Empezaron por hacernos creer la mentira puesta en marcha por razones falsas, en beneficio de valores que no son ni contienen las cualidades anunciadas. Fingen una coalición de gobiernos fariseos y de doble cara, la cual esperan movilizar con justificaciones que enmascaran las intencionalidades auténticas. Una buena cantidad de la población mundial acepta que son países los que así actúan, pueblos enteros los que obran de tal o cual modo y contra otros, y que suman millones las personas que opinan e idean esto o aquello.

No es así. Unos pocos trazan el curso de los acontecimientos y vuelan a punta de falacias los cimientos de la realidad, y a través de los medios dominantes afianzan los yerros. Sobre la estupidez, oscurantismos e infundios, descansan plácidas las equivocaciones, y en la propagación son convicción, cuestión de fe: la verdad.

Resolvieron convencernos, una vez más, de que el embarque es gesta y las provocaciones de Estados Unidos a Irán justa causa, cuando la doctrina es componenda y en la aventura ni Estados Unidos es tal. Porque este país, adentro, engloba otros y contraindicados: Israel, engendro en las entrañas del monstruo, y Arabia Saudita, otra pistola en la sien del dólar. Y, en los lindes, dos o tres reinos más del Golfo Pérsico y varias naciones europeas. Pero esto tampoco es cabalmente cierto. Lo que entendemos por Estados Unidos, en esencia, es sólo una flor y nata reducida, autoritaria e insaciable, junto a las élites aún más minúsculas de estados devotos.

Mirándolo en detalle, estamos enfrente del poderío de unos cuantos sujetos opuestos al mundo: una clase innombrable contra todos. En estos términos, los Estados Unidos demonizan a Irán, Venezuela, Siria, Palestina, en fin; fracturan aliados y amigos, y, con toda seguridad, se destrozan ellos mismos. Ningún país más devastado por los Estados Unidos que los propios Estados Unidos. La validez histórica terminó siendo negada por la mitología hollywoodense y los arquetipos del bandido, y sus grandes y mejores hombres renegados. Una desolación que nació hace alrededor de cuatro siglos, desde los albores de la grandeza efectista del Destino Manifiesto.

La realidad se hace farsa

Quienes asumen la tarea de la desinformación en nuestras sociedades, en vez de abordar aquello que circula sobre determinados hechos para confeccionar su exposición desvirtuada, elaboran más bien una curiosa lectura a partir de expresiones más o menos dichas y de hechos que a medias o en parte ocurrieron. Y la trampa está armada. Nada nuevo.

La desinformación, que hace rato extravió la acepción de falta de información, con el paso de los días tiene poco que ver con acallar una comunicación o amordazar unas voces. La generalización de la tecnología y las redes empantanó las omisiones planificadas con esmero.

Antes que descuadernar la noticia o deconstruir el alegato, cobra fuerza la construcción de una nueva y tendenciosa interpretación del entorno, hacer verosímil cierto discurso tergiversado de la realidad, pero, sobre todo, de suministrarle hechos a la manufactura mediática.

Montaje arbitrario o parcial, simulación a conveniencia, ninguna premisa comienza de la nada. Puede que se recurra a los viejos entusiasmos lingüísticos y retóricos de tomar la parte por el todo o lo contrario, el todo por la parte, en unos casos, o de que los árboles no dejen ver el bosque, en otros. Llámense como se llamen las mañas, no importa. El lenguaje siempre estará dispuesto a echarle una mano al desorden y la adulteración.

A las viejas seducciones del cuento bien contado, el sensacionalismo gráfico del kétchup y la hiperestesia de folletín se les agregan las modernas herramientas disponibles, cada día cambiantes y más asombrosas, de las narrativas inmersivas digitales a los deepfakes y demás entornos extraordinarios que auxilian el engaño. Sólo que el fundamento de las argucias utilizadas para los ensamblajes, por altisonantes que sean o lo parezcan, no deja de contener los mismos elementos que distinguen al montaje más burdo: artificios, atiborramiento, distorsiones, desequilibrios.

Si habláramos de arte, sería barroquismo. Pero no es arte. Sí, es un abuso, no de lo ornamental, sino de las eventualidades sembradas. El acontecimiento como táctica y recurso del relato en los medios dominantes y a su incondicional disposición.

La desinformación, simple y llanamente, que no precisa de retorcer los sucesos ni de malinterpretarlos porque la distorsión es constitutiva. Campañas de afán, maniobras irreflexivas, sabotajes, piratería mediante interpuestos, amenazas y rumores inherentes a la exposición premeditada. Y aterrorizar, de paso, en el ejercicio de controlar y someter.

