La revolución teocrática de 1978 dirigida por el ayatolá Ruhollah Jomeini y que puso fin a la monarquía y dictadura del sah, Reza Pahlavi, tuvo varias consecuencias en el mapa político del Medio Oriente. No hay que olvidar que el Reino Unido y Estados Unidos fueron grandes aliados de Irán y en particular de Pahlavi. Tanto así que hoy se conoce que ambos países derrocaron en 1953, con el consentimiento del sah, al entonces rimer ministro Mohammad Mosaddek, quien había sido elegido democráticamente en 1951 y tuvo la mala idea de nacionalizar el petróleo con el apoyo mayoritario del Parlamento iraní. Fueron los ingleses, propietarios de los yacimientos, los que prepararon el golpe apoyados por la reciente creada CIA, en una de sus primeras operaciones de grueso calibre en el exterior.

Fue entonces cuando el «rey de reyes», Reza Pahlavi, se hizo con el poder absoluto generando en algo más de dos décadas todo lo necesario para su caída: empobrecimiento de la mayoría de la población, enriquecimiento de la elite, represión sin límites a cargo de la tenebrosa Savak y una forma de vida de ostentaciones y derroche de la monarquía, propias de las Mil y una noches. Justo lo que Khomeini necesitaba para volver en gloria y majestad desde su exilio en París y proclamar la República islámica. Hasta un año antes de la caída del Sah, las relaciones entre Washington y Teherán eran fluidas, como lo atestigua la visita del expresidente Jimmy Carter en 1977, quien declaró en su discurso en la cena oficial: «nuestra amistad es insustituible…. No hay otro líder por el que sienta una mayor gratitud y amistad personal». Sin embargo, Pahlavi terminó sus días exiliado en Egipto debido a las sucesivas negativas a recibirlo de por lo menos 6 países, incluido Estados Unidos.

Las consecuencias del cambio de régimen en Irán produjeron un reordenamiento del equilibrio político de la región. Estados Unidos perdió un aliado y ganó un enemigo; el presidente Carter fracasó en un operación militar de rescate de rehenes perdiendo su reelección, se produjo una cruel guerra entre Irán e Irak, a Israel le apareció un enemigo declarado, los palestinos continuaron en tierra de nadie, se profundizaron las diferencias entre chiitas y suníes, Arabia Saudita se sumó a los enemigos de Irán, mientras que China y la entonces Unión Soviética mantuvieron la distancia con el nuevo régimen de Teherán por no ser una revolución proletaria sino religiosa, altamente riesgosa para sus intereses por la existencia de minorías musulmanas en ambos países.

Cuatro potencias sub-regionales se disputan hoy la hegemonía de la zona: Arabia Saudita, Israel, Turquía e Irán. Todas tienen, como es natural, fortalezas y debilidades. Los primeros son ricos en petróleo, con una dictadura medieval que los gobierna, pero cuentan con Estados Unidos de manera incondicional y la vista gorda de las potencias. Los segundos poseen desarrollo, poderosas fuerzas armadas, servicios de inteligencia, armas nucleares y al igual que los saudíes, el total respaldo de Washington. Les juega en contra el aislamiento en el sistema multilateral, las condenas internacionales por sus políticas de apropiación de territorios y la situación no resuelta de Palestina. Turquía fue un gran imperio, controló parte importante de la región, tiene una ubicación estratégica privilegiada y es un socio clave de la OTAN. Hoy la situación ha cambiado con el gobierno nacionalista del Presidente Erdogan, quien ha tomado distancia de Estados Unidos por su apoyo a los kurdos en Siria, el intento de golpe de Estado y también se ha alejado de Europa, que le ha dado un portazo a sus pretensiones de ingresar a la Unión Europea.

