El sobrecargo no tardó en presentarse acarreando por sí mismo un carro de licores y refrescos; y de entrada nos participó, sonriente:

Lo consulté con el ingeniero de vuelo, quien quedó de verlo; pero ha estado muy ocupado…

Por nuestra parte le explicamos en breve que, de acuerdo a nuestro cálculo, ya era prácticamente medianoche; y no tuve la impresión de que prestara mucha atención a lo explicado, aunque de inmediato respondió:

Entiendo; ¿qué desearían para celebrarlo, el mismo vino?
Bueno -respondió, mi acompañante -. Pero, ¿podría ser para mí, por favor, también con un jugo de frambuesa, para mezclarlos?
Por supuesto -sonrió el sobrecargo —. ¿Y usted señor?
Prefiero un whisky, y agua mineral - agregué.

El sobrecargo nos sirvió diligente, preguntó cada vez si queríamos hielo, ambos dijimos que no, nos añadió un muy feliz año, y le encargó el carro a una azafata para que les ofreciera lo que quisieran beber a quienes pudieran estar despiertos…

Feliz año… - alcanzó a desearme mi acompañante, a nuestra hora en punto.
Para ti, también; todo el año - le correspondí sentidamente.

Retomamos luego la conversación: sobre algunos de sus profesores en la Universidad a quienes por mi parte había tenido el gusto de conocer y con los que algo había compartido, en especial durante el exilio en México; sobre su tesis, que había sido un análisis comparativo de autores, de uno de los cuales algo había a mi vez leído; del Billiken y de Constancio C. Vigil; de Osvaldo Dragún y el teatro Fray Mocho, y de Agustín Cuzzani; de cómo eran las casas de Pablo Neruda, por las que me preguntó; de Atahualpa Yupanqui y de Violeta Parra; de todo un poco y todo a la vez.

¿Sabes? -interrumpió de pronto el hilo de la conversación —, creo que nos equivocamos con lo de la medianoche en el avión…
No me digas -desconfié, y me terminé mi trago.
-me explicó —. Porque si consideramos la diferencia real de cuatro horas, tendríamos que haber contado también la hora de partida a la hora real de Argentina… - y se terminó el suyo.

Esta vez fue ella quien me anonadó a mí; y se quedó tan campante.

Tenés razón, che; bárbara… -fue lo menos que pude decirle cuando me repuse; y pregunté: ¿a qué hora vendría a ser entonces…?
No pues - especificó —. Ya fue: una hora antes de lo calculado fue.
Discúlpame -tuve que recurrir —, ¿tu reloj está una hora atrasado o adelantado respecto a la hora real…?
Atrasado - no titubeó.
Entonces -amagué —, una hora después, ¿no…?
No -concluyó rotunda —. Justamente al contrario: fue a las nueve veintiuno y treinta y tres.
Mmmh… tenés razón -tuve que convenir que así era (o había sido) —. Ya te dije que me enredo con esto de los cambios de hora… O sea que se nos pasó no más…
No te preocupes -me consoló —, igual no tenemos para qué decirle a nadie que nos habíamos equivocado…
De acuerdo -coincidí —. A ver con qué nos sale aún el ingeniero de vuelo…
Y… con un poco de suerte, fue cuando todavía nos quedaba algo de la segunda copa por la medianoche en Alemania - reconsideró.
Puede ser, pero a mí me parece - me permití la conjetura —, que debe haber sido más bien después, justo cuando te quedaste dormida en mi hombro: quién sabe qué quiera decir…

Coincidió con que en ese momento se actualizaba la hora en la pantalla y, sin que nos diéramos cuenta, había pasado largo más de una hora:

Ya va a ser Año Nuevo en Argentina - la previne.

Por suerte la azafata del carro, tras haber circulado también en ambos sentidos por el otro pasillo del avión, venía de regreso por el nuestro. Se detuvo frente a nosotros y, en voz más bien baja, nos preguntó, supuse, si queríamos algo; pedimos ambos lo mismo, de nuevo sin hielo, todo más bien por señas.

