Hace un mes comencé un diplomado en botánica medicinal. En la primera clase, el profesor nos dijo que no se iban a dar recetas de plantas, porque para comprenderlas había que cambiar el paradigma sobre la salud: pasar de un modelo biomédico en el que se combate la enfermedad arreglando el cuerpo con medicamentos, a un sistema de salud dirigido hacia el bienestar y el buen vivir. Eso incluye la alimentación, el medio ambiente y el autocuidado. El contexto del curso se da en el marco de la medicina tradicional de comunidades indígenas y afrodescendientes en Colombia. Les podría jurar que la mayoría íbamos por las recetas.

Al inicio del curso nos pidieron presentarnos y me di cuenta de que tengo un recorrido de vida afín a las plantas. Llevo las antenas sintonizadas con ese tema desde que vi la serie de televisión Crónicas de una generación trágica, donde oí hablar de la Expedición Botánica dirigida en este territorio por José Celestino Mutis entre 1783 y 1816.

Recordé un libro que compré recién me gradué: Remedios para el imperio, de Mauricio Nieto Olarte (2000). Explica cómo el Imperio español necesitaba nuevas fuentes de recursos económicos y mostrar su poder frente a otros reinos europeos, medido por el número de especies y recursos naturales inventariados. Para eso fue necesario explorar, nombrar y clasificar lo que había en América. La expedición de Mutis fue solo una de varias. Luego de más de 20 años de comprado, empecé a leer el libro ahora. Estoy que lo termino. Me ha gustado mucho porque da contexto a lo que vimos en las primeras clases del diplomado: la connotación biológica, económica, ambiental, cultural y jurídica de las plantas.

El curso parte de dos premisas fundamentales. La primera: el uso de las plantas desde la medicina ancestral no puede comprenderse desde el modelo biomédico de la medicina occidental porque no se trata de sustituir los medicamentos por el uso de las plantas. La segunda: expandir la conservación de las plantas medicinales, que están en peligro de extinción porque hemos dejado de usarlas.

En cinco clases he descubierto que el uso de las plantas implica un cambio de paradigma: pasar de delegar la salud a los profesionales del sistema sanitario, a un modelo de autocuidado donde la responsabilidad y la escucha vuelven al cuerpo y a la persona.

Esa palabra —autocuidado— resuena con el hilo de los artículos que he publicado en Meer sobre hacerse cargo de uno mismo. Como aprendí en terapia Gestalt, el cambio de paradigma implica hacerse responsable de la satisfacción de las propias necesidades y darse cuenta de cómo colaboramos en reproducir la situación que nos incomoda o queremos cambiar.

El modelo que delega

En la casa, el colegio y la cultura aprendí que cuidar la salud era ir al médico cuando algo dolía. Los profesionales estaban capacitados para diagnosticar, tratar y curar. La sanación era un resultado, no un proceso. Como han venido explicando en el diplomado, ir al médico es como llevar el carro al taller: uno entrega las llaves y espera que lo arreglen. Estas reflexiones son fruto de mi propio proceso y de lo que he ido comprendiendo en el curso de botánica medicinal, donde he visto cómo el cambio de paradigma también implica una nueva forma de relacionarnos con la salud.

El poder sobre la salud estaba claramente definido. El médico era la autoridad; la industria farmacéutica, la proveedora de los medicamentos que curan; el Estado, el garante de que todo fuera seguro y de garantizar el acceso a los servicios de salud, al menos en lo básico. A nivel íntimo, también delegamos el cuidado: en la pareja, en los padres, en la familia. Como si la salud —física o emocional— dependiera siempre de alguien más.

Frente a la salud aprendimos que necesitamos que alguien nos diga qué hacer y que la enfermedad es algo que hay que combatir. El modelo de salud está diseñado para atender la enfermedad, no para preservar la salud ni el bienestar. En la formación en constelaciones familiares cambié la visión de la enfermedad como enemiga: ahora la entiendo como una invitación hacia la salud. La enfermedad da tiempo para recuperarse, descansar, revisar los ciclos y procesar lo que nos pasa.

En el modelo occidental, enfermarse despierta miedo y culpa. La enfermedad aparece como una intrusa, algo que llega sin aviso o como castigo por no haber hecho lo suficiente. Pocas veces se entiende como resultado de hábitos, excesos o postergaciones. Y cuando se buscan remedios, suele hacerse desde la urgencia: queremos eliminar el síntoma, no escuchar lo que señala.

