Estamos a principios del siglo XXI, lo que significa que estas palabras serán leídas sobre todo por no personas: autómatas o muchedumbres aturdidas que ya no actúan como individuos. Las palabras serán picadas, atomizadas y convertidas en palabras clave de motores de búsqueda dentro de conglomerados industriales de computación en nube ubicados alrededor del mundo en lugares remotos, generalmente secretos. Las palabras serán copiadas millones de veces por algoritmos diseñados para enviar un anuncio a alguien, en algún lugar, que se identifique por casualidad con algo de lo que digo. Esas palabras serán escaneadas, remezcladas y tergiversadas por multitudes de lectores rápidos y perezosos en sitios wiki y en cadenas de mensajes inalámbricos agregados automáticamente. Las reacciones a mis palabras degenerarán una y otra vez en cadenas absurdas de insultos anónimos y polémicas inconexas. Los algoritmos hallarán correlaciones entre aquellos que leen mis palabras y sus compras, sus aventuras románticas, sus deudas y, dentro de poco, sus genes. A la larga, estas palabras contribuirán a las fortunas de aquellos pocos que han sido capaces de situarse como señores de las nubes informáticas. El amplio abanico de destinos de estas palabras se desplegará casi por completo en el mundo sin vida de la información pura. Solo en una pequeña minoría de los casos estas palabras serán leídas por ojos humanos de verdad. Y, sin embargo eres tú, la persona, una rareza entre mis lectores, a quien espero llegar. Las palabras de este libro están escritas para personas, no para ordenadores. Hay algo que quiero decir: tienes que ser realmente alguien antes de poder compartir lo que eres.

Hace una década, las posibilidades de Internet eran aún una promesa llena de gran potencial. Su fortaleza comercial era un hecho, ya no era difícil ver que iba a cambiar para siempre el modo de vida de las personas , y las recién nacidas redes sociales parecían capaces de lograr, de una manera bastante perfecta, un viejo sueño ilustrado: conectar a los individuos y permitirles intercambiar emociones e información, con tanta facilidad que el origen de muchos de los conflictos humanos, la incomunicación, la falta de elementos de juicio, las fronteras que separan y distinguen las experiencias de unos y otros podría minimizarse. Creíamos en que la sabiduría de las multitudes haría que en las plataformas sociales, cien cerebros pensarían mejor que uno para dejar en manos de la comunidad todo el poder.

Además, existía la ilusión de que supusiera el principio del fin de la jerarquía y la autoridad. En la llamada Web 2.0, todos participábamos en igualdad de condiciones en un diálogo global. Los gobiernos no debían meterse en él, puesto que uno de los principales fines de la web era mantenerlos a raya. Se pensaba incluso (recordemos las primaveras árabes u Occupy Wall Street) que sería posible derrocarlos.

Hasta que sucedió entonces que lo que parecía un atisbo de libertades empezaba a ser exactamente lo contrario de lo que debía: no solo no se había convertido en una especie de paraíso libertario sin intromisión estatal y en una plataforma para el diálogo desinteresado, sino que había caído presa de los intereses de las grandes empresas y adoptado algunas de sus peores expresiones. No se trataba únicamente de la avaricia, que podía darse por descontada, sino de algo peor: una obsesión, que iba más allá del marketing tradicional, por alterar la conducta de los usuarios.

El caso es que en las diferentes iteraciones de las redes sociales, sobre todo de Facebook durante una década, su diseño se fue torciendo y su modelo de negocio basado en algoritmos adaptativos y publicidad nos han colocado hoy en una sociedad falsaria que debemos analizar: mucho postureo para esconder lo que verdaderamente nos sucede, cámaras de eco y sesgos de confirmación que profundizan las diferencias y las transforman en agresiones y ciberacoso, trolls, noticias y perfiles falsos que solo buscan distorsionar nuestras conversaciones, y una línea de tiempo de contenidos que no controlamos y nos manipula.

¿Cómo podemos seguir siendo autónomos en un mundo en el que nos vigilan constantemente y donde nos manipulan en uno u otro sentido unos algoritmos manejados por algunas de las empresas más ricas de la historia, que no tienen otra manera de ganar dinero que consiguiendo que les paguen por mantenernos pegados a nuestros dispositivos electrónicos?

