Creer en el destino parece ser mucho mejor que vivir con incertidumbre. El destino da seguridad, así lo que se espere del futuro sea sufrimiento, porque hay una razón para que pasen los sucesos y no hay nada que hacer para cambiar la suerte. Esa seguridad permite vivir plenamente el presente, sin cuestionar las acciones que podrían cambiar el futuro. Por tanto, es posible soltar la responsabilidad sobre la vida y dejarla en manos de una fuerza ajena. El resultado es estar libre de preocupaciones, pues no hay poder para ejercer la libertad, cualquier opción estará mediada por el destino.

Comúnmente, en la literatura clásica griega el hado funcionó como eje de las historias. No es coincidencia que una de las enseñanzas helenas más importantes fuera encarar las desgracias con dignidad, porque el sufrimiento se entendía como resultado de una estructura predeterminada. Esto significa que cualquier cambio de suerte no era más que unas hojas adicionales de un libreto que ya estaba escrito, así que cuanto antes se aceptara la fortuna era mejor; el desespero o la recriminación servía poco.

Los protagonistas de las obras griegas, como en el caso de Aquiles, tenían un camino fijo desde que nacían o, a lo sumo, una alternativa: vivir como guerreros eternamente famosos o tener una vida larga, tranquila y placentera. En la actualidad, un mundo así, construido como un sistema binario, parece un paraíso perdido. Ahora las opciones son ilimitadas y la exaltación de la libertad, a modo de principio fundamental de Occidente, produce mucha ansiedad, porque para el futuro no hay una respuesta sencilla, asequible. Hoy en día, cualquier éxito o fracaso es la suma de una cadena de elecciones: el colegio seleccionado para los niños, el segundo idioma, la carrera universitaria, el país en el que se quiere permanecer o abandonar, el trabajo aburrido o la Aventura...

Aunque cuestionar el consumismo como paradigma de bienestar es un lugar común, la mayoría todavía toma decisiones con el propósito de acumular bienes. Este objetivo generalizado también produce incertidumbre. Vivimos en un mundo en el que no hay decisiones correctas, sino muchos caminos, cada uno compuesto por variables, en la mayoría de los casos, incontrolables. Entonces, por un lado, hay exigencias legitimadas por el deber ser de la sociedad consumista y, por otro, muchas posibilidades para fracasar. Es poco probable que una persona promedio pueda adquirir una casa con piscina y jardín en el mejor sector de la ciudad, carros, viajes y, por la misma naturaleza del consumismo, la lista no se detiene con la compra de un jet privado.

Paradójicamente, el capitalismo también opera como salvación, como si fuera un residuo del destino. Aunque el sistema produzca preocupación por no cumplir con el ideal social, también el hombre contemporáneo tiene una aspiración similar: garantizar la libertad y procurar que los deseos de los ciudadanos -convertidos en necesidades- sean satisfechos una y otra vez. Esta predestinación comunal es la creencia más extendida en la actualidad, como señala Yuval Noah Harari al advertir cuán difícil resulta encontrar un ser humano que no crea en el dinero o en su poder.

Lo mismo ocurre con cualquier otra ideología política o religión, ya que se remplaza la creencia en el destino por cualquier otra narrativa que dé un significado al sufrimiento y establezca una relación directa entre el presente y la construcción del futuro. Por ejemplo, el Protestantismo considera que si se cumplen los compromisos pactados con Dios habrá una recompensa por el trabajo duro, en esta vida y en la otra; y para algunas tendencias espirituales, que siguen creciendo, todos los aspectos de la vida son un escenario que previamente el alma sabia escogió para aprender lo que hace falta, hasta que no necesite un cuerpo. Estas creencias, al igual que la confianza en el destino, son narraciones que se aceptan. Harari explora en su obra varias ficciones humanas (el término no es despectivo, por el contrario, el autor aclara que es la habilidad que más ha impactado el desarrollo humano) y muestra que aferrarse a una historia da tanta seguridad que es fácil olvidar su carácter ficticio.

Así que una parte importante de la incertidumbre tiene que ver con desconfiar de las ideologías, religiones e incluso los clubes de aficionados deportivos que de alguna manera prometen un mejor futuro. La capacitad para cuestionar o la incapacidad de creer en una narración puede llevar, por un lado, a confrontar los límites éticos con las propias acciones, consecuencia importante dado que exige pensar en los otros; pero, por otro lado, también conlleva una carga y es tener que crearse, como si se tratara de un personaje, en una versión cada vez más insegura y quién sabe si más profunda.

Tal vez esto también implique afrontar situaciones como el COVID-19 con más ansiedad, porque el virus sigue siendo invisible, a pesar de que todos los días esté en las noticias. No se sabe qué hay al otro lado de la pandemia, ahora es un túnel negro y desde allí ficciones como la del dinero están desbordadas, porque escasea, porque no hay trabajo, porque no se sabe qué pasará con los hijos y porque el dinero sobra cuando queda un cuerpo tratando de respirar. También existe la posibilidad y un deseo -que está creciendo más de lo esperado- de que la incertidumbre sea sustituida por una narración más atractiva de la contada desde finales del 2019.