La tarde del 11 de marzo de 1982 fue la última vez que Francisca Cañadas se sentó a bordar bajo la palmera que había enfrente de la capilla del Cortijo del Fraile, como había hecho desde joven.

Atrás había dejado una existencia de exilio cuando decidió huir vestida de novia con su primo Francisco, de quien estaba enamorada, la misma madrugada de su boda con Casimiro.

Durante la huida, se encontraron en el camino a Níjar con el hermano de su prometido, el cual iba a la celebración junto a sus hijos y su esposa, hermana a la vez de Francisca. En la discusión, su cuñado disparó a Francisco y lo mató. La novia, para no perjudicar a sus sobrinos, niños de corta edad, ocultó el hecho y mintió sobre la autoría del crimen. La tragedia ocurrió la madrugada del 22 de julio de 1928. Había comenzado la noche anterior el ciclo de luna nueva, como una premonición de la muerte que estaba por llegar.

«Las veleidades de una mujer provocan el desarrollo de una sangrienta tragedia que cuesta la vida a un hombre», publicó La Voz de Almería el 30 de julio en su portada con grandes caracteres. Esas «veleidades», como informó arteramente, no solo causaron la muerte de su pretendido amante, sino que la vergüenza cayera sobre su familia para siempre; además, despertó el odio eterno en la sociedad y en Casimiro, el quien iba a ser su esposo. Este, que decidió marcharse a San José, rehízo allí su vida y se casó con otra mujer con quien tuvo varios hijos, algunos de los cuales viven actualmente en Almería.

En la Residencia de Estudiantes, allá por el lejano Madrid, un joven poeta, en su último día de estancia antes de irse de vacaciones a la Huerta de San Vicente, lee la noticia en ABC. Es el 24 de julio y le impresiona profundamente. Dos años más tarde compone Bodas de sangre, pero Lorca nunca llegó a conocer a Francisca. Crea al personaje de la novia sin nombre, como símbolo de drama universal, y en su obra aparece como una heroína hermosa que enarbola la bandera de la libertad y decide luchar por su felicidad junto a Leonardo. Lorca ensalza esa relación integral a la que como seres humanos tienen derecho.

En Bodas de sangre la novia intentará la búsqueda de esa felicidad, aun sabiendo la extrema dificultad de lograrla, y tras la muerte de su amado —él sí que tiene un nombre e intenta darle también sentido a su existencia— siempre defenderá su huida como un acto heroico. Es un símbolo de rebeldía en una sociedad asfixiante que no les permitía otra salida. La novia regresará con la cabeza alta por el sacrificio realizado y lanzará un mensaje a esa sociedad, a la que ya nunca más querrá reintegrarse.

En la realidad, Francisca Cañadas, Paca la Coja, recibía ese apodo por una lesión que le había ocasionado una de las palizas de su padre cuando era niña. Jamás pretendió ser una heroína; no era hermosa y nunca enarboló bandera alguna, solo, y a su pesar, la de su propia desgracia. Francisca vivirá estigmatizada por ser mujer y desafiar, sin pretenderlo, las estructuras de una sociedad que la oprimió hasta después de su muerte.

Afectada por demencia senil, unas sobrinas se la llevaron, tal como indiqué en la primera línea de este escrito, a Níjar, donde murió el 10 de julio de 1987 a la edad de 79 años. Cuando ocurrieron los sucesos que marcarían su vida tenía 20 años. Fue enterrada en el cementerio de la ciudad, pero no encontraréis su tumba, ya que manos anónimas y despiadadas han cambiado lápidas, y su partida de defunción también ha desaparecido. Nadie en el pueblo os dará razón.

Paca la Coja solo está en el recuerdo de algunos de nosotros y nunca tuvo un poeta como Federico que la glosara.

He vuelto muchas veces a la soledad del cortijo, en estado de total ruina por la desidia de las autoridades y el vandalismo. Allí solo quedan recuerdos y mucha tristeza. Ha desaparecido su habitación.

Ninguna vida / junto a la puerta, / junto al hogar helado./ Y el espesor del tiempo/ en la sal de la tierra / y en la mentira. / Útero helado, / tonada de cuna clara, / llanto rebelde, / añil en tus ojos y oración, / arcilla tus labios eternos; / niña del espejo roto.

Se han derrumbado, también, las escaleras por las que bajó para huir con su primo y la chimenea donde se calentaba en los inviernos, porque también hace frío en el Cabo de Gata.

No sé si volveré alguna vez más por el cortijo. Siempre que voy juro que será la última vez. Recuerdo que la primera (sería sobre 1995) entré en el patio, donde ya solo había paredes ruinosas y maleza.

Solo escombros / y un tiempo que se pudre / y se hace dulzón / y se hace mármol negro.

La soledad, la Serreta de Níjar y al fondo Sierra Nevada eran mudos testigos de mi desolación. En mi íntimo destierro, y ensimismado en mis pensamientos, de pronto sentí ese ruido tan especial que hacen las gallinas al querer volar, ellas que hace miles de años que no saben. Eran cientos las que yo oí aletear aquella tarde durante un espacio de tiempo impreciso. Marché atemorizado juré nunca más volver.

El 8 de marzo de 1933 se estrenó en el teatro Beatriz de Madrid Bodas de sangre, por la compañía de Josefina Díaz y Manuel Collado. El ABC de la época comentaba la noticia: «Esta noche se congregará en la elegante sala del nuevo coliseo del barrio de Salamanca el todo Madrid de las fiestas de arte».

El día del estreno, Federico García Lorca tuvo que subir varias veces al escenario para agradecer al público. No dejaban de aplaudir en verdaderas ovaciones entusiastas ante la poesía hecha carne, según narró el periódico La Libertad al día siguiente.

Dos años antes, en 1931, Colombine, la periodista almeriense Carmen de Burgos, había publicado Puñal de claveles inspirándose en los mismos hechos. Pero Carmen de Burgos nos sitúa solo al borde de la tragedia, donde la realidad y Lorca se adentran.

Colombine recoge la tradición del rapto de la novia y remarca, como Federico, la problemática y frustración de los personajes, pero ella, mujer sensible, ofrece un final abierto lleno de esperanza. Nos describe a los protagonistas en plena huida y vislumbrando la salvación:

Solo respiraron al comprender que llevaban ya delantera bastante para poder escapar hacia otro continente, hacia la promesa de una vida nueva, olvidados de todo, cegados de luz, en una ingratitud suprema para el pasado y envueltos en la ola de aquella pasión duplicada por el triunfo sobre todos los convencionalismos y por el puñal afilado del aroma de los claveles.

En realidad, Colombine estaba soñando con un mundo mejor.

Hoy, 21 de marzo de 2017, he vuelto al cortijo de nuevo. Es equinoccio de primavera, pero en este secarral apenas se nota la vida renacida.

Al llegar me he situado como siempre, junto a la puerta por donde ella acostumbraba a salir. Entonces he comprobado con infinita tristeza que la palmera donde tantas tardes se sentara a bordar, ha sido atacada por esa metáfora de la muerte llamada picudo. Sus ramas resecas han caído a tierra y solo queda un tronco doblado y carcomido que, posiblemente, caerá con las primeras ventoleras del próximo invierno.