En más de una ocasión he leído sobre lo beneficioso que es para la salud de un neonato prematuro recibir caricias además de los cuidados médicos pertinentes. Cómo este tipo de atención ayuda a su sistema inmunológico y presentan mejor y más pronta recuperación respecto de sus pares que solo reciben la atención médica necesaria, aun sea esta de la más avanzada tecnología. Incluso recuerdo vagamente una historia sobre niños sobrevivientes al Holocausto, en la que los infantes que recibían mimos y caricias diariamente lograron sobrevivir, mientras que otros que solo eran atendidos por las enfermeras de turno de manera normal no llevaron mejor suerte. ¿Acaso es la caricia, el mimo, el cuido amoroso, algo anormal dentro de la esfera de la medicina? Parece que lo contrario sería poco profesional, o al menos es lo que se piensa.

Me resulta difícil sostener un recién nacido en brazos y no sucumbir ante una ola de ternura que se sobrepone a cualquier pensamiento inicial, como el temor de no saber cargarlo o la idea de cómo algo tan pequeño puede ser tan hermoso. Pues bien, ya que la ternura implica cariño, terneza, delicadeza, dulzura y afecto ¿qué nos hace pensar que su necesidad, su importancia y lo beneficiosa que resulta, es solo para los infantes? ¿Se ha percatado si ya abandonó ese trato lozano y tibio hacia sus hijos e hijas mayores?

La ternura es espontánea, básica, elemental y substancial, y a mi manera de ver no puede fingirse. Se despierta en nosotros por distintos estímulos: niños que se miran enamorados y tímidos – ¡sí, los nenes se enamoran!-, una pareja de viejitos prodigándose un discreto gesto de cariño en el banco de un parque, una mujer en avanzado estado de embarazo. Quizá se despierte al ver el retoño de una planta, una mesa repleta de gente querida que disfruta la comida preparada con amor. Puede originarse de muchas formas, aunque no siempre lo mostremos así, o estemos condicionados a no dejarla notar.

No está limitada a la raza humana. Sin que pueda asegurar que los animales tengan comportamientos más allá de lo primario e instintivo, he visto gestos de ternura en criaturas salvajes de diversa naturaleza, incluso, relaciones armoniosas entre especies opuestas, donde existe el cuido, la protección y el juego. Y esto puede verse con asombro, cuando lo asombroso sería el no plantearnos la idea loca de que la ternura sea, quizá, una tendencia natural en toda criatura viva.

En algún punto del camino algo llegó a convencer a muchos de que ser tierno es como ser débil y mostrarse vulnerable. Así, un hombre de trato tierno y fraternal puede que ponga en riesgo su imagen de macho, y una mujer tierna podría ser tomada por frágil. Claro, todo lo anterior dentro de los contextos que corresponda. A mi me parece un gesto de gran valentía mostrarse tierno sin que importe el riesgo de la tacha social que puedan signar algunos, y mucho más si eres hombre y has sido educado en una cultura machista. Parece que los gestos amorosos honestos, desprovistos de agenda oculta, o ausentes de eros, solo se consideran posibles dentro de la infancia. Si es con los hijos y ya están grandecitos, sería como malcriarlos. Si es con un amigo o amiga, casi que caemos en un mal entendido justificado por la biología que coloca a las personas en una inevitable danza sexual. Si es hacia alguien desconocido ¡inconcebible!

Hoy por hoy es mucha la gente mintiendo por un trozo de calor, como dice Serrano en una de sus canciones. La ternura se ha convertido en una gema escasa de inmenso valor; nunca dejó de tenerlo, solo que ahora parece valer más porque cuesta mucho. Cuando es genuina, y no el resultado de un apetito de momento, o cuando ha salido ¡por fin! desde un corazón congelado que ha olvidado su fuerza y valía, ahí es que recordamos lo necesaria que es para el vivir.

Hoy, que estudios neurocientíficos indican la forma en que los abrazos influyen en la producción de serotonina y otros neurotransmisores vinculados a la sensación de bienestar y alegría, se afirma que una persona debe recibir mínimo dos abrazos por día. Mejor aún, el abrazo debe durar como poco 30 segundos para que el cerebro inicie la liberación de las mencionadas sustancias. ¿Recuerda la última vez que abrazó o lo abrazaron?

Inevitablemente llego a la reflexión de cómo una cultura diseñada y construida para el individualismo, que apela a todos los recursos posibles, medios hipersexualizados y a su vez absolutamente genitalizados –doble reducción simplista y desfavorable del ámbito sexual humano- limita la lectura más significativa que pueda darse a la ternura, al afecto, al contacto, dejando grupos humanos extraviados en las prisas de días cuidadosamente articulados para consumir mientras son consumidos, casi estableciendo con el emoticón de preferencia la distancia entre un tú y un yo.

Sin negar lo lejos que hemos llegado, tanto de manera individual como colectiva, los seres humanos no podremos escapar de lo esencial. Hacerlo ya nos cuesta mucho, y no tiene sentido recorrer la vida pretendiendo que el otro no nos importa. Solo tomando el camino de regreso, conciliando nuestras ideas con lo verdadero, podremos hablar más que de progreso, de desarrollo humano.