Adictos a la atención

Sin embargo, casi todos parecemos aceptarlo por una razón simple: las redes nos han hecho adictos a la atención; lo que más deseamos es que nos hagan caso, lo cual ciertamente es patético. ¿Cuántos perfiles existen en Facebook, donde el carrete de fotos tiene más de una docena de selfies en todas las posiciones y habitaciones posibles pidiendo a gritos la atención y el like de sus followers? Una vez más, esto no es nuevo, pero su escala ha adoptado proporciones peligrosas: sin otra cosa a la que aspirar más que a la atención de los demás, las personas normales suelen transformarse en idiotas, porque los más idiotas reciben la máxima atención. Este sesgo intrínseco favorable a la idiotez marca el funcionamiento de todas las demás partes de las redes sociales. Cualquiera que dedique algo de su tiempo, aunque sea una pequeña parte, a las redes sociales lo ha experimentado. No es muy distinto de otras adicciones: excita nuestro cerebro, pero sabemos que está mal.

Entre todas las razones que habría para atacar esta adicción y tal vez poner un alto a nuestra desmesurada manía por no despegarnos de Facebook o Twitter, estas cinco resaltan de las otras:

  • Estás perdiendo tu libertad

Una gran cantidad de datos sobre nosotros se recopila y se filtra en todo momento, incluidas las expresiones faciales, la forma en la que se mueve tu cuerpo, lo que sabes, lo que lees, a dónde vas, qué comes y demás. Luego, los algoritmos utilizan estos datos para crear fuentes de estímulos, tanto de anuncios pagados como de publicaciones no pagadas, que están diseñados para atacar personas específicas y aumentar la efectividad de dichos «anuncios». Las redes sociales, en especial Facebook, pretenden guardar registro de todas nuestras acciones: qué compartimos, qué comentamos, qué nos gusta, dónde vamos. Somos como animales de laboratorio, y formamos parte de un experimento constante para que los anunciantes nos envíen sus mensajes cuando somos más susceptibles a ellos. Esto también ha tenido consecuencias políticas: los grupos que distribuyen noticias falsas se encontraron con una interfaz diseñada para ayudar a los anunciantes a alcanzar a su público objetivo con mensajes probados para conseguir su atención. A Facebook le da igual que estos «anunciantes» sean empresas que quieren vender sus productos, partidos políticos o difusores de noticias falsas. El sistema es el mismo para todos y mejora cuando la gente está enfadada, obsesionada y dividida.

  • Te están haciendo infeliz

Existen diversos estudios que muestran que, a pesar de las posibilidades de conexión que ofrecen las redes sociales, en realidad sufrimos «una sensación cada vez mayor de aislamiento», a causa de motivos tan dispares como los estándares irracionales de belleza o estatus, por ejemplo, o la vulnerabilidad a los trols.

Los algoritmos nos colocan en categorías y nos ordenan según nuestros amigos, seguidores, el número de likes o retuits, lo mucho o poco que publiquemos. De repente tú y otra gente forman parte de un montón de competiciones en las que no habían pedido participar. Son criterios que nos parecen poco significativos, pero que acaban teniendo efectos en la vida real: En nuestros feed’s que vemos, quién nos aparece como posible cita, qué productos se nos ofrecen. También pueden acabar influyendo en futuros trabajos: muchos de los responsables de recursos humanos buscan a sus candidatos en Facebook y en Google.

En cuanto a los trols, absolutamente todos tenemos un trol dentro. En el contexto de las redes sociales, las opiniones se polarizan y, a menudo, las discusiones no son oportunidades para dialogar, sino para ganar puntos a costa de dejar a los demás en evidencia. Recuerda: las emociones negativas son el alma de las redes sociales. Pasar el tiempo en un entorno que carece de contexto o empatía es la receta perfecta para la infelicidad.

  • Están debilitando la verdad

Las teorías de la conspiración más locas a menudo empiezan en redes sociales, donde su eco se amplifica, con la ayuda de bots y antes de aparecer en medios hiperpartidistas. El mismo terraplanismo nació a partir de unos pocos grupos en Facebook, amplificados por un algoritmo que daba repercusión a estas publicaciones que se comentaban y compartían más por lo disparatado de su contenido que por su verdadero alcance. Personas altamente educadas siguen creyendo en anuncios de clickbaits en feeds falsos y en videos editados de mentiras repetidas 1.000 veces, que según ellos son totalmente veraces.

