima de Sally Roney (2018), opera a partir de uno de los tópicos que recorre gran parte de la historia del cine y la literatura: el de los amantes que pertenecen a clases sociales diferentes, un verdadero lugar común que aquí poco importa. Marianne Sheridan (maravillosamente interpretada por Daisy Edgar-Jones) es rica y, a la vez, una persona tan solitaria como inteligente. Por su parte, Connell Waldron (en cuya piel se destaca Paul Mescal) es hijo de una cariñosa madre soltera que trabaja como empleada doméstica para la familia de Marianne. Ambos son compañeros de curso en los últimos años en una escuela secundaria de Sligo, un pequeño pueblo de Irlanda. Así empieza Normal People y una lectura superficial diría que de esto trata la serie. ¿Por qué, entonces, la historia de estos personajes —heterosexuales, blancos y europeos— ya no es la de siempre?

La serie rompe el corsé de la típica love story porque deja ver, en lo explícito y lo sutil, las relaciones de poder que rigen los vínculos sociales. Si bien los protagonistas se conocen en la escuela y se ven a diario, su cercanía nace en la casa de Marianne —es decir, lejos del entorno social que los vincula en primera instancia—, cuando Connell pasa a buscar a su madre después del trabajo.

Marianne sufre acoso escolar, sus compañeros la insultan a diario, no forma parte de ningún grupo de amigos y es descalificada por su aspecto físico. No obstante, es inteligente, crítica y contestataria. Connell, por el contrario, es el líder del equipo de fútbol del colegio y es hegemónicamente guapo. Sin embargo, y contra todo pronóstico, parece no gozar de su popularidad y ahí es donde otro tópico es puesto en escena, pero, esta vez, para ser destrozado: ¿cuántas veces vimos al líder por antonomasia llorar como un niño en una sesión de terapia o en medio de un ataque de pánico producto de una tristeza irresoluble? Más aún, ¿cuántas veces asistimos al juicio negativo de un macho sobre los actos de sus compañeros de manada cuando estos resultan ofensivos o violentos para con el sexo opuesto? En las series, como en la vida, las que lloran y sufren son las mujeres, porque así lo dicta el mandato de la masculinidad hegemónica: simplemente no está permitido.

Sin embargo, y afortunadamente, nuestro personaje masculino no es idílico, es un sujeto social en toda regla y sus dudas y decisiones exponen un sistema de valores sociales al que, más allá de toda resistencia, no puede sobreponerse: a pesar de haber creado con Marianne una intimidad profunda y genuina, Connell invita al baile de graduación a la típica rubia guapa del curso. Su incapacidad para enfrentarse a la opinión descalificadora de su grupo de amigos lo lleva a tomar una decisión con la que se da la espalda a sí mismo. Pero, aunque el personaje de Connell escoge una actitud esperable en relación con los parámetros socialmente establecidos, la serie no solo expone la incomodidad de su protagonista al respecto, sino que también explicita el modo en que tanto hombres como mujeres padecen la presión social para ajustar sus vidas y comportamientos a un modelo hegemónico de hombres que no lloran y solo salen con chicas guapas, y de mujeres que necesitan responder a un canon de belleza y comportamientos determinados para ser objeto de deseo de los hombres.

Una típica historia de amor nos mostraría cómo ella prevalece por sobre el sufrimiento, saliendo con otro chico, o cómo llora hasta que él se arrepiente, le pide perdón y le ruega, hasta que ella cae rendida a sus encantos. Pero —y esta es la primera sorpresa en la diégesis— no vuelven a verse hasta que, tiempo después y de casualidad, se encuentran en una reunión social de universitarios en Dublín.

A partir de ahí, comienzan a pasar los años y los protagonistas pasan del encuentro casual a la relación amorosa, de esta a la amistad nuevamente y de esta a un nuevo encuentro que tampoco termina como sería costumbre que terminase. Porque la clave de la serie es que no importa en absoluto si los personajes son novios o si se reconocen a sí mismos como una pareja: lo que atrapa desde el primer momento es que el vínculo que construyen importa más que el nombre que podamos darle, porque los encuentros y desencuentros entre Marianne y Connell sirven para exponer aspectos tipificados de las relaciones —el enamoramiento, la primera vez, la rutina, la distancia, los miedos, el deseo, los celos, las fantasías, el consentimiento—, sin escapar a la observación atenta de una coyuntura que es escenario de una lenta, pero inevitable, ruptura de viejos discursos y mitos en torno a las relaciones de género. ¿Cuántas películas o series vimos donde se haga explícito el consentimiento en el marco de una relación sexual?, ¿estamos acostumbrados a asistir a representaciones en las cuales las mujeres no se sacrifiquen o renuncien a su vida por un amor?, ¿somos capaces de pensar vínculos que, basados en la confianza y el respeto, puedan prescindir de la propia presencia?

Normal People rompe con los estereotipos de la representación amorosa porque sus personajes reaccionan como no estamos acostumbrados a que reaccionen. A su vez, esta constituye una configuración discursiva propia de una época que deja al desnudo los vicios patriarcales que rigen las relaciones de pareja, de amistad y de familia. Es una historia sobre cómo el amor bien construido puede mejorar a las personas en un marco de absoluta libertad. Construye, en definitiva, una nueva metáfora del amor. En síntesis: hay que verla.

Nota

Barthes, R. (1993). Fragmentos de un discurso amoroso. México: Siglo XXI Editores.