Irán ha consolidado una revolución que lleva 40 años, resistió una guerra con Irak y el bloqueo de Estados Unidos. Rico en petróleo controla el estratégico estrecho de Ormuz, por donde transita un quinto del oro negro del mundo y que es su mejor defensa ante cualquier amenaza externa. Su debilidad es el decaimiento económico, la mono-dependencia del petróleo, el elevado índice de percepción de corrupción, el fundamentalismo religioso de la elite gobernante y el cansancio de la gente que desea estabilidad, consumo, paz y el fin del bloqueo. Con 82 millones de habitantes y 1.745.150 millones de kilómetros cuadrados, es 2,7 veces más grande que Francia en territorio. De acuerdo al Banco Mundial su ingreso per cápita para 2017 corregido por el PPP fue de 19.098 dólares. Las cifras del FMI indican que la tasa de crecimiento de su economía para el período 2010-2017 fue de solo 1,33%. Del presupuesto público, un 20,6% se destina a salud, un 20,6% a educación y un 15,7% a defensa.

Estados Unidos ha jugado diversas cartas en Irán. Desde declararlo enemigo público luego de la crisis de los rehenes, iniciada en 1979, hasta venderles armas durante la presidencia de Ronald Reagan, en plena guerra de Irán con Irak, pese a que Washington apoyaba a estos últimos y a la prohibición expresa del Congreso estadounidense. Fue el llamado Iran-gate cuando se descubrió que la CIA, con la anuencia de Israel, vendía misiles a Teherán durante la guerra y con ese dinero financiaba «la Contra» o guerra sucia en Nicaragua, para impedir que los sandinistas se consolidaran en el poder.

Luego del atentado a la torres gemelas en Nueva York, en 2001, Irán propuso y ofreció al Gobierno estadounidense combatir juntos al terrorismo de Al Qaeda y al régimen talibán en Afganistán, pero ello fue rechazado un año más tarde, cuando el presidente Bush Jr., declaró que existía un «eje del mal» (Axis of evil) compuesto por Irán, Irak y Corea del Norte. Hoy, cuando el presidente Trump se reúne regularmente con el dictador norcoreano y mantiene tropas en Irak, podemos suponer que dos de los tres países han abandonado esa categoría. Visto de otra manera, es el interés nacional el que se sobrepone a los principios.

Más complejo es el abandono estadounidense del acuerdo nuclear firmado con Irán en 2015, llamado Plan Conjunto de Acción Integral, o JCPOA, por sus siglas en inglés, por Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania luego de dos años de negociaciones. Con ellos se garantizaba que Irán no podrá enriquecer uranio para la fabricación de bombas nucleares durante 15 años y quedaban todos los sitios y plantas nucleares abiertas a los inspectores para su revisión, junto a otras medidas tranquilizadoras para Europa especialmente. El acuerdo era un éxito de negociación diplomática atribuida a la voluntad del expresidente Barak Obama. También para la diplomacia de la Unión Europea por ser uno de los pocos logros que ésta puede mostrar en política exterior.

La ruptura de este acuerdo por parte del presidente Trump fue celebrada por Arabia Saudita e Israel, lo que no resulta sorprendente, como tampoco el anuncio de que Estados Unidos desplegará tropas en el reino saudí luego de 16 años. Es decir, el asesinato del periodista Jamal Khashoggi, ocurrido en el consulado saudita en Estambul ya fue perdonado.