Feliz año - le deseé -. Para ti, y para tus padres, y para todos los tuyos en Argentina…
Gracias –correspondió —. Para ti también... - y disimuló su emoción al beber de nuevo.
Sabes - le comenté entonces — todo esto es más sencillo de lo que parece…
¿A qué te refieres? – preguntó.
A esto de la hora; de la hora en el avión -puntualicé — Recién me doy cuenta de que el ingeniero de vuelo no tendría que ni siquiera hacer ningún cálculo.
No te entiendo -replicó —. ¿Cómo entonces?
Lo que pasa -le recordé — es que la hora se fija según los meridianos, ¿no?
Así es - asintió — ¿Y qué hay con eso?
Bueno, según algunos meridianos - acoté —, los llamados husos horarios, que además se toman sólo como referencia para fijar convencionalmente zonas horarias, ya sea para uniformar o diferenciar la hora según áreas o países.
Entiendo - me aclaró — pero de nuevo, ¿qué tiene que ver con la hora en el avión?
Que si te fijas en donde está el avión en la pantalla, ya quedó atrás la costa norte de Brasil y, desde hace un rato, el avión viró más definidamente hacia el este para cruzar el océano, con lo que hemos salido de la zona horaria que se le atribuye a Argentina, y desde ese momento para nosotros en el avión es constantemente una hora más que la hora real en Argentina; y seguirá así hasta que el avión se acerque a las islas Canarias, a las que se atribuye otra zona horaria, y ya estaremos constantemente dos horas más tarde que la hora real en Argentina…
Bárbaro… - dijo de nuevo, con su vista fija en la pantalla; y, volviéndose hacia mí, proclamó con sus ojos grandes tan abiertos — quiere decir… que el Año Nuevo fue para nosotros en el avión ¡a la misma hora que en la Argentina…!
Tal cual -le confirmé —, lo que acabas de decir...

Y volvimos a brindar.

Increíble - continuó aún impresionada —. O sea que hemos volado más de cinco horas veinte y para nosotros acaba de ser el Año Nuevo ¡a la misma hora que para mis viejos en casa, che…!
Y… vos sabés lo grande que es la Argentina… -me sumé a su regocijo.
Eso puede ser... - cerró la broma; bueno, supongo, porque luego agregó: mira no más todo de lo que te diste cuenta y antes dijiste que era sencillo…
Tan sencillo, que seguramente lo aprendimos en el colegio -preferí convenir, haciéndome el desentendido de que pudiera haber continuado la broma —. Y luego nos pasamos la vida sin recordar lo que aprendimos...
A mí no me parece que lo haya aprendido nunca en el colegio... - afirmó.
Bueno - argüí —, para eso también viajamos: para seguir aprendiendo; como vas tú ahora a Alemania...
O para aprender de las personas que vamos conociendo... - apuntó, lisonjera.
Además - prescindí de su lisonja —, en mi caso a lo mejor tampoco fue en el colegio que lo aprendí; pero donde lo haya aprendido, fue porque te encontré a ti que lo recordé, y eso es lo que importa.
¿Por mí? - rehusó —. No veo por qué...
Pues porque terminé de caer en cuenta mientras miraba a la pantalla después de que estuvimos hablando del Billiken - recapitulé —. Así es que a lo mejor fue ahí que lo aprendí, pero me acordé ahora del Billiken sólo porque estoy contigo…

Y tras una pausa añadí:

Aunque también es complicado, según como se mire. Porque el tiempo y la hora son conceptos relacionados, pero distintos: se supone que el tiempo es incesante y continuo; pero la hora es sólo una medida de referencia, siempre fragmentaria, fijada por convención y, más encima, la cambian según países, áreas y también estaciones del año o en fechas distintas, que pueden o no coincidir para los distintos países o áreas; un enredo.

Nos terminamos nuestros tragos y estuvimos un rato en silencio.

Falta poco para que sea el Año Nuevo en Chile - comentó tras consultar su reloj —. No nos vamos a quedar dormidos ahora, ¿no es cierto?
A decir verdad…, no sería justo - concedí.
Pero mira - pareció advertirme —, ya llevamos más de tres veces que celebramos esta noche: han sido cuatro, o cinco, contando las dos veces dobles...
Una doble - convine —. La otra fue más bien… inadvertida, o retroactiva no más, no es lo mismo; quedemos en que van cuatro...
Conforme –accedió —. ¿Y tú crees que se puedan cinco?
Aaah, sí - me permití responderle —. Eso sí te lo garantizo: seguro que se puede...

Aunque después de una pausa, preferí precavernos:

Mejor llamamos de una vez - y ambos encendimos las luces de llamada.

Fue oportuno, porque la azafata que vino, la misma del carro de bebidas, se tardó en aparecer, aunque sin el carro.

Nos recogió las copas, botellas y vasos vacíos, casi como si fuera todo, y preguntó sin ningún entusiasmo:

¿Algo más?
- respondí, amable pero con determinación —. Ahora va ser Año Nuevo en mi país - y, mientras, le consulté con un gesto a mi acompañante, quien asintió, por lo que concluí: lo mismo para ambos, por favor.

La azafata tardó esta vez en regresar con su mismo carro, nos sirvió sin necesidad de preguntar nada, salvo de nuevo si queríamos hielo, no faltó de decirnos: Felicidades; y se retiró retrocediendo con su carro.