Las emociones asociadas a la salud son de defensa. Vivimos intentando “prevenir”, “combatir”, “protegernos”, “mantenernos activos”. La felicidad se mide por la ausencia de dolor. El modelo de salud mental no escapa a esta lógica: la ansiedad, la tristeza o el cansancio se convierten en anomalías que hay que corregir rápido, no en mensajes que invitan a revisar el ritmo o el sentido.

También reconozco que no todo en el modelo biomédico es negativo. La medicina moderna ha logrado avances invaluables en la prevención y el tratamiento de enfermedades. Los procedimientos quirúrgicos, las vacunas y los antibióticos han salvado millones de vidas. Agradezco profundamente que existan médicos formados para intervenir ante una apendicitis, una infección o un accidente, y que lo hagan con empatía frente al dolor del paciente.

En efecto, antes muchas enfermedades infantiles o infecciones simples eran causa de muerte o discapacidad, y hoy, gracias a la ciencia, no lo son. No se trata de rechazar ese conocimiento, sino de integrar sus aportes sin perder nuestra propia responsabilidad en el cuidado.

Asi mismo, reconozco que no todo en la salud depende de nuestras decisiones o hábitos. Nadie elige enfermarse ni busca atravesar un dolor o un diagnóstico difícil. Pero incluso en esos casos, el modo en que nos relacionamos con el cuerpo y con el proceso puede abrir otros caminos de comprensión y de cuidado.

No digo que uno “provoque” sus enfermedades. A veces la vida trae pruebas que nadie elegiría. Pero sí creo que hay una diferencia entre resistirse a lo que ocurre y acompañarse con presencia y ternura cuando sucede. Frente a lo inevitable, siempre se puede escoger: entre el miedo o la ternura, entre el control o la confianza.

El cambio de paradigma

Mi primer quiebre con el modelo que delega el cuidado vino a través de la Terapia Gestalt. Allí aprendí que no soy una víctima pasiva de lo que me sucede. Participo, de manera consciente o no, en las dinámicas que me hacen bien o me hacen daño. Comprendí que hacerme cargo de mí misma es una forma de adultez: dejar de culpar a otros por mi malestar y asumir que también soy responsable de mi bienestar.

Descubrí que la complacencia —ese impulso de decir que sí para no quedar sola— es uno de mis mayores saboteos. Detrás de la complacencia hay miedo: miedo arcaico de no sobrevivir sin el otro. Pero ese patrón, sostenido, enferma. También enferma no poner límites, postergar el descanso, tragarse el enojo o ignorar lo que el cuerpo pide.

Cuando conocí el enfoque del médico que lidera el diplomado, sentí que ese mismo principio de Gestalt se aplicaba a la salud física. Se propone ver la enfermedad no como enemiga, sino como parte de la vida; y a las plantas, no como remedios, sino como aliadas que acompañan al cuerpo a recuperar su equilibrio.

Llegué a él por mi padre, que toma medicamentos para la tensión arterial alta. Uno de ellos le provoca gota, y a veces debe escoger qué mal prefiere soportar. Su caso me llevó a buscar una mirada más integral. Vi cómo en ese espacio no se reemplazaban los medicamentos, sino que se complementaban con plantas medicinales y hábitos de cuidado.

Poco después, una gripa me tuvo más de un mes con dolor de garganta y tos seca, y el servicio médico habitual me ofreció solo acetaminofén. Toser un mes duele y agota. El médico del diplomado me propuso un tratamiento de cinco días con plantas y reposo absoluto. Cinco días sin salir ni bañarme fue un reto para mi modelo productivo. Lo que me curó no fue solo el jarabe casero, las vaporizaciones y las infusiones de hierbas: fue detenerme, escucharme y cuidarme del frío. Parece obvio, y al tiempo aparecen todas las razones para tener que salir a la calle y aguantar frío.

El poder del autocuidado

El énfasis del curso en el autocuidado me ha hecho reflexionar para definirlo. Creo que va más allá de la salud física, porque está relacionado con el bienestar integral. Hoy entiendo el autocuidado como un acto de disciplina amorosa. No es romántico ni siempre placentero. Implica dejar de ser condescendiente con uno mismo y con los demás, y escoger lo que hace bien, incluso cuando no es lo más cómodo.

¿Cómo saber qué es eso de “lo que hace bien”? La fórmula mágica no está en internet ni en la dieta de moda. Se aprende a punta de prueba y error, y para mí ha estado más del lado de sentir que de verme.

