Era un ocho de abril con un cielo impecablemente azul y soleado cuando nos vimos por última vez. Llevabas el pelo peinado en uno de aquellos semirrecogidos que sueles, o solías, hacerte nada más pisar la calle, porque no soportabas que el viento te despeinara poniéndote mechones rebeldes en el rostro. Te entorpecían el día, asegurabas.

Te vestiste con una simple camiseta negra de manga corta y unos vaqueros azules, lavados a la piedra, y ni siquiera te habías perfumado. Todo en tu apariencia parecía querer asegurarse de que aquel iba a ser un día ordinario.

Te esperaba sentada pacientemente en la cafetería de la esquina en la que siempre tomábamos el último café de la tarde. Yo, aquel día, me había esmerado al vestirme. Lo hice sin motivo aparente, porque nuestra cita podía considerarse casi rutinaria. Al igual que tú, yo tampoco presentía de que aquel día iba a ser nuestro último encuentro.

Sentado frente a mí, con el rostro relajado y tranquilo de quien se siente cómodo y seguro en presencia del otro, me mirabas con ojos claros y sinceros; una mirada tan límpida que no pude evitar soltarte a bocajarro aquella pregunta que tanto tiempo hacía que me atormentaba:

—¿Eres feliz?

—No lo sé. —Te encogiste de hombros, confuso. Tu mirada, aunque seguía siendo límpida, asomó una ligera nota de ansiedad.

—¿Has tenido una buena vida? —Te apreté porque quería, no, mejor dicho, porque necesitaba una arrancarte una respuesta sincera, estrepitosa, dolorosa.

—No sé cómo responderte. —Un velo turbio cubrió tu mirada, que ya no era límpida, ni sincera ni clara.

—¿Crees… crees que he sido justa contigo?

—Creo que has sido todo lo justa que podías ser. Ni más ni menos.

Confusa y molesta por tus respuestas equívocas, me recosté hacia atrás en la silla para observarte desde una perspectiva más amplia. Remarqué en los discretos círculos de sudor que se habían formado en tus axilas. Había sido inteligente ponerse una camiseta negra. Tú siempre tan precavido, tan cauto.

Tu pecho subía y bajaba a un ritmo lo suficientemente acelerado como para delatar el esfuerzo que hacías por controlar tu respiración. Querías tenerlo todo bajo control, y luchabas con una fiereza estoica contra aquellos detalles que se atrevían a escapar y a huir de tu dominio. Apoyé los codos sobre la mesa y fijé la mirada en tus ojos huidizos, que ya no eran claros; tus pupilas, tan dilatadas como si quisieran absorber todo lo que estaba sucediendo para hacerlo desaparecer, los habían oscurecido convirtiéndolos en dos faros negros.

—¿Qué quieres decir con eso?

Suspiraste, armándote de paciencia, porque yo no comprendía o no quería comprender lo que decías. Como hablando con una niña chica que te importunaba con sus incesantes preguntas, decidiste tomar el silencio como técnica evasiva.

—Las cosas podrían haber sido diferentes. —Insistí.

—Podrían haberlo sido, pero sucedieron como debían suceder.

Te levantaste etéreo, como en un sueño, y, sin apenas dirigirme una última mirada, saliste por la puerta.