De los textos de ficción escritos sobre la tragedia de Chile, este es el más visceral y desgarrador de todos. Su autor, uno de los mejores novelistas chilenos, crearía esta novela, al parecer como su última obra y la tercera póstuma, recuperada gracias al trabajo señero del crítico Fernando Moreno, al apoyo, generosidad y celo del hijo, Marcelo Droguett, y al oficio del editor Gonzalo Contreras, a través de Editorial Etnika, cuya labor de difusión de obras necesarias, ya sean olvidadas o preteridas por la endémica inadvertencia cultural que padecemos, se destaca en el ámbito de las letras nacionales desde hace una década.

Según pasan los años se convierte en una lectura que nos remece y conmueve, arrastrados por la vibración torrentosa y arrolladora de la voz narrativa de Carlos Droguett, cuya forma expresiva en el abigarrado texto de trescientas páginas es, en esencia, un monólogo, pese a que hay una segunda intervención vocálica que no alcanza a configurar un genuino diálogo; se trata de su amigo, Hugo Salvatierra, vendedor de libros y trotamundos, a cuyo departamento, ubicado en el centro de Santiago de Chile, acude Carlos para refugiarse temporalmente y vivir, en singular peripecia, las horas del día más largo y siniestro en la historia de Chile, el 11 de septiembre de 1973. Hugo, más que un contrapunto amistoso, se transforma en una suerte de eco o resonancia temática de Carlos, asimismo en un espejo cóncavo donde se reflejan los avatares de la tragedia, por efecto de la confusión de rostros conocidos y caras, siluetas e imágenes monstruosas y acechantes.

Como en el Ulyses de Joyce –según señala certeramente Diamela Eltit- la trama de la novela se desenvuelve en las horas de una jornada, aunque los sucesos desarrollados en esta cronología en apariencia breve, se engarzan con los hilos de la memoria, sea ésta reciente, lejana o remota, en el desesperado propósito del autor-hablante por desenredar la madeja de los acontecimientos desbocados, para entender la espantosa tragedia, cuyo centro humano, paradigmático y heroico, está constituido por la figura extraordinaria del presidente Salvador Allende, inmolado en medio del bombardeo y del incendio de La Moneda.

La prosa ígnea de Carlos Droguett carece de pausas o treguas; es una carrera de larguísimo aliento a la que el lector se ve impelido, sin el alivio de un capítulo o un apartado que semejara breve posada en el camino donde descansar los ojos. Nada. De la primera a la última palabra, el discurso es uno, de suyo admirable por el poderoso e inigualable fuelle narrativo del autor, que no escribe aquí -que no escribió nunca-, para detenerse en disquisiciones o buscar brillos semánticos o sorpresas urdidas en lenguajes de academia. Nada de eso, pues en él se cumple aquello del imperativo escritural como el pulso de una respiración que no puede ser interrumpida sino a riesgo de la asfixia, entendida como renuncia, rendición o derrota. Droguett no alza su bandera blanca; su pabellón es rojo, del color de la sangre, esa que nos mostró derramada en su novela testimonial Sesenta Muertos en la Escalera.

A Droguett le duele Chile, como a Unamuno le dolía España, y la servidumbre de ese padecimiento moral y físico es en el chileno la pulsión inagotable de la palabra escrita, la vocación llevada a la cima de su propio Gólgota. Lamentación viril, lejos de toda auto-conmiseración o de planto elegíaco por el avasallamiento de la patria soñada, en cuyo proceso de advenimiento él se comprometiera, desde las avanzadas populares de la cultura. Por eso –salvo quizá los mil días del Gobierno de la Unidad Popular- Carlos Droguett fue un impenitente exiliado, no de extrañamiento geográfico, sino de ese exilio interior e irreparable de los grandes espíritus humanos. Como un Sócrates, que en lugar de la cicuta apurara el corrosivo y terrible veneno de la memoria de los hechos arteros, Droguett vuelca sus palabras hechas literatura magistral, sabiendo que sucumbirá sólo al desgranar la última, y ésta bien podría ser «Allende».

El estilo se vuelve atropellado, a ratos vertiginoso, como si las palabras escaparan a la pluma en la enrevesada caligrafía del manuscrito, como si el trazo buscara escribir más rápido que el pensamiento. Así, Carlos Droguett se vuelve un orador que se dirige a un interlocutor, a la vez multitudinario e invisible, que es la conciencia enajenada de Chile, un país para él extraño, irreconocible, amenazador; una sociedad que se dejó avasallar por la felonía y la traición, que olvidó sus paradigmas, apuñalando a sus auténticos héroes…

...Yo comprendía, es decir trataba de comprender lo que Hugo me había dicho que lo que había ocurrido ese día a pocas cuadras de nosotros, y que también estaba ocurriendo en nuestra memoria, invisiblemente en nuestros ojos ciegos que no se miraban a sí mismos y el espectáculo que ellos recogían, que lo que escuchaban nuestros oídos y no se atrevían a contárselo a la lengua, a dejarlo deslizarla como una gota fatal, como un rosario de gotas intransigentes y terribles en la garganta, que eso, eso era la vida, la verdadera historia de la vida y que eso le habría gustado a Shakespeare, porque él sin drama y sin historia no existía, él sin sufrimiento y sin seres vivos que se comían ese sufrimiento o eran comidos por él no habría sido nunca Shakespeare, algo así como si el drama, la tragedia, el horror, fueran su alegría, su atroz y cósmica alegría de testigo irremplazable. Pudiera ser que Hugo tuviera razón, que todo ese drama, la traición que había desencadenado ese drama, el susurro y el disimulo en que se habían deslizado los traidores, los rastreros, los asesinos, era realmente un drama, una novela, una tragedia que jamás nadie escribiría, porque Allende estaba muerto y podría haberla contado en una docena de discursos o en sus fatales memorias…

El propio Carlos iba a despejar esa duda inquietante, en su postrer esfuerzo literario, premunido de un cuaderno y de bolígrafos, como una expurgación de sus propios demonios, más que intentando una catarsis al estilo de la psicología burguesa. Era para él la desazón de un revolucionario, el desasosiego de un espíritu socialista y libertario que se había identificado, en cuerpo y alma, con el sueño de ese médico idealista y algo ingenuo, que vislumbrara un mejor destino para su patria, sin ensangrentarla al modo de los caudillos fratricidas.

Y como la oratoria es diferente a la escritura en su ordenación sintáctica, la novela está llena de énfasis y de repeticiones, que el autor no alcanzó a depurar. Así, pues, el mérito final ha sido el de Fernando Moreno y el de Marcelo Droguett hijo, para descifrar y componer o recomponer lo que parecía confuso o inextricable.

Ya no parece que hubiera libros imprescindibles… Este lo es, sin lugar a dudas; una especie de caleidoscopio de historias veraces, que lees y aprecias como si giraras sus palabras hechas piedras de colores, a la manera de un puzle imposible, impregnado de la ceniza del absurdo, para procurar entender una tragedia aún no resuelta en el imaginario colectivo de Chile.

Los años han pasado sobre nosotros, sin misericordia ni aspavientos. Las palabras de Carlos Droguett parecieran sugerirnos, a la postre, que no todo ha sido en vano. Es lo que quisiéramos creer en la difícil pero esperanzada resurrección textual que el novelista ha dejado, sobre la mesa que siempre aguarda al impenitente y pertinaz lector que somos.