Solitario, pero no con esa soledad de quien rehúye el contacto con su prójimo, aislado en la vacuidad de su ego, sino con la emoción de quien se levanta de madrugada a limpiar la casa para todos aquellos que quieran traspasar sus puertas francas. Así es Mauricio Vargas Ortega, un poeta inclasificable dentro de la norma literaria costarricense y que, desde sus inicios, sin importarle los golpes de la experiencia, ha sabido acercarse a una senda distinta, límpida, por donde transitan las grandes luces de la poética mundial.

Mauricio escribe constantemente, y ello lo ha llevado a poseer, a esa edad de los tempranos filósofos, una nutrida obra que incluye el ensayo y el relato testimonial, amén de su amada poesía. Extenderse en otra cosa que no sea su obra es necedad, desvirtuar la palabra con las debilidades humanas. Así pues vayamos a su obra poética y tratemos de leer entre líneas, y así develar hasta donde nos sea posible el poema elegido.

Credo

Captar el sonido de una noche silenciosa.
Ver, en la total obscuridad,
las siluetas que tendrán las imágenes futuras.
Dormir sin sueño,
caminando por las calles conocidas.
Evadir los mismos diálogos
con distintos comensales.
Manifestar mi insatisfacción fingida
por este cuerpo físico.
No confesar nunca el origen real de este flagelo.
Invocar a Dios cada mañana
con la imagen de mi madre en el espejo.
Es este mi credo,
mi profesión en tiempos de sequía.
Detener en la visión de los florecidos árboles
la esencia de estos ojos y esta dicha.

Y ahora haremos un intento por ingresar a esa casa que Mauricio ha preparado para nosotros. Dejemos que sea la pregunta la que guíe nuestra intención hacia los sabores de lo inconmensurable.

Captar el sonido de una noche silenciosa.

Percibimos la realidad a través de nuestros sentidos, lo que oímos, por ejemplo, es la interpretación de nuestro cerebro de la información que hay «allí afuera». Pero luego, ¿qué es la noche? ¿Es simplemente oscuridad en los cielos? ¿Y qué son «los cielos»? ¿Hay la noche o las noches?

Ver, en la total obscuridad,
las siluetas que tendrán las imágenes futuras.

¿Qué «ojos» miran esa «oscuridad»? ¿Total? ¿Nos habla del anhelo de transformar la «dureza del corazón» para que la luz penetre? ¿Y qué tiempo existe en esa oscuridad? ¿No es ese futuro el devenir de la luz que finalmente nos tocará cuando nuestro corazón de piedra sea vencido?

Dormir sin sueño,
caminando por las calles conocidas.

¿Camina el deseo, latente, por la realización del sueño?

Evadir los mismos diálogos
con distintos comensales.

¿Todo es lo mismo en la realidad total, vencida la ilusión de la materia?

Manifestar mi insatisfacción fingida
por este cuerpo físico.

¿Hemos visto el egoísmo en el espejo riéndose de nosotros, de los burdos deseos de la carne que como tesoros anhelamos?

No confesar nunca el origen real de este flagelo.

¿Quién entenderá, ceñido en su propio flagelo, el flagelo del vecino? ¿Cuándo veremos que el dolor de mi vecino es mi dolor, como el mío el suyo, que somos uno?

Invocar a Dios cada mañana
con la imagen de mi madre en el espejo.

No hay pregunta, porque no hay duda: elevar mi intención hacia lo eterno, hacia lo único, otorgando el amor que he recibido, como un niño que anhela el vientre materno, o Adán que retorna al paraíso, sabiendo que la llave del jardín es otorgar al prójimo.

Es este mi credo,
mi profesión en tiempos de sequía.
Detener en la visión de los florecidos árboles
la esencia de estos ojos y esta dicha.

He escuchado, incluso de destacados prosistas, decir que no entienden la poesía, y por eso la evitan. No vale la pena extenderse en este punto, pero sí deseo comentar que para «comprender» la poesía la razón no basta. Así, quien se vale solo de la racionalidad encontrará siempre las puertas cerradas. La esencia de la poesía es irracional (aunque no la locura), es un abrirse a lo inconmensurable y permitir que nos toque. Solo entonces podremos paladear los sabores que la poesía desea darnos.

Pero esa cercanía con la locura, con lo irracional y simplemente caótico, que se traduce entre otras formas en la estética del absurdo, engaña como un falso profeta. En nuestro caminar en el mundo nos enfrentamos a diversas etapas del desarrollo, y esto lo sabe el artista sobremanera, de ahí que aunque haya espinas, el premio de la rosa, para usar un lugar común por todos conocido, vale la pena del viaje. En nuestro ser, el contraste de la luz y la oscuridad nos brinda, como con el bien y el mal, la posibilidad de conocer a través de la experiencia, con sus consecuencias. Pero llega un momento en el que el deseo por lo sublime es superior al deseo por lo perecedero, terrenal, que satisface nuestros apetitos egoístas.

Cabe preguntarse si nuestro poeta, Mauricio Vargas, ha llegado a ese punto. Yo confío en que sí, pero ese deseo, igual que un pétalo de rosa, sí, otra vez la rosa, debe desarrollarse hasta poder mostrar la gloria de sus delicias. Mauricio lo está haciendo, caminando por el sendero de la poesía imperecedera. ¿Y quién entiende este dilatado anhelo de ascenso?

Esa pregunta no aflige a Mauricio, pues él sabe que la poesía encuentra sus lectores cuando éstos están preparados, cuando han finalizado ese rito de iniciación que es la vida y puede entonces ver en la oscuridad las luces futuras.