En la avenida Libertador de Caracas se forma un gran charco cuando llueve. Hace unos días pasé y, sin darme cuenta, levanté un poco el agua, mojando a un conductor. Este me gritó y yo frené de inmediato, pero ya no había nada que hacer. Le pedí disculpas desde la distancia, pero se me atravesó y no pude pasar. Se bajó furioso y, sin atender a mis palabras conciliadoras, lanzó un manotón contra el vidrio del piloto. Los pequeños cristales me saltaron a la cara y me generaron algunos cortes en las manos. Lleno de indignación le grité: «¿ahora quién me paga esto?»

El hombre —con apariencia de escolta, por cierto— había arrancado indiferente. Seguirlo era una insensatez en esta ciudad de la muerte; podría terminar como uno de los personajes de la película argentina: Relatos salvajes (Damian Szifron, 2014). El costo de la reposición: 50 dólares, que en un país civilizado pagaría el iracundo y no la víctima. «Saliste barato», dirán los amigos que escuchan el cuento.

Son muchas las historias de mi ciudad (y de tantas comunidades en Venezuela) que muestran cómo un hecho superfluo puede desembocar en una espiral de ira, agresión y asesinato. La impunidad (aproximadamente el 90% de los crímenes no tienen consecuencias penales), una economía de hambre y una cultura que exalta la violencia han generado cifras de horror. La fama ha sido tal que ya se escucha a la gente fuera de Venezuela usar a Caracas como ejemplo de inseguridad extrema, tal como he titulado a este artículo. Es una triste expresión de la realidad venezolana que es del conocimiento mundial. Somos un ejemplo de lo que no debe ser. El recuerdo de que la modernidad puede retornar a la barbarie.

Hace poco apareció un libro sobre el tema, escrito por los especialistas Izquiel B. L. y Mármol G. F.: Revolución de la muerte: veinte años de crimen, violencia e impunidad en Venezuela, editado por Dahbar (2020). Las conclusiones a las que llegan son terribles. Somos el país con mayor índice de inseguridad en el continente americano y estamos entre los primeros del mundo. La tasa de homicidios está entre 60 y 80 por cada cien mil habitantes (La de México es 10 y la de Colombia entre 30 y 40). En los últimos 20 años han ocurrido más de 330 mil asesinatos y, en la actualidad, ¡ocurre uno cada 20 minutos (casi 60 por día)! Y no hemos hablado del resto de los delitos como atracos, robos, secuestros, violaciones y un largo etcétera.

La otra gran conclusión del libro es que en Venezuela existen 9 bloques de delincuencia organizada (mega bandas, seudo sindicatos, colectivos armados, pranes, Fuerza Bolivariana de Liberación, corruptos, narcotráfico y los que provienen de Colombia: FARC y ELN, Bacrim) los cuales no existían en las décadas de los ochenta y noventa. La criminalidad se ha ido perfeccionando y estableciendo de manera estructural. Es todo un estilo de vida, una cultura, un mercado con organizaciones que perduran en el tiempo y que poseen sistemas que, incluso, han generado microestados que conviven con el Estado venezolano. Para un historiador, pensar en siglo XIX, cambiando lo cambiable, con la no existencia o gran la debilidad de la institución del Estado, es inevitable.

La violencia delincuencial en Venezuela no es producto de la caída de su PIB en más del 70% durante los últimos 6 años. El gran crecimiento de esta se dio en la primera década del siglo XXI, tiempo en el cual vivimos el más grande boom petrolero de nuestra historia y, por tanto, tuvimos los mayores ingresos económicos. Sin embargo, desde los ochenta y noventa, fue poco a poco aumentando sus estadísticas y esta fue unas de las principales causas por las cuales la mayoría votó por Hugo Chávez en 1998. Se pensaba que un militar podría detener la corrupción y la inseguridad personal.

Esta es la tesis del «gendarme necesario», del positivismo que tuvo su plenitud con el gomecismo (1908-1935) y que siguió vivo en el pérezjimenismo (1950-58). De allí quedó el mito: los militares componen con mano dura. La tesis parte de una visión pesimista del pueblo, como una sociedad bárbara que necesita un civilizador. Rómulo Gallegos (extraño positivista demócrata) ayudó a fortalecer la perspectiva de nuestra histórica tendencia anárquica y violenta. No se puede negar que, al padecer esta violencia indetenible, pensemos que hay algo de razón en estas doctrinas. Como mínimo, se encargaron de estudiar lo evidente que hoy sigue dominando nuestra conducta.

No necesitamos una dictadura para superar la actual barbarie. La democracia es capaz de hacer cumplir las leyes, solo necesita un Estado fuerte y eficiente. Los ejemplos existen. El problema mayor es esta espiral de frustración, ira y violencia que se desarrolla en nuestra alma y que crece con cada nueva injusticia. No obstante, su mayor causa es la desaparición de la tolerancia. No dudamos de nuestra percepción de la realidad. Reducimos el mundo a la lógica despiadada de la guerra. «Si no me apoyas estás en mi contra». Cualquier accidente no es un accidente, sino una agresión y yo debo responder generando mayor daño, porque de lo contrario no me «respetarán». Es el «sálvese quien pueda»; es la desaparición de la polis, de la nación. Dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en enemigos. Es el camino para pasar de una dictadura anárquica a un totalitarismo. Impedirlo está en nuestras manos, en anhelar vivir como ciudadanos a pesar de las circunstancias.

Es comprensible la rabia de la persona que mojé en el relato inicial. Lo terrible fue su errada percepción y su respuesta. Yo intenté el camino de la urbanidad y la paz, pero… ¿cómo volver a ser ciudadanos sin Estado y democracia?