Mi rutina de autocuidado incluye dormir ocho horas, mover el cuerpo al despertar, meditar y escribir. Tomo infusiones digestivas (amargas) y psyllium para la fibra. Son gestos sencillos que me recuerdan que nadie puede respirar, dormir o digerir por mí. El cuidado no se delega; se practica.

El autocuidado es el punto medio entre descuidarse y la autoexigencia o la obsesión por el cuidado. De un lado está el abandono: la indiferencia con el cuerpo, el alma o el entorno. Del otro, la rigidez de querer hacerlo todo perfecto, de convertir el bienestar en una tarea. El autocuidado auténtico no busca resultados inmediatos; busca sostener una relación viva con uno mismo. Incluye fallar, descansar y volver a intentarlo.

Me cuido también de no echarme látigo cuando, a veces, prefiero el paquete de comida procesada al plato de verduras. Como cuando se desyerba una planta, celebro cada pequeño logro en mi elección: un “hoy no” que reemplaza la culpa por conciencia. Me descubierto prefiriendo tomar agua a bebidas azucaradas, por ejemplo.

Esa relación viva implica conciencia, responsabilidad, libertad y soberanía. Conciencia para darme cuenta de lo que me genera malestar o bienestar. Responsabilidad para generar alternativas a lo que quiero cambiar. Libertad para escogerlas y soberanía para asumir sus consecuencias. En este nuevo modelo, el profesional de la salud es un par, no un salvador. Consulto, escucho, discierno. Pero la decisión final me pertenece.

Este principio se extiende a todas las relaciones. En la adultez, los padres, parejas, jefes o amigos dejan de ser figuras que deben suplir nuestras necesidades: son compañeros de camino. Hacerse cargo de la propia salud enseña a hacerse cargo también del propio deseo, del propio límite y del propio bienestar. Y eso muchas veces implica decir que no y poner límites.

Estoy aprendiendo que hacerse cargo no significa hacerlo todo sola. A veces el autocuidado es pedir cooperación sin renunciar a la soberanía. Cuidarme no me aísla: me vuelve más clara en lo que necesito y más libre para compartirlo. En mi caso, el autocuidado también implica aceptar el destino del otro y soltar la necesidad de salvarlo. No todo depende de mí, ni mi valor resulta de ser útil a otros. Me sigo entrenando en dejar pasar sin intervenir.

El cuerpo que enseña

A pesar de la insistencia de la Terapia Gestalt en bajar de la mente a las sensaciones del cuerpo, en temas de salud todavía es un desafío. Estoy empezando a sentir la diferencia entre verme y sentirme. El ver casi siempre viene viciado por juicios y deberes sobre la estética y lo saludable. Hasta el siglo XIX una persona con grasa corporal era considerada saludable; ahora es lo contrario.

Mi cuerpo es distinto a los estándares culturales de belleza femenina, y a pesar del trabajo que he hecho sobre conciencia y aceptación corporal, aún me resulta difícil verlo sin querer arreglarlo y sin compararme con otros. Estoy empezando a distinguir entre gordura e inflamación. Las plantas digestivas me han ayudado a desinflamar no solo el vientre, sino también la mente.

Escuchar el cuerpo sin querer arreglarlo es un acto de confianza. Supone reconocer la diferencia entre lo que soy y lo que creo que debería ser. Significa aceptar mi forma, mi ritmo, mis límites. También reconocer qué prácticas me devuelven al equilibrio: las infusiones, el movimiento, el descanso, el silencio. Eso, repito es un tema de sentir.

El autocuidado no es una estrategia para alcanzar una versión ideal de mí misma, sino una forma de reconciliarme con la que ya soy. Desinflamarme por dentro ha sido también desinflamar mis exigencias.

Cuidar es volver a casa

Pasar de delegar la salud al autocuidado no es una técnica, es una transformación. Es el paso de la obediencia a la conciencia. De seguir indicaciones a escuchar señales. De reaccionar al síntoma a responder a la vida.

Y este movimiento no se limita al cuerpo. También toca la forma en que amamos, trabajamos y nos relacionamos. Cada vez que esperamos que otro adivine lo que necesitamos, estamos delegando. Creo que es necesario revisar la manera en la que nos relacionamos, no para exigir cuidado, sino para compartir experiencias. Por otro lado, cada vez que creemos que el bienestar depende del reconocimiento, del éxito o de la aprobación externa, estamos olvidando nuestra propia fuente.

Autocuidarse es, en el fondo, recordar que nadie puede vivir por nosotros. Que el cuerpo, como la tierra, florece cuando se le presta atención. Y que el cuidado —como las plantas— se marchita cuando se olvida y revive cuando se usa.