La relación entre percepción y realidad es más compleja de lo que imaginamos. Por un lado, los sentidos son parte de una red neuronal que sigue principios propios de reacción ante los estímulos. Por otro lado, la red neuronal es parte de un sistema más amplio, que sigue convenciones sociales y esto se refleja sobre todo en el lenguaje. En pocas palabras, la percepción es una construcción biológico-social independiente de lo percibido.

La nieve tiene una serie de propiedades, como ser blanca, gélida, silenciosa, etc. Pero la percepción de la nieve como tal depende de nuestra historia personal; baste considerar la manera en que los esquimales se relacionan con la nieve para intuir algunas de las diferencias, especialmente, si contrastamos esta experiencia con el concepto de nieve que podría tener una persona que nunca ha abandonado las zonas tropicales.

Otro aspecto interesante es la velocidad con que percibimos el mundo y las ilusiones que esto crea. La mente humana y la percepción en general se organiza subordinando lo percibido en conceptos y estos, que no son un reflejo directo de lo percibido, alteran el modo en que vemos el mundo, determinando fenómenos que muchos denominan ilusiones. En estos fenómenos observamos la innegable incidencia de la cultura en la percepción. Uno de los principios que determina la percepción son las experiencias vividas y la velocidad de reconocimiento.

El problema es que estos fenómenos de autoengaño no son, por definición, pasajeros, sino intrínsecos y omnipresentes, de manera tal que fácilmente podríamos afirmar que nuestra percepción, en general, es una ilusión y siendo así, somos prisioneros de nuestras predisposiciones, hábitos, conceptos, lengua e historia, ya que percibimos exclusivamente lo que somos capaces de anticipar y nuestras ideas sobre lo que llamamos realidad están limitadas por esta «deficiencia», que podemos superar parcialmente, obligándonos a ver las cosas desde otra perspectiva.

En la búsqueda de otros posibles escenarios e interpretaciones encontramos una de las funciones del arte, que es la de ampliar nuestra perspectiva y, por ende, nuestra realidad, sin hacerla necesariamente más real, pero al menos, más amplia y probablemente más rica. La inocencia cultural se pierde en el momento mismo en que uno descubre la existencia de nuevas y posibles realidades, este es un viaje que nos cambia radicalmente, forzando una mayor tolerancia, relatividad cultural y sensibilidad. Es decir, una mayor humanidad.

Ser, culturalmente, significa poseer instrumentos de interpretación, percepción, comprensión y empatía. Una de las diferencias, que no podemos negar, es que después de haber vivido en múltiples realidades y culturas, a menudo volver atrás es un trauma que muchos prefieren evitar, ya que la estrechez mental limita inexorablemente nuestra libertad personal.

Ser cosmopolita es un antídoto a toda forma de nacionalismo que funciona en modo tan eficaz como duradero. Esto, lo hemos apreciado entre los jóvenes europeos que han participado activamente en los proyectos de intercambio, esponsorizados por la Unión Europea. Además, explica en parte por qué los electores menores de 40 años en el Reino Unido votaron por permanecer en Europa y entre ellos, el 80% de las mujeres de 18 a 24 años de edad. Esta actitud hacia la vida se manifiesta también como una defensa ante el populismo xenófobo de nuestros días.

Por estas razones, una parte de la educación debería pasar por una estadía plurianual en un país, donde la lengua y las costumbres sean diferentes. Lo que se aprende y obtiene a nivel de desarrollo personal justifica y compensa, en gran medida, el esfuerzo y esta es seguramente la mejor garantía de una capacidad imprescindible: saber convivir sin prejuicios, empatía y compresión del otro con sus diferencias.