El incidente provocado para la acción mediática, difundido al unísono; flagrante, aceptémoslo, pero bien avenido con esa ilusión de farándula que es la libre expresión en nuestras democracias, para no perder la congruencia, desde luego, también aparentes, aunque cada vez más dejados de lado los modales. No vale la pena preocuparse porque una verdad sea incuestionable o falsa al descaro. La verdad apenas es legítima si corresponde al ensamblaje concertado, es decir, si encaja en la ficción constituida. Lo restante, tolerablemente verídico, carece de sentido; será negado, cante el gallo lo que quiera.

La realidad es circunstancial y en buena medida figurada. La narración se esfuerza en sus funciones de soporte y el discurso crea las justificaciones con base en las vaguedades que le siembran. En auxilio de la coherencia despeñada acudirán nuevas andanzas, otras infamias. Son los Estados Unidos que sabemos, por ejemplo, tratando de hacer de las suyas en Venezuela. Y, sin duda, en Medio Oriente.

Y lo falso se despeña

Pero algo no marcha como es debido. Tal vez porque el otro, el enemigo que no lo es, el país perfilado como antagonista y recreado como perverso, lee con bola de cristal los embustes mal ideados, o bien concebidos y regularmente ejecutados, o bien ejecutados y carentes de articulación.

Quizás porque las estrategias acometidas con el armamento de última generación e inteligencias de película mala, y con los intensos vientos de la especulación a favor, son las mismas de un siglo atrás en el Caribe y más de medio en los mares del Sur. Flamantes los artefactos, desgastados los artilugios. De uso común las claves indescifrables.

A lo mejor, porque esos adversarios menospreciados, después de todo, no se corresponden con los informes suministrados por los agentes de las dieciséis agencias registradas de la Comunidad de Inteligencia ni con los algoritmos a sueldo de Silicon Valley. Los contrarios piensan más de lo que los más lúcidos pensaron, y, según los cómputos, son más astutos que la parasitaria Inteligencia.

No obstante, el guion está escrito. Fichas del poder urdieron hace rato la trama y urgen la ejecución. Terceros dudan, detallan rubros, efectúan cálculos. Examinan consecuencias, no para el pueblo acorralado ni la humanidad, sino las particulares de la bolsa y del bolsillo.

Cuestiones del capitalismo y sus pautas, que tienen que ver con los procedimientos ingeniosos para que siga fluyendo a gotas el petróleo por el estrecho de Ormuz y nada con evitar que se viertan barriles de sangre en caso de confrontación.

Irán es la región

Los hostigamientos están soltándose como perros rabiosos hacia una zona inquieta e inquietante. Se va contra Irán, blanco sin contemplaciones, arguyéndose pretextos falaces e insostenibles. En el trasfondo, los objetivos son anchos, pero no ajenos.

Claro que Irán yace sobre un pozo de petróleo y gas, y que en su interior contiene los minerales preciados por los depredadores. Algo tentará eso. Expoliar el petróleo y descomponer al país podría ser casi tan lucrativo como lo son los constantes amagos de incendiar el polvorín sin hacerlo, elevando unos precios que retardan el quiebre de otro fraude entre tantos: la perforación hidráulica (fracking), que suple el petróleo requerido para hacer a «los Estados Unidos grandes de nuevo» (Make America Great Again) a costa de daños medioambientales que no fastidian, muertos de cáncer que no le estorban al control demográfico y deudas exorbitantes que apañará la Reserva Federal con su mágica maquinita de estampado de billetes.

Pero la arremetida, asimismo, es contra la seguridad regional, porque Irán ha sido el sostén de la estabilidad en un lugar que arde y constituye un freno para las filtradas apetencias de balcanización de Siria e Irak. Otro motivo por el que Irán desempeña un papel insoportable para los Estados Unidos y los proyectos de dominio. Irán cuenta con una ubicación geoestratégica del mayor relieve y se configura como potencia y contrapeso militar, económico científico y tecnológico, representando un obstáculo para los ánimos de expansión y control territorial de las élites elegidas de Israel y para los abusos de la violenta monarquía saudita.

De otra parte, como lo supuso durante la red de rutas inmemoriales, desde mucho antes del milenario Camino Real Persa de Dario I, la privilegiada superficie de Irán jugará un papel central y decisivo en la Nueva Ruta de la Seda, el magno empeño de China que involucra más de sesenta países y conecta a Asia y Europa. En la antigüedad, y por los siglos de los siglos, Persia fue el cruce de los caminos comerciales, el punto oriental de llegada de los mercaderes europeos y el mercado al occidente para los abastecedores procedentes de China y el resto de Asia. En el presente, la interconexión iraní, partiendo de la ferroviaria, será insustituible, y abre los derroteros al Golfo Pérsico y al Mediterráneo. Una integración y un desarrollo agobiantes para Washington.

Más allá de eso, y quién sabe en qué orden de prioridades lo dispongan los obsesos dirigentes estadounidenses, Irán es el indeseado prototipo que ha cumplido las cuatro décadas en las narices de tanta codicia: un fuerte aliento de soberanía para la región, y, gracias a los injustificados y reiterados asedios, para el mundo.