Como ha informado ampliamente la prensa a raíz de las filtraciones de los mensajes del Embajador británico en Washington, el presidente Trump actuó fundamentalmente motivado por ser una negociación compleja y exitosa atribuible a su predecesor. «Fue un acto de vandalismo diplomático impulsado por motivos personalistas», escribió el hoy ex-embajador británico, Kim Darroch. Habrá que ver qué posición adoptará el nuevo Gobierno de Londres conducido por Boris Johnson, cercano amigo del presidente Trump. Ello no solo alerta al mundo de la posibilidad de que, una vez roto el acuerdo, Irán quede en libertad de enriquecer uranio y en un tiempo relativamente breve pueda desarrollar una bomba nuclear. De hacerlo, ¿cuánto tiempo tomaría la comunidad internacional en reconocer su estatus? Recordemos que Israel, Pakistán y la India no le preguntaron a nadie si podía desarrollar armas nucleares y lo hicieron pese a las amenazas de castigo contra estos dos últimos países que fueron posteriormente sancionados. Al poco tiempo las sanciones desaparecieron y fueron reconocidos como potencias atómicas. Hoy nadie los cuestiona. Más grave es la fractura entre el Gobierno de Estados Unidos y sus socios europeos donde las miradas son cada vez más divergentes respecto a temas centrales de la política mundial. En palabras del periodista Roberto Savio: «El presidente Trump no tiene política exterior, solo interior».

Irán tampoco lo pone fácil en el campo internacional. Niega el derecho a Israel a existir como Estado, mantiene un abierto conflicto con Arabia Saudita que se desarrolla en Yemen, apoya las milicias de Hezbollah en Líbano que cuentan con amplio respaldo popular y está acusado de acciones terroristas como el atentado a la sede de la AMIA, en Buenos Aires, en 1994. Nada indica que las tensiones entre Washington y Teherán vayan a disminuir. Solo las próximas elecciones estadounidenses pueden frenar la escalada belicista. Una elección que no podría ganarla el presidente Trump con cadáveres de soldados estadunidenses llegando en bolsas plásticas de regreso a la patria. Irán no quiere ni puede enfrentar un conflicto bélico con la principal potencia del planeta. Por mucho que pueda contar con el apoyo moderado chino y ruso en el campo multilateral especialmente, o el militar. El desgaste de su economía y cansancio de su gente podría ser devastador. Tal vez otras potencias de la región sí deseen un conflicto militar.

Al viajar por Irán, por ciudades como Isfahan, Yadz, Shiraz o la mítica Persépolis y conversar con jóvenes y viejos, al entrar un poco en confianza, se siente el agotamiento de la revolución religiosa. La gente quiere consumir, no quiere escuchar de guerra de la que ya tuvieron 8 años con Irak, con miles y miles de muertos. Pude asistir a una protesta un jueves por la noche donde se juntan a cantar y gritar consigna contra el Gobierno bajo los puentes en Isfahan. No era mucha gente, pero sí estaban los jóvenes, siempre el motor de los cambios en cualquier sociedad, cansados de los controles, hastiados de las prohibiciones, con deseos de beber libremente, sin culpas. Los centros comerciales y outlets, aunque parezca difícil creerlo, no se diferencian mayormente de los que se puedan encontrar en cualquier país occidental. Los restaurantes lucen banderitas de muchos países incluyendo la de los Estados Unidos. Las personas pueden ordenar por teléfono desde cervezas hasta whisky pasando por todos los tragos que se entregan en las casas. Claro que es ilegal, pero es tolerado. Es cosa de pagar. Es cierto que los guardianes de la revolución pueden llegar a una casa a controlar, pero me señalaban que cuando sucede, con un poco de dinero también se arregla.

Las revoluciones se funden si no hay progreso económico evidente para las personas. La democracia puede esperar, parecer ser la norma, pero no el bienestar económico. La sociedad iraní, los persas, son un pueblo milenario, con una cultura refinada, rica, diversa, que ya ha tenido suficientes conflictos y tragedias. Aspiran al progreso material sin renegar de su tradición musulmana, mayoritariamente chiita; desean más libertad para moverse por el mundo, para decidir si quieren consumir alcohol, las mujeres para levantarse el velo, no ocultar sus preferencias sexuales y otros espacios que le son negados. Desean viajar por el mundo, visitar la diáspora que está repartida entre Estados Unidos, Canadá, Australia y países de Europa occidental principalmente. En otras palabras, desean ser como cualquier ciudadano de una sociedad democrática.