Hicimos bien -acotó, observando ahora en la pantalla —. Faltan cuatro minutos para las 4 a.m. en Frankfurt, medianoche en Chile…
Y si te fijas, el avión ya está por llegar a la altura de las Canarias: vamos a entrar en otra zona horaria -le agregué.

Esperamos todavía, y a la hora en punto me deseó feliz año: me volví hacia ella y bebimos entrecruzando ahora los brazos con que sosteníamos los vasos.

¿Te puedo preguntar en quién pensás…? - inquirió.
En mi padre; y en mis tres hijos; y en mis dos nietos - respondí sin titubeos.
Todos hombres - reparó —. Felicidades también para ellos... - y volvimos a beber tras hacernos un gesto de: A la salud.
Y… ¿ninguna relación femenina…? - se atrevió.
Sí, cómo no; para el primer brindis -repliqué con seriedad —. Misma zona horaria de Frankfurt...
Ah... - pareció pensarlo y comprender.

En ese momento no supe cuál haya sido mi asociación, pero fue entonces que se me ocurrió decirle:

Para mí que Platón tiene razón: podría también sostenerse que la eternidad es la imagen opuesta del tiempo; y que es entre ambas imágenes que transcurre la vida. Tengo la impresión de que me recuerda algunas palabras, creo que de Dragún...

Ante mi asombro, fue ella quien, sin mirarme, como diciéndolo para ella, dijo entonces con toda precisión:

«...la vida del hombre es una estrella/ que dura apenas un minuto/ en esta infinita trayectoria/ que es un día del mundo…».
Ay - le respondí —. Mis respetos; son exactamente las palabras que me faltaban, no me queda nada que agregar... - y tal vez me anduve emocionando.

Volvimos a quedarnos en silencio, y supongo que fue al poco rato que nos dormimos.

Nos despertó nuestra misma azafata de la cena y el primer brindis, anunciándonos ahora el desayuno. Había amanecido y el cielo se veía límpido alrededor. Estábamos ya sobre Europa y faltaban dos horas para Frankfurt, donde el clima se anunciaba frío pero despejado. Nos dijimos buenos días, cómo dormiste y nos dispusimos para el desayuno; nos tratábamos como si nos hubiéramos conocido desde hace mucho.

Mientras le ponía mantequilla a su pan, dijo de pronto, como al pasar:

La joven que te preguntó qué es el tiempo ¿cómo se llama?
Viviana... - le respondí.
Y… ¿fue hace poco que te lo preguntó?
No - tuve que aceptar —. Fue más bien… hace mucho.
Pero... - consultó entonces —, es una relación cercana...
Fuimos compañeros de curso a mis comienzos en la Universidad - le expliqué —. Éramos bastante amigos y fue entonces que me lo preguntó. Después… dejamos de vernos y hemos vivido casi siempre en países distintos; en los último años ha tocado que volvimos a encontramos un par de veces y ahora de vez en cuando nos escribimos...

Hubo en el avión alguna información sobre el aeropuerto en Frankfurt y de indicaciones para los transbordos, y en adelante ya nos concentramos principalmente en los preparativos para la llegada.

Entiendo que el aeropuerto es enorme - me comentó —. A ver si no me pierdo…

Aun contando con que nuestro vuelo llegara puntual, tenía en realidad poco tiempo para su trasbordo.

No te preocupes - traté de tranquilizarla —, todo está muy bien señalizado; sólo debes prestar debida atención a las indicaciones que vayas encontrando cada vez a tu paso. Tiene dos terminales con varias secciones que están unidas por una especie de tren interior muy moderno y eficiente, llamado skyline; voy a acompañarte hasta donde me sea posible.

Tal vez volví a dormir algo después del desayuno; y tal vez no ella, pues cuando desperté se veía atenta y remozada.

Aprovechamos que había debido llenar un formulario por su permanencia en Alemania, e intercambiamos las referencias que pudimos darnos con el propósito de mantener comunicación.

El descenso se inició largo rato antes de la llegada, finalmente aterrizamos, el avión rodó después lentamente hasta su espigón de atraque, la puerta para nuestra bajada tardó en abrirse, a la salida esperaban nuestras azafatas y el sobrecargo para despedir a los pasajeros, y al pasar no falté de preguntarle al sobrecargo:

¿Qué diría el ingeniero…?
Tuvo que consultar a nuestra central, aquí en Frankfurt - arguyó.
¿Y…?
No alcanzaron a responderle... - agregó, con un gesto explicativo en el rostro, a la vez que de manos y hombros.
Queda para la próxima... - pude decirle todavía; y terminamos de despedirnos con una sonrisa, mientras me pareció que en las azafatas se acentuaba un aire de cierto cansancio…

Ya en el aeropuerto nos detuvimos en el tablero electrónico con el anuncio de los vuelos por salir que encontramos a la entrada, y verificamos que la hora y puerta del suyo seguían siendo las anotadas en su tarjeta de embarque pre-emitida en Buenos Aires; su salida era desde el mismo sector al que habíamos llegado y estábamos relativamente cerca, pero no tenía en realidad mucho tiempo; y en mi caso debía ir en dirección opuesta a la suya.

