En 2025 se cumplen 27 años desde la publicación de lo que se considera el mayor fraude médico de la historia. Para entenderlo, primero hay que ver un poco de contexto. Las vacunas han salvado a cientos de millones de vidas, se estima que aproximadamente 154 millones de muertes han sido evitadas solo en las últimas dos décadas, y las primeras vacunas existen tan solo desde finales del 1700.

Pero de todas ellas hay un grupo específico de vacunas que se asoció erróneamente, hace casi tres décadas, al autismo. La vacuna del sarampión fue creada en 1963, la de las paperas en 1967 y la de la rubéola en 1969. En 1971 Maurice Hillman desarrolló una vacuna combinada que proporcionaba inmunidad a las tres enfermedades mencionadas anteriormente con un solo pinchazo, lo cual por supuesto colaboró a que más personas se vacunaran y a que toda la logística fuera más sencilla. Y esta vacuna, llamada triple vírica, funcionó sin inconveniente alguno durante 27 años.

El problema comenzó en 1998 cuando Andrew Wakefield publicó un supuesto estudio que, según decía, había hecho en 12 niños, y aseguraba que había tenido la autorización de los padres con consentimiento informado. En este estudio, que publicó en The lancet decía que, dos semanas después de recibir la vacuna triple vírica, todos habían desarrollado síntomas de algo que llamaba “enterocolitis autística”. Esto, según Wakefield, involucraba síntomas gastrointestinales y también temas neurológicos. Es fácil notar que 12 niños no es una muestra significativa para un estudio, pero lo que pasó después fue aún más grave.

Este estudio causó un gran impacto en el área científica y, por ende, muchísimos médicos intentaron replicarlo en otros lados y con otras muestras de población, y no les funcionó. En ninguno de los estudios se pudo replicar el mismo resultado. Afortunadamente, el reputado periodista Brian Deer, que se había dedicado a la investigación de temas médicos, se interesó y decidió ahondar en el asunto.

Partió contactando a los padres de los 12 niños que habían participado en el estudio de Wakefield. Lo primero que encontró es que habían sido elegidos a dedo en lugar de que fuera una muestra al azar, lo que le restaba significativamente la objetividad, pero además todos se conocían entre sí. Los padres le confirmaron a Deer que ellos no habían dado autorización para que se publicara la investigación ni para que les hicieran algunos estudios altamente invasivos a los niños. También confirmaron que los síntomas no habían aparecido dos semanas después de la vacuna: algunos tuvieron síntomas seis meses después, otros los tenían incluso antes de ponerse la vacuna. Asimismo, solo uno de los 12 niños tenía características autistas, los otros tenían otras circunstancias, como por ejemplo dificultades en el aprendizaje.

Por otro lado, la investigación estaba financiada por un grupo de abogados que quería demandar a la empresa que fabricaba la vacuna triple vírica. Brian Deer descubrió que, un año antes de que se realizara el supuesto estudio, Wakefield, el mismo autor de este, había registrado una patente para una vacuna contra el sarampión y un tratamiento para la “enterocolitis autística”, pues evidentemente la vacuna triple vírica era una gran competencia si planeaba lanzar una contra el sarampión, y necesitaba inventar una enfermedad como la “enterocolitis autística” para poder vender un tratamiento contra esta, por eso fue que los niños fueron elegidos a dedo.

Brian Deer publicó en 2010 su investigación sobre Andrew Wakefield, que demostraba todas las discrepancias con el estudio, la falta de ética y los evidentes conflictos de interés. Esto llevó a que hubiera una ardua investigación por parte del Consejo General de Medicina del Reino Unido, la que trajo como conclusión que Wakefield había falsificado todo, que había tratado de engañar a mucha gente y señalaban que había cometido actos “despreciables y deshonestos”. Esto llevó a que fuera encontrado culpable de cuatro cargos de fraude y 12 cargos de abuso de niños con discapacidad del desarrollo.

El resultado fue que revocaran definitivamente su licencia médica, a lo que Wakefield huyó a los Estados Unidos para instalarse en su nuevo gran engaño: liderar grupos antivacunas. También, la revista The Lancet, que es quien había publicado originalmente el estudio, lo retractó públicamente. Hoy en día se puede ver en la misma revista publicado con un texto rojo grande que indica Retracted. El nombre de este artículo era Ileal-lymphoid-nodular hyperplasia, non-specific colitis, and pervasive developmental disorder in children.

Si esto no es suficiente para entender que el origen de la relación entre vacunas y autismo fue un absoluto fraude, hay que considerar también lo siguiente: después se hizo un estudio en Dinamarca, titulado A Population-Based Study of Measles, Mumps, and Rubella Vaccination and Autism, en el que se estudió a más de 500.000 niños, buscando una relación entre las vacunas y el autismo, y encontró que no existía tal relación. Después hubo otro estudio que involucró a más de 1.200.000 niños, que se llamó Vaccines are not associated with autism: an evidence-based meta-analysis of case control and cohort studies, que también demostró que no había ninguna relación entre el autismo y las vacunas.

El escándalo de Wakefield generó estos y muchísimos más estudios, y el 100% de ellos demostró que no había una relación, pero además hubo uno muy interesante que hicieron en Japón, llamado No effect of MMR withdrawal on the incident of autism: a total population-based study, que tomó en cuenta que durante un período hubo un descenso significativo de la vacuna triple vírica en la vacunación de Japón, lo cual según las ideas de Wakefield debería haber generado un descenso en el autismo, pero lo que sucedió fue lo contrario: los casos de autismo aumentaron. ¿Por qué aumentaron? Por una simple razón: cada día sabemos más sobre autismo y, por ende, es más accesible el diagnóstico. Siempre hubo autistas solo que los criterios diagnósticos estaban más desinformados.

Hoy sabemos que, al menos en un 80% de los casos, el autismo es hereditario, lo que está respaldado por numerosos estudios hechos en millones de personas. Y además todos los estudios apuntan a que, incluso en los casos que no entren en ese 80%, es una formación neuronal diferente, que se desarrolla antes de nacer. Por ende, ni vacunas ni ningún factor exterior podría generarlo. El autismo es, nada más y nada menos, un tipo de cerebro diferente.

Por otro lado, si las vacunas produjeran autismo, la gran mayoría de la población sería autista, ya que en casi todos los países está instaurado un programa de vacunación masiva desde la infancia. Sin embargo, se estima que tan solo el 2,94% del planeta es autista, lo que refuerza aún más la evidencia de que no existe ninguna relación entre las vacunas y el autismo.