¡Que siga la función!

Los misiles se enfrentan con las baterías antimisiles, los tanques con los cañones antitanque, los cazas supersónicos furtivos con la sofisticada artillería antiaérea. Las patrañas acomodadas delante de cámara y micrófonos, las fábulas en el teleprónter, las primicias de puesta en escena, en cambio, no se combaten con similares argucias, ni siquiera con la franqueza o las evidencias.

La mentira tiene ventajas tan ilustres como la relatividad de lo que afirma y cómplices tan taimados como la objetividad, una costura a la medida de los medios dominantes, y la perspectiva, el ponderado punto de vista, la norma artera con la cual el poder pretende frustrar la crítica. Y, por lo general, lo consigue. Sólo una equilibrista camina sin inmutarse por la cuerda floja de verdades amañadas y mentiras correctas: la honestidad, que es inmune a las disyuntivas de extorsión y a los falsos dilemas plantados como atadura. No es fácil, por supuesto, encarar las maniobras duales y de heterogéneos tipos: bélicas que son mediáticas, diplomacias que son maquinación; la mano que se extiende en zarpazo, los sosiegos fraguando la encerrona.

Quedará recurrir a los trucos certeros del Sastrecillo valiente (Grimm, 1857) para vencer al gigante, que, aparentando atenerse a sus crueles reglas de juego, las desnaturaliza; asumiendo los retos, los sortea con ingenio, y que ante lo inexorable arremete de frente con la imaginación. ¿Dónde caerán los golpazos? Grave, eso sí, que la materialización de la guerra termine pendiendo de hilos delgados: como trampa, originada en operaciones encubiertas o de falsa bandera; como riesgo, gestada en cualquier contratiempo o malentendido, incluso, por fuera del libreto original.

La guerra, sin desatarse, ya es espectáculo; soporta gigantescos negocios, provee cohesiones, esconde las afrentosas reculadas en la guerra comercial y nutre de hazañas los discursos patrioteros y vehementes. De lleno en la contienda electoral, ¿qué más peras pueden pedirle republicanos y demócratas al olmo?

Un día de estos años

En las oficinas de mando se confrontan por enésima vez los argumentos de quienes defienden las conveniencias políticas de la actual administración, y, seamos crédulos, del Estado, injerencista e imperial, sumido en una profunda crisis, y los que abogan por los réditos netamente corporativos.

Encima, por qué no, unos puños más yendo y viniendo en el pugilato de larga duración que ya libran el Estado-nación y los Estados Frankenstein del mercado. La escena, claro está, no se registra en blanco y negro; no están penetradas las organizaciones empresariales por agentes estatales y sí lo está el Estado, cuando se refiere a contribuyentes y ciudadanos de a pie, por los burócratas corporativos.

Empatizan ambas intenciones de cúpula en unos aspectos, no tanto en otros. Del equilibrio que se logre entre las coincidencias y las diferencias de esos intereses, de la activa presión de la industria armamentística, del abanico de chantajes que invoquen los cabildantes sionistas y árabes, de las cábalas de los gurús económicos de la Gran Manzana y sus transacciones, continuarán dependiendo la guerra y la paz en Medio Oriente. O sea, de la moneda cargada dando vueltas por los aires.

Hay que esperar que al lenguaraz papá de Boris Johnson no le falte razón y que el nuevo primer ministro del Reino Unido, la ínsula de terratenientes del siglo XIX con un parlamento simbólico y la reina de carne y hueso más onerosa de cualquier imperio imaginario, que ha actuado tantas veces como cómplice de Estados Unidos en los excesos internacionales, tenga en verdad inserto en las neuronas el sentido de la historia y aprecie a los persas, y, sobre todo, que la sapiencia le alcance al hijo para discernir que aquel pueblo venido de las entrañas de los tiempos ancestrales ha sido una civilización culta y es una cultura pacífica, pero, por igual, persistente, resistente e invulnerable.

Habrá que confiar que Donald Trump, rodeado de halcones conspicuos, supremacista y racista por la genética y por gusto, tan obediente con el poderoso judío Sheldon Adelson, jefe de jefes y casinos, le haga menos caso a su subalterno, el consejero John Bolton, pese a que eso sea tan espinoso como desobedecerle al pez gordo que se lo plantó a la siniestra. El mismo señor Bolton que, en 2016, taxativamente y por escrito, recomendó que «para detener la bomba de Irán, hay que bombardear a Irán». Y punto.

Así las cosas, ¡qué tristeza!, ni con Johnson ni con Trump disponen de buen crédito las esperanzas del día a día, y, quizás, tampoco se tasen mejor las del mediano plazo. Pero no tenerlas acaso fuera ceder con demasiada facilidad a la manipulación mediática que cada tanto se pone de moda en Occidente. La que nos habitúa a la inevitabilidad y los méritos de las nuevas guerras.