Te acompaño hasta donde se pueda - le confirmé.

No creo que mientras caminábamos hayamos hablado mucho más, ni sé sobre qué pueda haber sido.

Llegamos hasta el lugar en que debíamos separarnos y preferí detenerme para despedirnos a mitad del pasillo por el que ella debería continuar, ya casi a su llegada.

Tampoco sé mucho qué nos hayamos dicho cuando nos detuvimos; para tratar de distendernos, tal vez no me privé de decir algo como: Se nos pasó el tiempo volando...; y con seguridad debo haber dicho: Nos debemos los abrazos...

Nos abrazamos; nos dijimos, supongo: Buen viaje; Que te vaya bien; Que seas feliz; Suerte; Que todo siga igual de bonito; en fin, nos dijimos todo lo que pudimos decirnos, y nos besamos sin reticencias; en buen romance: nos despedimos «efusivamente», que podría haber dicho mi padre.

No habría querido que nos separáramos, que tuviéramos que separarnos; y quedé convencido de que ella tampoco, que ambos hubiéramos preferido continuar juntos.

Después…, la vi alejarse mientras admiraba su figura como no había podido hacerlo en el avión; con sus botas café de media altura sobre su jeans ceñido, la casaca de gamuza con la que se había abrigado antes de bajar, del mismo color de las botas y su cartera; un bolso en tela de jeans colgando medio hacia su espalda del hombro que colgaba también la cartera; arrastrando con su mano derecha su maleta con ruedas.

Esperé todavía hasta que se detuvo antes de cruzar la puerta que debía franquear; se volvió a verme, que allí estaba, donde mismo; dejó la maleta que arrastraba y levantó su mano para despedirse; correspondí a su saludo; por un momento me pareció que vacilaba; volvió a despedirse con movimientos de su mano, volvió a tomar su maleta, creo que vaciló de nuevo, y desapareció tras la puerta.

Podría cambiar mi vuelo, pensé; pero me di cuenta de que aun si encontrara pasaje no sería posible, porque no tendría tiempo para que se transfiriera mi equipaje: debería abandonarlo a su suerte y se crearía un lío. Podría cambiar a un vuelo más tarde, discurrí; pero ni siquiera sabría dónde ir cuando llegara. Te sería fácil averiguarlo mañana, me repliqué; y tuve que convenir en que así era.

Entonces terminé de darme cuenta: lo que realmente deseaba era llegar adonde iba.

O me di cuenta porque coincidió con que encontré el primer teléfono desde el que podía llamar con mi tarjeta; sólo pensar en la llamada me desbordó de alegría; y llamé para confirmar que, en efecto, allí estaba, en mi propio camino; y que esperaba llegar a la hora prevista de itinerario.

Deambulé después según los recorridos de mi mente tanto como de la distancia hasta el otro extremo del aeropuerto, por pasillos, ascensor, skyline, escaleras mecánicas y cintas rodantes.

Sentí tal vez hasta un suave vaivén mientras avanzaba, y recordé aquello de: Navega, velero mío,/ sin temor,/ que ni enemigo navío/ ni tormenta ni bonanza/ tu rumbo a torcer alcanza…

Eso era, efectivamente. No se había tratado, por cierto, de enemigo; si pudiera decirse que navío, tendría que permitirme la libertad de aceptar que de gran calado; no había sido tormenta, sino bonanza; o algo que tenía de ambas, pero que ocurría en mí mismo; e increíble, sentí como si mi marcha por el aeropuerto fuera en verdad como la de un astronauta por la trayectoria infinita que era ese día en el mundo; o que me desplazaba por el anverso móvil como si éste fuera el recorrido de un punto en movimiento, cuyo trazado no era además una recta -si es que las hay-, sino una curva como la de los meridianos -pensé primero-, aunque no cóncava respecto al eje de la tierra -me corregí-, sino una curva de forma asintótica al eje de lo permanente…

Como haya sido, me confirmé en la completa certidumbre de que lo único que deseaba era mantener mi rumbo; y me encaminé con todavía mayor rapidez a mi correspondiente puerta de embarque, a ver si alcanzaba a descansar algo y reponerme antes de seguir viaje.