Estas personas, como millones de otras, están atrapadas en burbujas de fantasía y negatividad, mientras buscan una nueva inyección de estímulos sociales todos los días. La razón por la que las teorías de conspiración son tan rampantes en las redes sociales es porque generan paranoia, o lo que sería una forma eficiente para las plataformas sociales de mantener la atención humana, generando clics, altos tiempos de visita y, por lo tanto, dinero. No porque alguien lo haya pensado, sino porque parece funcionar. La paranoia es contagiosa. Como resultado, hordas de personas pensantes se deslizan en fantasías peligrosas.

  • Están destruyendo tu capacidad para empatizar

Aquí retomamos el concepto de burbuja, concretamente el «filtro burbuja», término acuñado por Eli Pariser. En Facebook, por ejemplo, las noticias aparecen en la portada según la gente y los medios a los que seguimos y, también, dependiendo de los contenidos que nos gustan. La consecuencia es que en Internet accedemos a menudo solo a nuestra propia burbuja, es decir, todo aquello que conocemos, con lo que estamos de acuerdo y que nos hace sentir cómodos.

Es decir, no vemos otras ideas, sino que solo nos llegan sus caricaturas. Y, en consecuencia, en lugar de intentar entender las razones que hay detrás de otros puntos de vista, nuestras ideas se refuerzan y el diálogo es cada vez más difícil.

Lamentablemente existen efectos perjudiciales a corto plazo impulsados por la dopamina que las personas desarrollan a través de los algoritmos de las redes sociales.

Los algoritmos intentan encontrar los parámetros perfectos para manipular el cerebro en busca de un significado más profundo ajustándolo de diversas maneras. Pero no hay un significado más profundo porque los estímulos de los algoritmos son arbitrarios. La adicción a las redes sociales es el resultado inevitable y nadie se salva, Donald Trump es el ejemplo perfecto de un sujeto con adicción a Twitter. Y como cereza del pastel, las emociones negativas como la ansiedad y la ira permanecen más tiempo que las positivas, lo que termina generando una «ampliación global antinatural».

Clic delete para salvar tu mente

En realidad la premisa es bastante sencilla:

Si al participar en cualquiera de las plataformas de Internet detectas algo desagradable en tu interior, una inseguridad, una sensación de baja autoestima, un anhelo de atacar verbalmente a alguien, abandona esa plataforma de inmediato. Así de fácil. No merece la pena. No publiques ese video con insultos, no tuitees como represalia, no expongas a la persona.

Y sí, entiendo que existen diversas comunidades productivas en Facebook y Twitter, pero es mucho peor lo que también han construido: una sociedad falsaria de falsas muchedumbres, bots, reseñas falsas, personas falsas, perfiles automatizados y un vandalismo social invisible. Lo más preocupante es lo que venimos enfatizando, las redes sociales modifican nuestros estados de ánimo sin siquiera enterarnos: si resulta que ciertos tipos de publicaciones nos entristecen y un algoritmo está intentando que estemos tristes, aparecen más publicaciones de esa clase. Ni siquiera nos damos cuenta que estamos siendo manipulados. El efecto es sutil, pero acumulativo.

Esa comprensión quizá nos lleve a profundizar dicha relación a los lazos sociales fuertes y a un grupo más pequeño de personas asociadas a nuestros intereses profesionales, pero a su vez limitar lo que expresamos a los lazos sociales débiles más amplios y difusos. Convertirse en un verdadero influencer en las redes no implica necesariamente acercarse a la masividad desde la superficialidad. Aunque suene a trabalenguas, quienes son influencias de pocas personas, a su vez influyentes, son más eficientes que quienes influyen a un montón de gente, que a su vez no son influencia de nadie.

La viralidad no es la verdad, solo es popularidad inducida.

Para finalizar dejo esta cita de Mark Zuckerberg (sí, irónico), que pudiera resumir todo mi texto:

Saber que una ardilla se muere delante de tu casa en este momento, puede ser más relevante para tu interés que el hecho de que la gente se muera en África.